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Lugi Giussani
¿Se puede vivir así?
Encuentro (nueva edición)
pp. 320 – E 21,00
Las conversaciones que recoge este libro son diálogos vibrantes que nos permiten descubrir la vida como vocación. Reproducen un año de encuentros entre el autor, Luigi Giussani, y un centenar de jóvenes decididos a comprometer su vida con Cristo en una forma de dedicación total que la Iglesia llama “virginidad”. Un libro en el que el genio del autor brilla especialmente, en un recorrido humanamente razonable y atractivo a través de los conceptos principales que describen la existencia cristiana: fe (libertad, obediencia), esperanza (pobreza, confianza) y caridad (sacrificio, virginidad). «En este camino, a medida que lo recorráis, estáis destinados a encontrar, a descubrir y a comprender aquello para lo que está hecha vuestra vida. Por eso es razonable empezar, porque es razonable todo lo que corresponde al deseo de la vida».
«¿Por qué Dios se entrega a mí? ¿Por qué se dona a mí creándome, dándome el ser, es decir, a sí mismo (se da a sí mismo, esto es, me dona el ser)? ¿Por qué, además, se hace hombre y se me da para hacerme de nuevo inocente –como dice el canto: «En esta alegría de Pascua nos hace de nuevo inocentes») – y muere por mí (lo que no era en absoluto necesario: bastaba con un chasquido de dedos y el Padre habría tenido que actuar)? ¿Por qué muere por mí? ¿Por qué este don de sí mismo hasta el extremo de lo concebible, más allá del extremo de lo que se pueda concebir? …es bonito descubrir esta piedad en el Evangelio, por ejemplo, cuando una tarde al ver su ciudad desde la colina, lloró por ella, pensando en su ruina. Aquella ciudad lo mataría algunas semanas después, pero esto a Él no le importaba. Y justo antes de que lo prendieran, frente al esplendor del oro del templo iluminado por el sol que se ponía, edákruse, dice el texto griego, sollozó ante el destino de su ciudad. Era una piedad como la de una madre que se aferra a su hijo para no dejarlo ir por el camino mortal que tomaría. Era el rebosar de una piedad, de una compasión desbordante. Dios se conmueve por nosotros» (pp. 236-242).
César A. Franco, José Miguel García
Pasión de Jesús según San Mateo y descenso a los infiernos
Encuentro 2007
pp. 248 – E 20,00
Este nuevo volumen de la colección Studia Semitica Novi Testamenti se centra en textos de la Pasión de Jesús en Mateo que han suscitado mucho debate. Excepto el que se refiere a Barrabás, pertenecen al material propio de Mateo, que ha sido estudiado con interés por quienes destacan su finalidad teológica, su creatividad literaria, o simplemente lo peculiar de su tradición de la Pasión de Jesús. El carácter popular de las escenas propias de Mateo ha servido para negar su historicidad, como si el evangelista, para animar el más sobrio relato de Marcos, hubiera introducido creaciones propias, inspiradas en algún texto de la Escritura o en relatos populares sin arraigo en la historia, que dieran dramatismo o añadieran ciertas dosis de curiosidad al conjunto de la historia. Se niega, por ejemplo, la historicidad del relato de la mujer de Pilatos o la de los guardias en el sepulcro, que se explica como una «leyenda apologética» creada por los cristianos para defenderse de la acusación de haber robado el cuerpo de Cristo. El material propio de Mateo queda, pues, envuelto en la niebla de la leyenda o del relato edificante, como ocurre con la adoración de los Magos y la huida a Egipto, que estudiamos en la introducción dedicada a la lengua de Mateo. Al esclarecer los problemas lingüísticos resulta sorprendente, sin embargo, que los textos nos sitúan en la historia de los acontecimientos y revelan el interés histórico y teológico que Mateo ha tenido al componerlos o al incorporar sus tradiciones, fidedignas desde el punto de vista histórico, a su propio relato. El evangelista no nos ofrece vagos recuerdos de tradiciones populares sino los hechos mismos que forman parte de la trama de la Pasión del Señor y que, a nuestro juicio, fueron escritos en arameo. También en esta lengua fueron redactados los textos primitivos que hacen referencia al descenso de Cristo a los infiernos, artículo de fe que profesamos en el Credo, y cuya comprensión nada tiene que ver con las pintorescas representaciones a que ha llevado una falsa comprensión de dichos relatos.
Joseph Pearce
Escritores conversos. La inspiración espiritual en una época de incredulidad.
Palabra 2006
pp. 592 – E 29,00
Apasionante miscelánea de la conversión al catolicismo romano de una sorprendentemente extensa pléyade de escritores ingleses durante el convulso siglo XX.
