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Huellas N.4, Abril 2007

IGLESIA - Aniversario. Karol Wojtyla

Una genuina apertura a la realidad
El yo y su destino

Hace dos años falleció Juan Pablo II. Le recordamos proponiendo el texto de dos Audiencias generales de 1983 que plantean el problema humano, la necesidad de medirse continuamente con la realidad y la experiencia de la soledad originaria que abre a la experiencia de la comunión. Unas palabras de gran actualidad

12 de octubre de 1983
Audiencia general del miércoles


La reflexión sobre la propia experiencia
1. «Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed» (Jn 4, 15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su significado más profundo, la necesidad insaciable y el deseo inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza que brota de lo profundo de su ser. A medida que avanza en la vida, se descubre, exactamente igual que la samaritana, incapaz de satisfacer la sed de plenitud que lleva dentro de sí.
Desde hoy hasta Navidad, las reflexiones de este encuentro semanal versarán sobre cómo el hombre anhela la redención. El hombre tiene necesidad de Otro, vive, lo sepa o no, en espera de Otro, que redima su innata incapacidad de saciar las esperas y esperanzas.
Pero, ¿cómo podrá encontrarse con Él? Para este encuentro resolutivo es condición indispensable que el hombre tome conciencia de la sed existencial que lo aflige y de su impotencia radical para apagar su ardor. El camino para llegar a esta toma de conciencia es, para el hombre de hoy como para el de todos los tiempos, la reflexión sobre la propia experiencia. Ya lo había intuido la sabiduría antigua. ¿Quién no recuerda la inscripción que destacaba bien a la vista en el templo de Apolo en Delfos? Decía precisamente: «Hombre, conócete a ti mismo». Este imperativo, expresado de modos y formas diversas incluso en las más antiguas áreas de la civilización, ha atravesado la historia y se lo vuelve a proponer con idéntica urgencia también el hombre contemporáneo.
El Evangelio de Juan en algunos episodios relevantes demuestra muy bien cómo Jesús mismo, al manifestarse como Enviado del Padre, hizo hincapié en esta capacidad que el hombre posee para captar su misterio reflexionando sobre la propia experiencia. Baste pensar en el citado encuentro con la samaritana, o también en los encuentros con Nicodemo, la adúltera o el ciego de nacimiento.
Un conjunto de exigencias, necesidades y deseos
2. Pero, ¿cómo definir esta experiencia humana profunda que indica al hombre el camino de la auténtica comprensión de sí mismo? Es el cotejo continuo entre el yo y su destino. La verdadera experiencia humana tiene lugar solamente en la apertura genuina a la realidad que permite a la persona, entendida como ser singular y consciente, pleno de potencialidades y necesidades, capaz de aspiraciones y deseos, conocerse en la verdad de su ser.
¿Y cuáles son las características de tal experiencia, gracias a la cual el hombre puede afrontar con decisión y seriedad la tarea del «conócete a ti mismo», sin perderse a lo largo del camino de esa búsqueda? Dos son las condiciones fundamentales que debe respetar.
Ante todo, deberá aceptar apasionadamente el conjunto de exigencias, necesidades y deseos que caracterizan su yo. En segundo lugar, debe abrirse a un encuentro objetivo con toda la realidad.
San Pablo no cesa de evocar en los cristianos estas características fundamentales de toda experiencia humana cuando subraya con vigor: «Todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3, 22-23), o cuando invita a los cristianos de Tesalónica a «probarlo todo y quedarse con lo bueno» (1Tes 5, 21). En este continuo cotejo con la realidad en la búsqueda de lo que corresponde, o no, al propio destino, el hombre tiene la experiencia elemental de la verdad, aquella que los Escolásticos y Santo Tomás han definido de modo admirable como «adecuación del entendimiento a la realidad» (Santo Tomás, De veritate, q. 1, a 1, corpus).

