Fidel Herráez, obispo auxiliar de Madrid
¡Hasta siempre, Eugenio!
Alfa y omega, 29 de marzo
Tú y yo hemos vivido sencilla y agradecidamente dos bellos regalos que Dios nos ha hecho al unir providencialmente nuestros caminos en la tierra: el de ser amigos, iniciado en la época común de estudios en Roma, dos años antes de que fueses ordenado sacerdote y siendo, durante cinco, vecinos de habitación; y el de ser hermanos entrañables, durante estos últimos diez, en los que la Iglesia nos llamó y unió en el servicio episcopal (...). Has tenido una enorme capacidad para adentrarte y compartir realidades hondas, compatible con un fino e inocente sentido del humor. (...) Tu lema episcopal, «Dios hace y el hombre se deja hacer», resume la trayectoria de tu vida. (...) La sabiduría teológica e intelectual, que manifestabas en tus tareas, nos dejaba percibir lo que era en ti el saber más hondo: la sabiduría que es don del Espíritu del Señor. Hemos sido testigos, sí, de tu apertura y cercanía evangélica a los sencillos; del servicio y escucha de los demás; de la atención a los acontecimientos; de los años de estudio, de lectura, de reflexión... Pero, sobre todo, y antes que eso, de tu experiencia de Dios y búsqueda de su voluntad. (...) En esta última etapa, me ha sobrecogido tu fortaleza, apoyado en Dios, para, desde el principio, ver con lucidez, afrontar con valentía, asumir con constancia y vivir con serenidad esa enfermedad que ha ido deteriorando tu cuerpo y fortaleciendo aún mas admirablemente tu espíritu. ¡Con cuánta elegancia y serenidad has cargado con la cruz, y con qué fe viva, esperanza activa y amor concreto has creído en la resurrección y has comunicado a otros tu firme vivencia teologal!
Luis Quinteiro, obispo de Orense
Don Eugenio era mi hogar
Alfa y omega, 29 de marzo
Vivimos como seminaristas; como profesores, en Roma. Después como obispos.
Hoy, ante la ausencia de un amigo íntimo, por una parte, siento una tristeza enorme, humanamente, por la falta de un referente vital fundamental para mí. Pero, al mismo tiempo, siento también la alegría inmensa de alguien que me ha dado la última lección de la vida, la más importante, que es afrontar con alegría y esperanza, con gran firmeza de fe su enfermedad y su muerte. Ha sido un testimonio inigualable de cómo un hombre es capaz de abrirse plenamente a la llamada de Dios. (...) Para mí, don Eugenio es la persona de referencia eclesial decisiva. (...) Don Eugenio reunía dos condiciones, aparte de tantas otras, decisivas para la misión que la Iglesia le había encomendado. A su inmensa altura intelectual se unía una personalidad humanísima, un alma impregnada de caridad. Para mí, don Eugenio es la persona que siempre me recibía con los brazos abiertos. Él era mi casa, mi segunda casa. Don Eugenio era mi hogar. Estar con él era estar en casa.
César Franco, obispo auxiliar de Madrid
Amigo incondicional
Alfa y omega, 29 de marzo
Dios nos tiene reservadas gracias que, por ser tales, sólo dependen de Él, que nos las da en su momento oportuno. Así ha sido para mí la amistad de don Eugenio Romero Pose, con la que Dios ha querido obsequiarme, al hacerle obispo auxiliar de Madrid y coincidir con él en el ejercicio del ministerio episcopal. Sólo le conocía de nombre, por su autoridad en el campo de la Patrística, y de vista, por un viaje a Santiago de Compostela. Desde su venida a Madrid como obispo, éramos vecinos de piso, y naturalmente compañeros de trato habitual. (...) La enfermedad le hizo relativizar la ciencia libresca hasta hacerme un día esta sencilla confesión: «En la oración, sólo pienso en Dios. ¡Cómo será verlo, Dios, sólo Dios! Todo lo demás sobra». (...) Me gustaba mucho en él la firmeza en sus convicciones bien pertrechadas de sabiduría. Era insobornable si se trataba de defender la verdad, y al mismo tiempo caritativo, evitando todo lo que pudiera ofender o ser interpretado de forma distinta a como él se hubiera manifestado. La verdad, para él, no admitía concesiones. (...) En su corazón no había lugar para la amargura y el resentimiento, a pesar de las ocasiones con que el enemigo busca cultivar estas malas hierbas. Por supuesto, no le faltaba humor para reírse de sí mismo y de las pequeñas o grandes miserias que tejen el entramado de la vida, también de la eclesiástica. Actuaba con un corazón limpio, con la luz evangélica, y eso le bastaba tanto para vivir como para morir.
Juan Antonio Martínez Camino
Silencio y amor a la Iglesia
ABC, 27 de marzo
Tuve la impresión de haberme encontrado con un sacerdote y un teólogo que –como más tarde me escribiría él, en relación al conocido patrólogo y amigo suyo Antonio Orbe– es de esos que «refulgen en el silencio y en el amor a la Iglesia». (...) Cuando fue consagrado obispo, y dejó Santiago de Compostela para venir a vivir a Madrid, se me brindó la impensada oportunidad de estrechar más y más mi trato con él, de trabajar con él en numerosos empeños y de gozar de su amistad. Eugenio fue para mí un amigo y un ejemplo. Fue el amigo con quien se comparten preocupaciones, se analizan intuiciones y se descansa en la conversación distendida, pero siempre sincera y sustancial. Eugenio fue para mí un ejemplo del hombre de Iglesia que no rehuye hablar de los verdaderos problemas pastorales, haciéndolo siempre con tacto y con caridad exquisita para con las personas; ejemplo de la entrega incansable de quien se gasta y desgasta sin miramientos personales por la causa de Jesucristo y de sus pequeños hermanos. (...)
