Lin Kuai Min tenía 18 años cuando su mejor amigo murió de repente. «Pero si la amistad, incluso la más bella, es una simple ilusión destinada a desaparecer –concluye–, entonces no vale la pena ser amigo de nadie». Así, decide ir por su cuenta, con su dolor y su rabia. Se matricula en la facultad de Filología en la universidad de Taipei para estudiar italiano. Pero, por decisión propia, no intima con nadie: se queda en la última fila y después de clase vuelve a casa. Su aislamiento sigue adelante hasta que Andrea, un profesor de CL, empieza a relacionarse con él. Un día lo invita a la Escuela de comunidad. Lin Kuai Min empieza a ir siempre porque en ese lugar, dice, «se habla de la amistad como algo que no acaba nunca. Y a mí las cosas destinadas a morir no me interesan». El tercer año de universidad lo pasa en Italia, en Perugia, y sigue alternando con la gente del movimiento, hasta el día en que Paolo Desandrè, sacerdote de la San Carlos, lo acompaña a visitar Roma. Cuando Lin Kuai Min ve la famosa pintura de Caravaggio La vocación de san Mateo, se queda en silencio media hora con la mirada fija en el cuadro.
Al salir de la iglesia de San Luis de los Franceses, este joven taiwanés mira a Paolo y le dice: «Lo he entendido: la luz que va de Jesús a Mateo es nuestra amistad». Lin Kuai Min hoy se llama Vincenzo: este es el nombre de bautismo que eligió hace tres años en honor a otro pintor, Vincent Van Gogh, el único capaz de transmitir con sus cuadros el mismo dramatismo que vivió él en esa etapa de gran soledad y desilusión.
Las primeras personas del CL que llegaron a Taiwán fueron Maurizio (“Icio”) e Isa, en 1991. En el 96 empezaron a enseñar italiano en la universidad. A través de ellos Giovanna y Simona (estos son los nombres de bautismo de dos taiwanesas) encontraron la fe y el carisma de don Giussani. Después llegaron dos italianos más, Andrés y Cecilia. Estuvo también unos meses Marco, el profesor gracias al que cambiaron las vidas de Julie y su hija Penny.
Los de la San Carlos vivimos de forma estable en Taipei desde 2001. Durante estos seis años nuestra historia ha sido una sucesión de encuentros con la gente que vive en “la isla que no existe”, un país que no puede ser reconocido políticamente por el resto del mundo y que está en peligro constante de sufrir un ataque militar por parte de China, la Madre Patria, que no acepta ni siquiera la idea de una independencia formal. Un país en el que conviven las milenarias tradiciones familiares chinas y los nuevos ideales propuestos por el mundo occidental y consumista. Vivimos en las afueras, en una parroquia inmersa en uno de los mercados chinos más típicos, un hervidero de gente ruidosa y que no se detiene nunca, donde Paolo Costa, el párroco, tiene que empezar siempre la catequesis desde la base. Por eso estamos presentes en la universidad, donde dos de nosotros, Paolo Costa y Paolo Cumin, enseñan italiano. Por este motivo yo me he trasladado aquí, decidiendo empezar el largo camino de aprendizaje del chino. Y por eso estamos ultimando también la ardua empresa de traducir El sentido religioso de don Giussani a la lengua de este pueblo: para dar testimonio de Cristo también a esta gente, que vive a las puertas del más misterioso e impermeable país del mundo; Cristo es la respuesta a la petición del corazón de cada uno, presente hoy en los sacramentos y en la compañía de la Iglesia. Y nos sorprende una y otra vez descubrir cuánta verdad hay en esto: hace un mes, en la Escuela de comunidad en casa de Carlo y Pina (viven aquí desde 2004 con su familia), Steve, de 50 años, amigo nuestro desde hace más de dos años, nos dijo que quería recibir el bautismo. Y a Naomi, joven mamá japonesa, se le iluminó la cara: «Yo también lo quiero, para mí y mis dos hijos. Porque vuestra amistad me ha curado, y éste es el primer milagro que Jesús ha hecho en mi vida».
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