Un mundo inmerso en la pandemia, una Navidad inédita para todos y «la gran pregunta sobre el encuentro con Jesús». Habla el nuevo Patriarca de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa
«Mi fe me sigue intrigando y perturbando. Lo que más me sorprende –en sentido positivo– es ver que también les sucede a otros. No solo a los cristianos. Hay encuentros que te cambian la vida». Monseñor Pierbattista Pizzaballa sonríe mientras mira al mismo tiempo hacia atrás, a sus treinta años en Tierra Santa, y adelante, a la nueva misión que le espera como Patriarca latino de Jerusalén. Una sonrisa que expresa el realismo desencantado propio de alguien que conoce bien la experiencia de una fe que requiere de carne, sangre, batalla, escucha y paciencia, más aún cuando se vive en la tierra donde nació Jesús. «En medio de tantas heridas, solo la espera segura de Alguien que viene puede dar sabor y gusto a la vida».
La pequeña ciudad donde todo comenzó, donde se hizo carne la salvación del mundo –«Caro cardo salutis», recordaba Tertuliano–, se prepara para vivir una Navidad inédita. Ni siquiera en los años más duros del conflicto sucedió que no pudiera llegar a Belén ni un solo peregrino. «Será una Navidad ciertamente íntima, pero quizás también por ello hermosa, por el hecho de que podamos reencontrarnos juntos como comunidad. Será el año en el que volver a empezar partiendo de nosotros mismos».
La misa del Gallo coincidirá también con la entrada solemne en Belén de monseñor Pizzaballa como Patriarca latino de Jerusalén. Cuando pensaba que su misión en Tierra Santa había terminado, el papa Francisco le pidió que se quedara para guiar a la pequeña comunidad católica repartida entre Israel, los territorios palestinos, Jordania y Chipre.
Comienza el Adviento de una manera inesperada. ¿Qué espera en lo más íntimo de su corazón?
Por un lado está la espera y por otro, las expectativas. Yo he entregado mi vida al Señor y, por tanto, el hecho de estar aquí y quedarme aquí hay que verlo desde esta perspectiva. Uno quiere encontrar al Señor, pero nunca lo encuentra de manera definitiva. El Adviento, con su invitación a la vigilancia y a la conversión, siempre nos plantea –me plantea– la gran pregunta sobre el encuentro con Jesús. ¿Cómo lo experimento yo ahora? La gran espera del Adviento se declina en múltiples pequeñas expectativas. Algunas te apartan de la gran espera, pero otras, en cambio, te ponen delante de este horizonte. Se trata de valorar cada caso. Este nuevo servicio que comienzo como Patriarca no cambia sustancialmente mi servicio. Cambia el cargo, cambia tal vez la perspectiva en el tiempo… Creo que lo primero que debo hacer es ponerme a la escucha ante el rebaño que se me ha confiado, una escucha crítica; y luego intentar situar sus expectativas bajo la perspectiva de nuestra relación profunda con Jesús, entender cómo orientarles y orientarnos hacia el encuentro con Él, que es el criterio fundamental de nuestra vida.
En el mensaje que escribió a su diócesis el día de su nombramiento como Patriarca decía que «quedarse es el verbo del amor verdadero, que se aprende en el Cenáculo y en Getsemaní». ¿Qué significa, pensando en tantas personas obligadas, por la pandemia, a quedarse encerradas en casa, aisladas, sin saber hasta cuándo?
Vivimos en una sociedad que corre, que tiene prisa, que lo quiere todo ya; se buscan resultados inmediatos, tal vez porque se tiene miedo de dar tiempo al tiempo. He querido leer este verbo, “quedarse”, teniendo presente el Cenáculo y Getsemaní, pero también las perplejidades y miedos de los discípulos después de la Resurrección, antes de Pentecostés. El verbo “quedarse” lo leo como el tiempo de la paciencia, no dominado por la pretensión de poseerlo todo. Hay que dejar que el tiempo nos haga comprender poco a poco lo que estamos viviendo y cómo lo estamos viviendo. Circunstancias como la pandemia, en las que se vive sin saber qué pasará la semana que viene, nos desorientan porque no logramos dar profundidad a las circunstancias de nuestra vida.
Entrar en la Basílica de la Natividad en estos tiempos es una experiencia que impresiona por el silencio en el que uno se adentra. Hay un vacío al que no estamos acostumbrados, pero que tal vez nos ayuda a entender qué es la espera de la Navidad, y el hecho de que vuelva a suceder en cada instante. Algo profundamente diferente de ese “tiempo en suspenso”, como han definido muchas veces este tiempo de pandemia.