Espera de Otro
3. Si para que la experiencia sea verdadera, debe ser integral y abrir el hombre a la totalidad, se comprende bien dónde está para el hombre el riesgo del error: deberá guardarse de toda parcialidad. Tendrá que vencer la tentación de reducir la experiencia, por ejemplo, a meras cuestiones sociológicas o a elementos exclusivamente sicológicos. Así como habrá de temer el tomar por experiencia esquemas y “prejuicios” que le propone el ambiente donde normalmente vive y actúa: prejuicios tanto más frecuentes y peligrosos hoy porque eran encubiertos por el mito de la ciencia o por la presunta plenitud de la ideología.
¡Qué difícil resulta para el hombre en el mundo de hoy arribar a la playa segura de la experiencia genuina de sí, en la que puede entrever el verdadero sentido de su destino! Está continuamente asechado por el riesgo de ceder a los errores de perspectiva que, haciéndole olvidar su naturaleza de “ser” hecho a imagen de Dios, le dejan luego en la más desoladora de las desesperaciones o, lo que es peor aún, en el cinismo más inexpugnable.
A la luz de estas reflexiones, qué liberadora aparece la frase que pronunció la samaritana: «Señor, ¡dame de esa agua para que no sienta más sed!». Realmente vale para todo hombre, más aún, mirándolo bien, es una profunda descripción de su misma naturaleza.
En efecto, el hombre que afronta seriamente sus problemas y observa con ojos limpios su experiencia según los criterios que hemos expuesto, se descubre más o menos conscientemente como un ser a la vez lleno de necesidades, para las que no sabe encontrar respuesta, y traspasado por un deseo, por una sed de realización de sí mismo, que no es capaz él solo de satisfacer.
El hombre se descubre así colocado por su misma naturaleza en actitud de espera de Otro que complete su deficiencia. En todo momento impregna su existencia una inquietud, como sugiere Agustín al comienzo de sus Confesiones: «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1, 1). El hombre, al tomar en serio su humanidad, ¡se da cuenta de estar en una situación de impotencia estructural!
Cristo es quien lo salva. Sólo Él puede sacarlo de esta situación en que se encuentra, colmando la sed existencial que le atormenta.


9 de noviembre de 1983
Audiencia general del miércoles


Impotencia radical y soledad incolmable
1. El pasaje del Sirácida que acabamos de escuchar, queridísimos hermanos y hermanas, nos invita a reflexionar sobre el misterio del hombre: este ser «formado de la tierra», a la que está «destinado a volver de nuevo», y sin embargo, «creado a imagen de Dios» (cf. Sir 17, 1 y 3); esta criatura efímera, a la que «señaló un número contado de días» (ib., v. 2) y a la que, a pesar de esto, tiene ojos capaces de «contemplar la grandeza de la gloria de Dios» (ib. v. 11).
En este misterio originario del hombre radica la tensión existencial que siente en toda experiencia. El deseo de eternidad, presente en él por el reflejo divino que brilla en su rostro, se enfrenta con la incapacidad estructural para realizarlo, y mina todo su esfuerzo. Uno de los grandes pensadores cristianos de comienzos de siglo, Maurice Blondel, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre esta misteriosa aspiración del hombre a lo infinito, escribía: «Nos sentimos obligados a querer convertirnos en lo que por nosotros mismos no podemos ni alcanzar ni poseer... Porque tengo la ambición de ser infinitamente, siento mi impotencia: yo no me he hecho, no puedo lo que quiero, estoy obligado a superarme» (M. Blondel, L’action, París, 1982, p. 354).
Cuando el hombre, en lo concreto de la existencia, percibe esta impotencia radical que lo caracteriza, se descubre solo, en una soledad profunda y que no puede llenarse. Se trata de una soledad originaria que le viene de la conciencia aguda, y a veces dramática, de que nadie, ni él, ni ninguno de sus semejantes, puede responder definitivamente a su necesidad y satisfacer su deseo.