José Manuel Vidal
El obispo que escribía contra ETA
El Mundo, 26 de marzo
«Intelectual con los pies en la tierra y un corazón tan grande que no le cabía en el pecho». Así le definen los que mejor le conocieron (...). Al estilo del Papa Ratzinger, monseñor Romero Pose proponía sus ideas, sin imponerlas. (...) El cardenal Rouco lo trajo a Madrid como encargado del «diálogo fe-cultura». Y a ello se dedicó en cuerpo y alma. Y aunque nunca quiso brillar, los obispos pronto fueron conscientes de su valía y lo eligieron para presidir una de las comisiones episcopales más complicadas, la de la Doctrina de la Fe. (...) Su salto a la fama pública le vino de la mano de los dos documentos más importantes de la Conferencia episcopal contra el terrorismo de ETA. El primero del año 2002, “Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias”. Un documento brillante, que sentó la doctrina posterior del episcopado sobre la espinosa cuestión del terrorismo y del nacionalismo. Y el segundo, publicado el mes de noviembre de 2006, “Orientaciones morales ante la actual situación de España”, en el que participó a fondo, junto a monseñor Fernando Sebastián.
Siempre atento y cariñoso, tenía una palabra agradable y una sonrisa para todos. Tanto en Santiago como en Madrid deja poso y huella profunda. Hombre de fe y oración, siempre rehuyó los honores y los cargos. Nunca tuvo coche ni chofer y, cuando la morriña llamaba con insistencia a su puerta, cogía el tren y se iba a pasar unos días a su pueblo, a Bayo, para volver a sus raíces, respirar la brisa marina y abrirse a los horizontes del infinito.
José Francisco Serrano Oceja
Su nombre es obispo
Libertad Digital, 29 de marzo
Cuando Mario llegó a la habitación, bueno, al salón corrido, se le ocurrió pensar en el cura con el que había hablado, que le había recibido. Ese cura tiene algo especial, es distinto. Ese cura no es como los demás. Se parece mucho a ese Jesús que dicen vivió hace mucho; su cara es como la de la foto que tenía su madre en la cabecera de su cama, ese cura le trae recuerdos. Mario no quería pensar; hablaba en voz alta; hablaba, pero nadie le entendía. De pronto, le dijo al chico joven que le estaba ayudando: «Oye, cómo se llama el cura ése, el de esta tarde». El joven le respondió, «Su nombre es obispo. Se llama don Eugenio». Obispo, su nombre es obispo. Desde ese día, cuando Mario se encontraba con ese cura por la calle, cuando iba a pedir comida a su casa, siempre le llamaba obispo. Yo, una tarde de julio, también me encontré a don Eugenio por la cuesta de la Vega. Nos saludamos. «¿Dónde va?», le pregunté. «A ver a la familia, me contestó». Pensé que era una más de don Eugenio, dado que su familia vivía en Galicia... «A ver a mis hermanos», me insistió ante el asombro de mi rostro. Entonces, entendí. La casa de los pobres. Así era monseñor Romero Pose, obispo. Don Eugenio, nunca te olvidaremos.
Juan Manuel de Prada
Amado amigo, amado padre
ABC, 26 de marzo
Lo conocí hace apenas un par de años; pero, misteriosamente, nuestra amistad prendió en terreno fértil, creció vigorosa y rindió flores que nunca se agostarán. (...) Y vaya si lo conocí. Fue aquel conocimiento uno de los dones más hermosos que Dios me ha concedido; un don fulgurante como un tesoro cuyo brillo no se extingue jamás. Lo visité en su residencia, que era morada de hombre humildísimo, tan parco en sus hábitos como pródigo en sus afectos. Lo visité en repetidas ocasiones, para disfrutar de su conversación inigualable, retozona de sabidurías que no admitían esclusa. Don Eugenio era un atleta de la amistad, también un atleta del conocimiento verdadero, aquel que busca sus manantiales en la belleza de la fe. Hablábamos incansablemente de patrística, hablábamos de San Ireneo y de San Agustín como si fueran unos amigos muy queridos que de un momento a otro se fuesen a incorporar a nuestra reunión; hablábamos también de Chesterton, a quien don Eugenio me prometió promover en Roma, para que algún día lo pudiéramos invocar como San Gilberto; hablábamos de los libros europeístas de Benedicto XVI, a quien don Eugenio llevaba leyendo más de veinte años; hablábamos sin descanso, ignorantes de las manecillas del reloj, hasta que las palabras se convertían en una aleación de metal más resistente que el bronce, hasta que las palabras nos envolvían con su armadura intrépida. Don Eugenio era humanísimo y cordial, tan cordial que a veces el corazón se le salía del pecho, deseoso de ofrendarse; era magnánimo y muy delicadamente irónico; era jocundo y era grave según lo requiriese la ocasión; era un erudito que contaba sus erudiciones como si fuesen aventuras, paseos de la inteligencia por los paisajes más inefables, allá donde la nieve nunca se derrite, allá donde la hierba conserva el frescor del rocío.
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