La espera no es un vacío sino una plenitud. Es una manera de estar en la realidad. Vivir sin espera ni esperanza significa no dar ningún contenido a la vida. Hay que entender qué hay en esa espera. ¿A quién y cómo esperamos? La respuesta cristiana está clara: esa espera coincide con Jesús. Luego el cristiano la traduce en su vida ordinaria, donde esa espera es ya una certeza que da gusto y sabor a la vida. Dios ya se ha hecho carne y experiencia en mi vida, aunque no de manera plena y sí con muchas heridas. Todo depende de cómo se dispone mi corazón para esperarlo y buscarlo. Cuando se espera algo o a alguien, uno está vigilante, con todos los sentidos alerta; y en cuanto ve un signo de su llegada, lo nota enseguida. En cambio, si uno vive adormilado no nota lo que sucede alrededor.
Es que muchas veces llega como un “soplo”, casi imperceptible…
Sí. Por eso siempre hay que estar atentos, esperando a quien realmente queremos encontrar.
En la experiencia del Adviento nos acompaña la profecía de Isaías. Leída desde Jerusalén, su realización aún parece lejana…
En Adviento leemos a Isaías porque es el profeta de la esperanza. Isaías tenía ante sí un panorama desolador, una Jerusalén destruida. Cuando dice: «En este monte (…) aniquilará la muerte para siempre», en realidad ve ante sí un monte lleno de muertos. Todo depende de los ojos con que mires la realidad. Siempre. Aquí es igual. Si tú, delante de esta ciudad, solo ves el presente tal como está, con toda su crudeza, y no eres capaz de ir más allá, de soñar, de darte una perspectiva y una esperanza, te quedas parado y no reconstruyes la ciudad. La esperanza te permite proyectar y mirar adelante partiendo de lo que ya experimentas en tu corazón.
Usted también conoce muy bien y muy de cerca el mundo judío, ¿qué ha aprendido de su forma de esperar?
Si hay un pueblo que vive la espera, ese es el pueblo judío. La espera del Mesías, naturalmente, que luego se declina, según las diversas corrientes y pensamientos, de muchísimas maneras distintas. Es un pueblo que ha sabido llenar esa espera con la oración, el estudio. No es una espera vaciada de vida, sino llena de vida. Me ha enseñado mucho porque estar siempre a la espera suscita muchas preguntas sobre cualquier aspecto de la existencia. Sus preguntas me han ayudado mucho a replantearme mi lectura de Jesús, del Evangelio y también de mis propias expectativas.
El diálogo interreligioso es uno de los temas de la nueva encíclica del papa Francisco, Fratelli tutti. ¿Qué significa vivir en Tierra Santa la fraternidad de la que habla el pontífice? Usted también ha señalado muchas veces últimamente que este no es el momento de los grandes gestos.
Es verdad, lo reitero. No es el momento de los grandes gestos. Nuestro mundo, tan mediático, siempre está a la espera de grandes gestos que cambien el curso de los acontecimientos. Este no es el momento, porque los grandes gestos necesitan una visión, un carisma, un liderazgo que ahora parecen faltar. Es el momento de la siembra y de la espera del fruto. La siembra significa trabajar el terreno con las personas, las instituciones, con los que desean encontrarse, hablar y escuchar. No tendremos resultados inmediatos, pero es nuestra manera de vivir lo que dice el papa Francisco cuando habla de fraternidad y hermandad. Somos distintos, muchas veces ni siquiera tenemos la misma opinión ni la misma orientación política, pero compartimos la necesidad de hacer algo juntos por la comunidad en la que convivimos.
El encuentro de Abu Dabi, que el Papa menciona varias veces en su encíclica, ¿está favoreciendo la comprensión y la convivencia con el mundo musulmán? ¿De qué manera?
Una vez más, aquí también tenemos que dar tiempo al tiempo. Cristianos y musulmanes llevan sobre sus espaldas un pesado equipaje de estereotipos, prejuicios y dificultades mutuas. La historia nos ha dejado una herencia nada fácil de gestionar. Son situaciones que no cambian de un día para otro. Encuentros como el de Abu Dabi son gestos importantes porque ayudan a crear una cierta mentalidad. Con el tiempo ayudará a que vaya calando en nuestras escuelas cristianas y en las musulmanas este mensaje de acogida mutua y fraternidad, pero no podemos pretender que todo esto cambie en el arco de pocos años. Lo que debemos hacer es vivir ese mensaje en nuestra realidad territorial, poco a poco, de generación en generación.
¿Puede poner algún ejemplo de frutos que maduran tras una «siembra larga y paciente»?
He conocido muchísimas personas que, a pesar de todo, a pesar de tener opiniones completamente distintas, saben trabajar juntas. Por ejemplo, formo parte del Jerusalem Cultural Center, donde cristianos, judíos y musulmanes –israelíes y palestinos, religiosos y laicos con orientaciones políticas diferentes– hacen cosas juntos, como enseñar árabe a los empleados israelíes para que puedan interactuar mejor con el público árabe, revisar los manuales escolares, prestar ayuda para obtener permisos. Son cosas muy prácticas donde se encuentran mutuamente, porque todos pertenecemos a Jerusalén y queremos hacer algo juntos. También organizamos encuentros entre religiosos cristianos, judíos y musulmanes para leer y debatir juntos sobre ciertos pasajes bíblicos o de la propia tradición religiosa. Son gestos sencillos, pero que no se pueden dar por descontado en un contexto en el que se tiende a utilizar la religión como anzuelo para buscar un conflicto. Hay otras muchas asociaciones que promueven iniciativas parecidas, sin una perspectiva política –y en este momento tal vez sea mejor dejar la política a un lado–, pero con la conciencia de pertenecer unos a otros.