De la soledad a la comunidad
2. Sin embargo, paradójicamente esta soledad originaria, para cuya superación la persona sabe que no puede contar con nada puramente humano, engendra la más profunda y genuina comunidad entre los hombres. Precisamente esta dolorosa experiencia de soledad está en el origen de una auténtica socialización, dispuesta a renunciar a la violencia de la ideología y al abuso del poder. Se trata de una paradoja: efectivamente, si no fuera por esta profunda “compasión” por el otro, que uno descubre únicamente si capta en sí esta soledad total, ¿quién impulsaría al hombre, consciente de este estado suyo, a la aventura de la socialización? Con semejantes premisas, ¿cómo no podría dejar de ser la sociedad el lugar del dominio del más fuerte, del homo homini lupus que la concepción moderna del Estado no sólo ha teorizado, sino que incluso ha puesto en marcha trágicamente?
Gracias a una mirada tan cargada de verdad sobre sí mismo, el hombre puede sentirse solidario con todos los otros hombres, viendo en ellos otros tantos sujetos dificultados por la misma impotencia y por el mismo deseo de realización perfecta.
La experiencia de la soledad se convierte así en el paso decisivo para el camino hacia el descubrimiento de la respuesta a la pregunta radical. Efectivamente, crea un vínculo profundo con los otros hombres, que están mancomunados por el mismo destino y animados por la misma esperanza. Así, de esta abismal soledad nace el esfuerzo serio del hombre hacia la propia humanidad, un esfuerzo que se convierte en pasión por el otro y en solidaridad con cada uno y con todos. Una sociedad auténtica, pues, es posible para el hombre, ya que no tiene su fundamento en cálculos egoístas, sino en la adhesión a todo lo que hay de más verdadero en él mismo y en todos los demás.

Convivencia ordenada
3. La solidaridad con el otro se convierte más propiamente en encuentro con él por medio de las diversas expresiones existenciales que caracterizan las relaciones humanas. Entre éstas, la relación afectiva entre hombre y mujer parece ser la principal, porque se apoya en un juicio de valor donde el hombre invierte de manera originalísima todos sus dinamismos vitales: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. Entonces experimenta la intimidad radical, pero no libre de dolor, que el Creador ha puesto desde el principio en su misma naturaleza: «De la costilla que del hombre tomara, formó Yavé Dios a la mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne”» (Gén 2, 22-23).
Con la guía de esta experiencia primaria de comunión, el hombre se aplica con los otros a la construcción de una “sociedad” entendida como convivencia ordenada. El sentido conquistado de solidaridad con toda la humanidad se concreta, ante todo, en una trama de relaciones, en las cuales el hombre es llamado primariamente a vivir y a expresarse, prestándoles su aportación y recibiendo de ellas, a su vez, un considerable influjo sobre el desarrollo de la propia personalidad. En los diversos ambientes en los que se realiza su crecimiento, el hombre se educa para percibir el valor de pertenecer a un pueblo, como condición ineludible para vivir las dimensiones del mundo.

La invocación a Otro
4. Los binomios hombre-mujer, persona-sociedad y, más radicalmente, alma-cuerpo, son las dimensiones constitutivas del hombre. Bien mirado, a estas tres dimensiones se reduce toda la antropología “pre-cristiana”, en el sentido de que ellas representan todo lo que el hombre puede decir de sí, al margen de Cristo.
Pero se caracterizan por su polaridad. Esto es, implican una inevitable tensión dialéctica. Alma-cuerpo, varón-mujer, individuo-sociedad son tres binarios que expresan el destino y la vida de un ser incompleto. Son además un grito que se eleva desde el interior de la más íntima experiencia del hombre. Son súplica de unidad y de paz interior, son deseo de una respuesta al drama implícito en su mismo recíproco relacionarse. Se puede decir que son invocación a Otro que colme la sed de unidad, de verdad y de belleza que emerge de su confrontación.
Incluso desde la intimidad del encuentro con el otro –podemos, pues, concluir–, se abre la urgencia de una intervención de lo Alto, que salve al hombre de un dramático, y por otra parte inevitable, fracaso.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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