Terminábamos el artículo anterior afirmando que un cristiano de evrdad no puede ser imbécil, por la sencilla razón de que la forma de pensar del imbécil o, por decir mejor, la secreción habitual de sus hormonas cerebrales, es el "pensar en contra", y así venir a ser carne de cañón para todos los simplismos, la sustancia pseudo-humana en la que parasitan las dictaduras. Ahora bien, ese "pensar en contra" y lo que lleva consigo -la renuncia a pensar-, está en los antípodas de la concepción cristiana del hombre, imagen de Dios, heredero de la gloria y de la dignidad divinas. Y eso en la doctrina católica más tradicional. S. Ignacio, que intuyó en más de un aspecto la decadencia de la Cristiandad occidental, tiene como pórtico de sus Ejercicios Espirituales un Presupuesto que no ha perdido un ápice de su actualidad: "que todo buen cristiano ha de ser mas pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla". Salvar la proposición del prójimo exige siempre un esfuerzo mental de comprensión. No se ama más que lo que se comprende. Cuando se apoya o se rechaza algo sin comprenderlo, ahí no hay ni amor ni odio, sino instinto ciego, más propio del animal o del salvaje -o del imbécil-, que del hombre. Si una cultura cristiana ha sido posible en Europa, se debe a que muchas generaciones de cristianos hicieron suyo, transformándolo desde la fe, todo lo que de valioso había producido la vieja civilización del Mare Nostrum, en un esfuerzo de diálogo y confrontación, muchas veces penoso y duro, pero rebosante de generosidad. Aquella actitud de un Clemente de Alejandría, de un Basilio, de Orígenes o de Justino, de los monjes irlandeses o de los hijos de s. Benito, tiene muy poco en común con el aislamiento hipócrita y misántropo de los cristianos, del lenguaje cristiano y de la vida cristiana en la Europa de los últimos siglos.
Esta afirmación inusual -que el ser cristiano y el ser imbécil son contradictorios-, hará reír a todos -y son legión-los que consideran a los cristianos como el más gregario y más fácilmente manipulable de cuantos grupos humanos en el mundo han sido. Si los cristianos de hoy - nosotros - damos abundantemente razón a esa estimación, eso no es motivo para poner en tela de juicio nuestra afirmación inicial, que se limita a traducir en román paladino un dato original de la más genuina tradición cristiana; lo único que se cuestiona es la calidad cristiana de nuestro supuesto cristianismo, responsable único de la descristianización de Europa.
Lo cierto es que casi todo el mundo -nosotros incluidos-da por supuesto que el cristiano es vulnerable a la lógica del imbécil. Esa lógica le sale al paso al creyente a todas horas, a veces como si fuera la única posibilidad realista, siempre como una trampa a su fe. Le es propuesta desde todas partes, dando por supuesto precisamente lo que nosotros negábamos: que el creyente por fuerza ha de ser imbécil, pues si no lo fuera no seria creyente. Otro supuesto tácito es que la voz cristiana, la voz de la tradición cristiana, no existe ni tiene autoridad alguna a la hora de plantear los problemas que acosan al hombre de hoy. Todo lo que el cristiano puede y debe hacer es comprar alguno de los productos que existen en el mercado, si es que el producto es compatible con sus convicciones personales, morales y religiosas.
Se podrían dar ejemplos mil. Bastará una pequeña muestra. El marxismo, por ejemplo, contiene un visión del hombre y del mundo inaceptable para un cristiano. Pero la mera oposición al mundo marxista no constituye por sí misma una opción cristiana, y hay quienes se oponen al marxismo desde categorías tan lejanas a las cristianas como pueda estarlo el estalinismo más puro. ¿Por qué, entonces, el cristiano habría de echarse ciegamente en sus brazos, sin establecer distancias, sin rechazar -con el mismo vigor con que se rechaza el marxismo- ciertas defensas de la propiedad privada, ciertas concepciones de la vida tan materialistas como las del marxismo, que provienen exclusivamente del egoísmo y de la defensa de unos intereses de clase? ¿Por qué la idea de solidaridad habría de ser patrimonio de la izquierda, cuando es imposible dar cuenta de la Encarnación del Hijo de Dios sin recurrir a ella?
Muchos movimientos pacifistas están manipulados. Muchos cristianos se niegan -con razón- a ser los cómplices o las víctimas de esa manipulación. Pero la forma de hecho que esa negación asume es terriblemente ambigua, cuando no fatal. El cristiano se pone abiertamente en contra de ellos o, sencillamente, se aliena de la problemática que suscitan, echando en ambos casos por la ventana lo bueno y lo malo que contienen. Y sin embargo, ¿hay alguien en el mundo con más motivos, y más claros, para promover honestamente la paz y la comunicación entre los hombres y los pueblos? Si Dios que entregó a su Hijo a la muerte de manos de los impíos para establecer la paz entre los cielos y la tierra tenía muchos menos remilgos que nosotros.
El interés por la ecología tiene en nuestro mundo unas raíces varias y complejas, pero lo cierto es que la bandera ecológica está, paradójicamente, en manos de ideologías que no ven en el hombre y en la naturaleza sino un producto de la evolución ciega, y que por lo tanto no tienen ningún motivo profundo para respetar ni al uno ni a la otra. De nuevo, el cristiano, que percibe tal vez la manipulación de unos deseos nobles por parte de determinados intereses políticos, se pone en contra de la marea ecológica o se desentiende de ella. De nuevo, en los dos casos, el cristiano no cae en la cuenta de que su postura apoya a otras ideologías que no ven en el hombre y en la naturaleza sino la infraestructura de la industria, y que en aras del "desarrollo" -el Molok moderno- abusan impunemente de ambos. ¿Sabe el cristiano acaso que la fe en la creación -en que el mundo es obra del amor de Dios; es un regalo de Dios para el hombre- tiene unas consecuencias prácticas? ¿Que exige una actitud por su parte de aceptación amorosa y agradecida, de un uso ordenado al fin de la creación? ¿Se le pasa por la cabeza que el abuso de la naturaleza, su explotación inmoderada o su destrucción innecesaria pueden ser una forma de insulto al Autor del regalo, una forma de blasfemia?
Los tres ejemplos que hemos escogido necesitan un tratamiento más extenso del que permiten estas páginas. En los tres casos, sin embargo, el chantaje operado sobre el cristiano mediante la varita mágica de la lógica del imbécil produce el resultado: ponerle de hecho en contradicción con la fe que profesa. Y como consecuencia el cristiano, por imbécil, viene a ser el aliado más eficaz de los enemigos de la fe, el instrumento más útil de su desprestigio. Las soluciones no serán fáciles, porque los problemas son complejos y porque hay que vencer un reflejo condicionado que tiene ya su tradición entre nosotros. Pero, pese a los riesgos que entrañe, es preciso abordar el problema, debatirlo, hacer un esfuerzo de lucidez que la fe y el honor de Jesucristo requieren. Basta ya para el cristiano de ser el tonto útil, la víctima quejumbrosa de sus propias inhibiciones.
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