Todos los sábados por la tarde un grupo de seminaristas hace caritativa en una residencia de ancianos en el barrio de la Magliana de Roma. He aquí el testimonio de uno de ellos
«¿Cómo está, doña Lina?». «Con un pie a aquí y uno allí». Tiene 96 años y responde siempre así. Con una pincelada describe la vida en la residencia, donde todo transpira precariedad. Para estos ancianos cada instante podría ser el último. Ellos lo saben, incluso los que están menos lúcidos. Y es muy triste. Sobre todo, para quien, como la mayor parte, está solo. Para todos los hombres la vida se puede interrumpir de un momento a otro. Pero nadie lo piensa. Todos mueren y todas las relaciones están destinadas a terminar. ¿Es por tanto un engaño lo que nos impulsa a amar a nuestros hermanos? No. Porque en la tierra nosotros sólo vemos el principio de la relación. Continuará en el Paraíso. Allí nos volveremos a ver todos y estaremos juntos para siempre. Es una certeza que libera. En el Paraíso volveré a ver a Giuseppina, a quien no he visto al volver de vacaciones. Podré abrazarla, a ella, que tenía miedo cuando alguien se acercaba. Ha estado en cama sus últimos siete años. Nunca la he oído quejarse. Prefería hablarme de su provisión de dulces, que tenía guardados bajo la almohada (en verano el chocolate se deshacía y manchaba las sábanas). Ahora, estoy seguro, está rezando por mí y por mi vocación. Yo también rezo cada día por ella, para que el Señor la tenga cerca. Y rezo por Dante, por Jone y por la espléndida Concetta, que ahora, con su colección de papel higiénico en la bolsa de plástico blanca, pasea por el pasillo del Cielo. En este sitio he aprendido que se puede amar lo que no dura sólo en nombre de lo que dura y he entendido que el sufrimiento tiene valor. Los enfermos, las personas que sufren son Cristo en persona, Cristo que muere en la Cruz por mí. Dios ha pensado así el mundo, uniendo nuestras existencias. En este designio, los ancianos tienen una tarea especial. Una de ellas es perfectamente consciente de esto. Se llama Ana y tiene una enfermedad que le impide estarse quieta, como si tuviera un muelle dentro. Y, sin embargo, está siempre sonriente, dispuesta a ayudar a los demás. Junto a Giulia, ha sido siempre el alma de la venta benéfica para ayudar a los pobres de Mozambique: una pequeña mujer enferma, confinada en una residencia, que vive una responsabilidad para con todo el mundo. La miras y parece que brilla, como por un íntimo y luminoso motivo de gozo. Nuestros superiores nos repiten a menudo que cada persona, hasta el último instante de su vida, es digna de recibir el anuncio de Cristo. Entonces nosotros, en cuanto tenemos oportunidad, hablamos de Jesús, de nuestra relación con Él, de la vida en el seminario. Ellos nos escuchan atentos. A Fernanda, que se quejaba de un fuerte dolor de huesos, le pedí que dijera una oración por mí cada vez que tuviera ganas de despotricar. Estaba contentísima y me hizo escribir la intención en una hoja. Creo que la perdió un minuto después. Pero el Señor ha visto todo y se acordará de su propósito. Del mismo modo que no se olvidará del tiempo que Lucía ha pasado bordando un mantel para nuestro altar. Ella estuvo trabajado todo el verano y, en septiembre, me enseñó su obra maestra. ¿No ha servido al Señor así? ¿No se ha preparado un poco para encontrarse con Él? En el fondo, de nada sirve nuestra vida más que por esto. El Señor dona la vejez para que nos demos cuenta.
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