Usted ha dicho que en treinta años «Tierra Santa ha cambiado muchísimo, y también he cambiado yo. Mi fe está más desencantada». ¿Todavía hay algo que le sorprenda?
Mi fe me sigue intrigando y perturbando (se ríe). Lo que más me sorprende –en sentido positivo– es ver que también les sucede a otros. Hace poco me encontré con una amiga judía, religiosa, a la que había perdido la pista y con la que solía leer el Evangelio en mis tiempos de estudiante en la Universidad hebrea de Jerusalén. Esas lecturas en común me cambiaron mucho y ahora sé que también le cambiaron a ella. Sigue siendo una judía observante, pero desde entonces dedica gran parte de su tiempo a los encuentros interreligiosos, y ahora también visita localidades árabes para comprender mejor su situación. Me sorprende ver cómo estos encuentros te cambian, te suscitan una cierta inquietud que no querrías tener pero tienes, una inquietud que te intriga y al mismo tiempo te perturba, pero tal vez esa sea la manera más verdadera de estar en Jerusalén…
Saldrá de Jerusalén hacia Belén el 24 de diciembre para celebrar la misa del Gallo. Ir físicamente significa atravesar cada vez el muro de separación, enfrentarse a la legítima espera de la paz y la libertad por parte de los palestinos. ¿Pero se puede ser libre al otro lado de ese muro?
Me temo que mi respuesta puede sonar un poco teórica porque los palestinos deben amortiguar esa espera de paz y libertad en las humillaciones diarias de los puestos de control, donde los derechos que deberían tener como personas se ven siempre pospuestos. Además, yo soy italiano. No vivo esa realidad en mi propia piel. Debo intentar identificarme con ellos todo lo que pueda, sabiendo que nunca seré ni palestino ni israelí. Debo escuchar mucho e intentar llegar a ser la voz de esta población. Pero, al mismo tiempo, siento que debo invitar a mi comunidad a no vivir a plazos, sino a vivir plenamente –incluso en estas condiciones– nuestra alegría y nuestro derecho a la vida. Con la crisis sanitaria y económica, agudizada por la pandemia, resulta aún más difícil hablar de esperanza a los cristianos. Pienso especialmente en los de Belén, que viven de los ingresos del turismo y las peregrinaciones. Desde el pasado mes de marzo todo está parado y estas familias no tienen para comer. Pero me reconforta ver la fe sencilla de mucha gente que, a pesar de todo, quiere encontrar la manera de celebrar, de estar juntos y ayudarse mutuamente. Por ejemplo, me ha llamado la atención algo que pasó en agosto, cuando el puerto de Beirut sufrió una explosión que provocó una grave emergencia en un país que ya estaba al borde del colapso. Como Iglesia, quisimos ofrecer un signo de solidaridad a los libaneses. Las parroquias más pobres fueron las más generosas. Los jóvenes palestinos de Cisjordania –en su mayoría desempleados y sin dinero para cubrir sus gastos académicos– recogieron, ellos solos, más de treinta mil dólares. Es una cifra enorme para ellos. Un signo precioso que muestra que no viven replegados en sí mismos. Ante la necesidad de sus hermanos libaneses, se abrieron a la caridad.
Para la pequeña comunidad de Belén será también la primera Navidad sin peregrinos.
Sin duda será una Navidad muy íntima, con los cristianos de Belén y de los pueblos vecinos. Ya que estamos solos, juntémonos. La Navidad en Belén muchas veces hace que te distraigas un poco, hay muchas necesidades, muchas ocasiones, gente del mundo entero. Este año será la ocasión de volver a empezar partiendo de nosotros mismos.
¿Cuál es su deseo de Navidad para un mundo tan golpeado por la pandemia?
Esta situación nos está enseñando que debemos volver a lo esencial. Nos hemos dedicado a muchísimas cosas y tal vez debamos pararnos a preguntarnos qué es lo realmente esencial en nuestra vida. Lo que quiero decir a todos es que celebramos una certeza, una realidad que ya está en medio de nosotros: Jesús irrumpe dentro de nuestra carne. Debemos aprender a darnos perspectivas amplias y fundar nuestra vida sobre lo que permanece.
¿Eso ayuda a vencer el miedo?
Siempre tendremos un poco de miedo porque estamos hechos de carne y hueso. Pero si nos ponemos a la escucha del Espíritu y de la vida eterna que ya vive en nosotros, entonces el miedo al menos quedará redimensionado.
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