Una Natividad revivida en la intimidad de un hogar campesino. La mirada de Jean-François Millet en el Cartel de Navidad del movimiento
Barbizon es una pequeña aldea situada sesenta kilómetros al sur de París, pero a mediados del XIX cubrir esa distancia era como pasar de un mundo a otro. Y aún más para un artista, que en la capital podía acercarse a todas las novedades tumultuosas y fascinantes que llevarían en 1874 a la revolución del impresionismo.
Para Jean-François Millet esa distancia no supuso ningún problema. De hecho, la consideraba una barrera protectora que le permitía concentrarse y sumergirse en lo que más le gustaba. En 1849 decidió establecerse en Barbizon con su esposa Catherine, con quien tendría nueve hijos. Se quedaría allí el resto de su vida. No fue el único artista que tomó esa decisión, pero si en general el interés de muchos de sus colegas se debió sobre todo a la fascinación por una naturaleza no contaminada, a Millet en cambio le preocupaba el factor humano. «Ellos [los críticos de arte parisinos] quieren obligarme a entrar en su arte de salón para quebrantar mi espíritu. No, ¡no! Nací campesino y campesino moriré. Digo lo que siento. Pinto las cosas como las veo», decía para explicar su opción de vivir en el campo. Y luego, de nuevo: «El aspecto humano es lo que más me llega en el arte».
La obra elegida para el Cartel de Navidad es emblemática de este enfoque. Es un dibujo realizado en 1867 y se llama Noche de invierno (lápiz pastel y negro sobre lienzo gris-marrón).
Millet no es un mero observador de una realidad que ciertamente admira; no le interesa ilustrar este mundo, está interesado en captar su espíritu profundo para convertirlo en la esencia misma de su pintura. Es realista y al mismo tiempo devoto: siente devoción por esa humanidad campesina que permanecía fiel a su tierra y a su propia historia. Observa cuidadosamente cada gesto, como el del padre ocupado en tejer una canasta, pero no persigue las minucias de los detalles como si documentara la condición social de quien tenía en frente. Ante su mirada no es, de hecho, la pobreza lo que define el estatus de esta familia, sino el peso consciente de un destino. De este modo, la obra absorbe dicha conciencia, en la esencialidad de la composición, tan simple y al mismo tiempo tan alta y perfecta en sus equilibrios.
Millet actúa por cercanía. Entra en la intimidad de este hogar campesino, establece una familiaridad, la escruta en su desnuda simplicidad. Es una escena real, pero asume una fuerza metafórica. No es una Sagrada Familia, pero está como investida por ese nexo seguro entre lo cotidiano y lo eterno que precisamente la familia de Nazaret experimentó y trajo al mundo. La misma luz del candil, punto de irradiación situado en el centro de la composición, justo encima de la cuna del niño, se hace eco de la iconografía de la Natividad. Una Natividad revivida en un hogar campesino de la Francia profunda en el año 1867.
El de Millet era un mundo antiguo que fascinaba a los modernos. Este lienzo fue encargado, de hecho, por un coleccionista estadounidense, Quincy Adams Shaw, un multimillonario propietario de minas de cobre en Michigan. Adams Shaw lo donó después al museo de su ciudad, Boston, junto con otras 53 obras de Millet que había adquirido estando el artista todavía vivo. Entre los modernos conquistados por Millet también está, por supuesto, Van Gogh, que descubrió al artista francés en junio de 1875, con motivo de una subasta de sus obras en París. Se trataba de obras que habían pertenecido a un coleccionista, mecenas arruinados. «Millet es Millet, el padre», le escribiría a su hermano Theo años más tarde. «Con él aprendes a mirar mejor y a encontrar “una fe”». Más tarde le tocaría a Van Gogh una tarea más arriesgada: la de catapultar el amor a la verdad de Millet a los horizontes inquietos de la modernidad. Lo hizo con la habilidad que conocemos y que también venía de ahí, de la experiencia de ser hijo.
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