Joseph Pierce hace una labor de titanes para mostrar la obra literaria y el proceso de conversión de tantos escritores, destacando las relaciones e influencias que se dieron entre unos y otros. El subtítulo es cuando menos provocador: “la inspiración espiritual en una época de incredulidad”. Y a pesar de ser un libro provocativo, su lectura es deslumbrante. Los escritores que desfilan por estas páginas tienen tres cosas en común: su origen británico, todos vivieron parte de su vida en el siglo XX, y cada uno recorrió un camino espiritual que le condujo al cristianismo. Algunos son conocidos, como G.K. Chesterton, Oscar Wilde, Evelyn Waugh o sir Alec Guinness; otros en cambio quizá no lo sean tanto para un lector de lengua castellana. Bien podría resumirse la actitud de todos estos intelectuales en unas palabras de la escritora de origen escocés Muriel Spark, en una entrevista con Malcolm Muggeridge: «Me hice católica porque aquello me explicaba». La necesidad de encontrar un sentido que diera razón de la propia existencia personal fue para todos ellos un motivo para salirse de las ideas subjetivistas dominantes y aproximarse a la Iglesia. Al convertirse, no sólo reconocían la verdad en Jesucristo: dejaban atrás una “tierra baldía” habitada por “hombres huecos”, según el símil de T. S. Eliot que tanto influyó en su generación. El propio Pearce, converso él mismo, deja hablar maravillosamente a sus biografiados, dirigiendo la escena con absoluta delicadeza y con un admirable tino para resaltar virtudes y defectos, consiguiendo momentos de enorme emoción y la total complicidad del lector. Pearce analiza la trayectoria de los diferentes escritores conversos, las influencias recibidas y el círculo de amistades y conocidos que poco a poco fueron cambiando su manera de ser y de pensar y compartieron sus inquietudes y creencias. Múltiples personajes que encontraron en la verdad del cristianismo el soporte y la claridad necesaria para avanzar en su madurez, a pesar de los dramas personales y del padecimiento de dos guerras mundiales que los marcaron profundamente.
Léon Bloy
Exégesis de los lugares comunes
(Traducción de Manuel Arranz)
Acantilado 2007
pp. 376 – E 24,00
Pasado de moda y a la vez moderno, el francés Léon Bloy (18461917) sostuvo la mayor parte de su vida un pulso con la pobreza –la propia y la ajena– y el representante supremo de su antítesis, es decir, el que sabe arreglárselas, aquel que goza de una vida desahogada, en una palabra, lo que él llama el “burgués”. Bloy sabía que la verdadera fuerza del burgués residía en su lenguaje. Esa lengua automática, uniforme e intercambiable como las monedas que atesora. Las frases hechas que salían sin cesar de su boca eran como metálicas losas con las que se amurallaba ante el abismo (¡y cómo amaba Bloy el abismo!). El fogoso escritor hundió su afilado cuchillo en la lengua del hombre corriente. El resultado, cien años después, es todavía impresionante. Léon Bloy despliega toda su intuición e inteligencia para “explicar” 183 frases hechas, en la primera entrega, y 127, en la segunda, que data de 1913. Alguna vez destripará el lugar común hasta demostrar su vacuidad, a veces se negará a la interpretación y dejará volar su ironía, como en comentar “hacer el amor” o “no hay más Dios que el dinero”. La situación no ha cambiado mucho desde entonces, pues leyendo estos comentarios comprendemos con estupor de qué manera los lugares comunes se han adueñado de nosotros, burgueses todos. El mejor elogio que se puede hacer al burgués, según Bloy, es que “tiene un corazón de oro”, y por eso nadie puede confundirlo, impresionarlo, conmoverlo. No nació ayer, ni se llevará el dinero a la tumba, pero eligió una carrera, hizo las cosas como Dios manda y dejó un porvenir a sus hijos: frases simples y abismales con las que ir tirando.
J. R. R. Tolkien
Los hijos de Húrin
Minotauro 2007
pp. 350 – E 20,00
En España, la demanda de las librerías ha desbordado la mejor de las previsiones. Se trata de un relato que comenzó a escribir en 1918 y en el que trabajó toda su vida, sin conseguir verlo publicado. Esta historia trágica de amores imposibles, maldiciones y guerra entre la luz y la oscuridad aparece de forma parcial y troceada, tanto en prosa como en verso, en El Silmarillion, los Cuentos inconclusos y en diversos volúmenes de la Historia de la Tierra Media, así como en borradores inéditos. El hijo de Tolkien, Christopher, ha trabajado 30 años en la edición de ese material para presentar el cuento como una obra completa e independiente. Muchos fragmentos van a ser reconocibles para los seguidores más doctos, pero también hay algunos que no fueron publicados anteriormente. «Pensé que sería bueno presentar la versión larga de Los hijos de Húrin entre sus propias pastas, con un mínimo de presencia editorial, y sobre todo con una narración sin espacios ni interrupciones, siempre que pudiera hacerse sin distorsión ni artificio, dado el carácter inacabado en que mi padre dejó algunas partes del relato». La pregunta es obvia: ¿cuánto hay del padre y cuánto del hijo en esta versión definitiva? «El texto está completamente basado en las palabras del autor, dejando aparte remodelaciones menores de naturaleza gramática y estilística», aclara uno de sus nietos, Adam Tolkien: «El trabajo de Christopher ha sido producir un relato que es testimonio fiel de los escritos de su padre, usando multitud de fuentes distribuidas a través de décadas».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón