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Huellas N.5, Mayo 2007

CL - 24 de marzo

Testigos de un atractivo vencedor

En estas páginas de Huellas, las reflexiones de algunas personalidades que participaron en la audiencia con Benedicto XVI como un gesto de amistad hacia el movimiento. Un mosaico de encuentros e historias imprevisibles que llevaron el 24 de marzo a la plaza de San Pedro, entre los cien mil asistentes, a dos empresarios, un periodista –y otro más, a distancia, por la retransmisión en directo de Rete4–, dos intelectuales musulmanes, y un grupo de presos y sus agentes de seguridad

Wa’il Farouq
Profesor de Lengua árabe y de Historia y Filosofía islámica en El Cairo
Un paso más hacia vosotros
Del encuentro con Su Santidad el Papa Benedicto me llevo en el corazón tres cosas que quiero comentar.
1. La trascendencia que ha tenido para mí el que me hayáis invitado a participar en ese gesto, a compartir la vida de personas queridas, la vida de una persona muy querida. Quien conozca la cultura árabe puede tal vez comprender mejor lo que supone para mí el que unos amigos me inviten a compartir lo más importante de su vida.
2. El estremecimiento que he experimentado al ver y escuchar al Papa personalmente, este hombre de alma cándida como la de un niño. Por hacer una comparación, ha sido como cuando vi por primera vez en la Capilla Sixtina El Juicio Universal de Miguel Ángel, una obra que me gustaba desde hacía mucho tiempo pero que conocía solo por fotos y reproducciones de libros.
3. Tomar conciencia sólo es posible dentro de una relación. Por ello el encuentro que he tenido me permite comprender mejor nuestra amistad. Haber participado en la audiencia supone un paso más en el camino de identificación con vosotros, me permite leer toda mi historia y mi cultura con ojos nuevos.

Oscar Giannino
Director de Libero Mercato
Ese encuentro casual con don Giussani
El pasado 24 de marzo me hallaba también yo con todo el movimiento en la plaza de San Pedro. Bajo una lluvia a ratos copiosa, apoyado en mi bastón. A decir verdad, hice caso a la lluvia sólo al final, pues no me molestaba. Sólo le presté atención cuando terminó el encuentro con el Papa. Tal vez porque alguien a mi lado, el presidente de la BPM Roberto Mazzotta, tuvo la gentileza de ofrecerme un paraguas. Durante toda la ceremonia, antes incluso de que empezara, y después, mientras don Julián Carrón recordaba a todos el significado del encuentro en el vigésimo quinto aniversario del reconocimiento pontificio del movimiento, en mi mente se fundía la invitación a todos nosotros a “hacernos mendigos” en el mundo, con el recuerdo absolutamente indeleble de mi primer encuentro cara a cara con don Giussani. Un encuentro tardío, a decir verdad. No hace muchos años me puse a leer todo lo que encontraba de don Gius, libros y transcripciones de introducciones a seminarios históricos de GS y del movimiento. Sería demasiado largo dar una explicación a este respecto, y no sé si sería interesante.
Dejémoslo así. Yo crecí en una cultura ferozmente laica. Pero esto no dice demasiado. No sería justo decir “laicista”, como se usa hoy en día desde que la política ha dividido al país por cuestiones de legislación familiar. En el sentido de que ni siquiera “laicista” daría cuenta de la dureza de mis convicciones desde la preadolescencia hasta más allá de los veinte años. A la edad de catorce años me afilié a un partido político, no solo porque estaba fascinado por el rigor y la intransigencia moral de su dirigente –se trataba de Ugo La Malfa, y os puedo asegurar que en 1974 los catorceañeros hacían otro tipo de elecciones–, sino también, si es que no en primer lugar, porque a mis ojos ese era históricamente el mejor partido y el que más heredaba el anticlericalismo que había alimentado a una buena porción del Risorgimento italiano. Era el anticlericalismo de las leyes Siccardi y de la escuela laica estatal, de la expropiación del patrimonio eclesiástico y de la prohibición de las asociaciones. Porque, en efecto, yo era anticlerical, y en los campamentos de verano de la federación juvenil –entonces era normal, ahora nos produciría risa imaginar a los adolescentes de Italia realizando seminarios sobre el pensamiento de Ugo La Malfa en las tiendas de campaña– pasábamos por las noches cerca de seminarios y conventos entonando canciones-protesta como aquella de «quemaremos las iglesias y los altares, quemaremos los palacios y los alcázares, con los intestinos del último cura ahorcaremos al papa rey»… bueno, os ahorro lo que sigue, es todavía más truculento.
Pero tengo que decir que, afortunadamente, desde hace algunos años ni siquiera me produce risa, como me pasaba al principio. Tampoco inspira en mí un sentimiento de autoindulgencia. Porque debéis saber que ese extremismo anticlerical no era en realidad una tenaz convicción antiliberal –bastaría esto para hacerme desdeñarlo hoy–, era algo mucho más anclado en la formación de mi carácter y en la evolución de mi personalidad. Llevaba en mí una marca “privada”, y no pública o política: el extremismo antieclesiástico. Era la reacción que comenzó a formarse en mí desde niño ante la fortísima fe que mi madre profesó y vivió todos los días de su existencia, desde que yo recuerdo. Una fe anclada en la Iglesia como comunidad de salvación y redención, con pleno respeto de la doctrina y del magisterio de la jerarquía; pero también, y sobre todo, una fe que ante mis ojos de precoz devorador de lecturas parecía demasiado ingenuamente popular, con todos aquellos Rosarios y aquellas oraciones a la Virgen, al Corazón de Jesús y a todo el calendario de los santos. Me parecía que la fe popular de mi madre era demasiado fatalista y sumisa, demasiado poco convencida de aquello que la voluntad y la tenacidad individual pueden hacer para cambiar este mundo y sobre todo las vidas de cada uno de nosotros. Por eso mi reacción fue crecer como una hiedra que trepaba por la pared del “no” a la Iglesia y a sus ministros. No ayudaba tampoco el hecho de que la familia de mi madre hubiese dado en cada generación por lo menos una vocación a la Santa Madre Iglesia. Porque desde niño, al viajar por el mundo y asistir a las desigualdades de renta y de cultura verdaderamente terribles en algunas áreas del planeta, no conseguía conciliar lo que veía con la vida de nunciatura apostólica en la que se desplegaba, en cambio, la misión del hermano de mi madre, que estaba en la secretaría de Estado.
Pero abrevio. A comienzos de los años noventa mi vida cambió. Profundamente. Digamos que algunas cosas que habían ido mal me indujeron a reflexionar en profundidad sobre la presunta coherencia en la que había creído inspirar mi vida pública –había sido durante años portavoz nacional de un partido político y miembro de su dirección– y también mi vida privada. Fue una reflexión que duró algunos años, y que hice del único modo que sé, es decir, leyendo como un obseso. También leí el Libro, que, gracias al feliz encuentro con un profesor del liceo, retomé en mis manos con un espíritu bien distinto al que tenía en mi juventud, cuando únicamente me apasionaban la Formgeschichte y la exégesis textual de escuela cullmaniana y bultmanniana. Me encontré con algo bien distinto en el hecho de que Joshua ben Joseph se hiciese hombre y carne sufriente. Pero no estoy escribiendo aquí sobre mi recorrido con respecto al misterio de Cristo, sino sobre don Giussani, aunque no habríais comprendido nada del encuentro si no os hubiese aburrido un poco con las premisas.
Justamente en los años en que meditaba día tras día, y muchas de las cosas que había pensado y hecho se presentaban ante mí con una luz totalmente distinta, aquellos amigos con los que me encontraba de vez en cuando en Roma desde los tiempos en que compartimos el liceo turinés me dijeron que era posible conocer a aquel don Giussani del que leía todo lo que encontraba. Y el encuentro se produjo, más por casualidad que por necesidad, puesto que no había ninguna cita fijada, y yo mismo tenía un compromiso improrrogable que se suspendió en el último momento.
Duró tan solo unos pocos minutos. Pero fueron de esos minutos que se te quedan grabados. Estoy seguro de que mis amigos –esos contra los que competía en las elecciones del liceo, naturalmente, y contra los que había seguido polemizando en los años en los que hacían il Sabato, ¡qué ironía del destino y qué potencia de la capacidad de mirar de nuevo la propia vida con la distancia del tiempo!– le habían hablado de mí a don Giussani. En aquellos momentos era subdirector de una revista mensual que estaba a punto de convertirse en semanal, y escribía sobre la Iglesia y los católicos en el mundo de bien forma distinta a como lo había hecho en el pasado. Pero don Giussani no me habló de eso, sino de mi madre. Para mi sorpresa. Hasta el punto de dejarme sin palabras, enormemente turbado. Me dijo que su madre se llamaba como la mía, y que a las madres había que escucharlas, con el corazón y la mente abierta a las lecciones de vida que cada día nos expresaban en sus acciones, pensamientos e incluso omisiones. Tal cual, de forma dulce y a la vez paternal, sin insistencia, pero al mismo tiempo yendo derecho al corazón. Con la sonrisa en los labios y ese tono a la vez modulado y decidido que todos vosotros conocéis mejor yo.
En aquel momento me pareció una singular coincidencia. Pero no me libré de la carcoma interna que experimentaba hasta que, meses después, mantuve una larga conversación con mi madre sobre su fe, sobre mis opciones de tiempos atrás, sobre la profundidad de un compromiso ciertamente dirigido, como decía don Gius, a la vida eterna, pero con la experiencia del ciento por uno aquí, entre los hombres y mujeres, para ellos y junto a ellos. Sin olvidar ni un solo segundo el valor de llevar esta opción a cada rincón de nuestra vida, de nuestro trabajo y de nuestro amor cotidiano.
Me he extendido demasiado. Perdonadme. Pero pensaba en todo esto bajo la lluvia en la plaza de San Pedro. Y no dejaré de dar gracias de corazón a don Giussani mientras viva en esta tierra.

Lamberto Cardia
Presidente de CONSOB (órgano de control del mercado bursátil italiano)
El encuentro con un gran Papa
La audiencia me produjo una fuerte impresión. La plaza de San Pedro estaba abarrotada de fieles para la conmemoración de don Giussani. El día estaba gris. Llovía. Vi al papa Benedicto XVI atravesar la muchedumbre bajo la lluvia. La atmósfera estaba llena de tensión espiritual. En la plaza aleteaba un fervor religioso difuso e intenso, casi tangible. El Papa vino hacia nosotros y se detuvo durante algunos instantes... fue una experiencia que no olvidaré. Sin embargo no era la primera vez que tenía el privilegio de encontrarme con él. En el Duomo de Milán, con ocasión del funeral de don Giussani, había escuchado hablar al cardenal Ratzinger y me había quedado impresionado y fascinado por sus palabras. Tanto es así que cuando volví a casa le dije a mi mujer y a mi hijo: «Creo que he visto al próximo Papa». Ambos se quedaron sorprendidos y me preguntaron bromeando si había tenido una visión. Pero no era una visión. Era un fuerte presentimiento, porque había escuchado hablar a un hombre de una altura tal que pensé que él estaba predestinado a guiar la Iglesia después de Juan Pablo II.

Matteo Colaninno
Vicepresidente de Confindustria y presidente de los Jóvenes empresarios de Confindustria
Una sintonía muy profunda
Participé con gran emoción en la audiencia en la que Su Santidad Benedicto XVI quiso celebrar los veinticinco años del reconocimiento de la Fraternidad de Comunión y Liberación, exaltando el valor y el carisma de don Giussani y su capacidad de volver a proponer la experiencia cristiana de un modo nuevo, en completa sintonía con la realidad contemporánea.
Como joven empresario y como hombre percibo una sintonía muy profunda con los valores que inspiran el mensaje pastoral del Santo Padre. Son valores que, con profundo respeto, hemos tratado de poner en práctica en esa visión de la “economía del hombre” que desde hace años promueve el movimiento de los Jóvenes Empresarios en el corazón del sistema empresarial y en la sociedad.
Espero sacar provecho de la alta invitación que el Papa nos ha hecho con ocasión de esta audiencia de no «apagar los carismas», en un momento histórico en el que tenemos una fuerte necesidad de ser guiados hacia valores de rectitud y de honestidad, de ser capaces de establecer un dique a la conflictividad ideológica que demasiado a menudo domina el mundo.

Emilio Fede
Director del telediario TG4
Dos horas en directo
Sábado 24 de marzo en la plaza de San Pedro. Miles de personas venidas de todo el mundo para celebrar los veinticinco años de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Unas oraciones, casi susurradas, a las cuales hacía de eco la música. Y aquellas pancartas que proclamaban la fe en Dios.
Las imágenes de la retransmisión en directo de TG4 son sugerentes. Como algunos testimonios de aquellos que han dedicado al honor de Dios su propio compromiso, su forma de estar en una sociedad demasiado a menudo distraída y mortificada por la insolencia, por el egoísmo.
Una periodista española, a la que pregunto en directo qué significa para ella pertenecer, me responde conmovida: «Estar siempre dispuesta a seguir el camino que esta comunidad indica».
Hay cien mil personas en esa plaza. Representan a más de setenta países del mundo. El Papa les saluda y les bendice, y les dirige un discurso que contiene la esencia de un sentimiento que vive casi materialmente en esa atmósfera que nadie podrá olvidar jamás.
Me quedé perplejo cuando me pidieron comentar en directo esa retransmisión, porque temía no estar a la altura de las circunstancias. Después el recuerdo voló a la víspera de Navidad del año 1981 –era entonces director del TG1–, cuando un joven sacerdote de Comunión y Liberación consiguió que fuese recibido por el papa Wojtyla que, en su capilla privada, me dio el sacramento de la Comunión.
Y tal vez conseguí encontrar el tono y las palabras justas. Las palabras justas también para entrevistar a don Julián Carrón que, en nombre de don Giussani –que fue el fundador– guía en la actualidad esta Fraternidad.

Magdi Allam
Subdirector del Corriere della Sera
Un signo del destino
Era la primera vez que asistía a la plaza de San Pedro para ver y aplaudir al Papa. Y probablemente es un signo del destino que se tratara de Benedicto XVI, el sumo Pontífice que encarna como ninguno la feliz asociación entre fe y razón, en la cual me reconozco totalmente, hasta el punto de haber sido definido como el “musulmán ratzingeriano”. Como no es ciertamente una casualidad el hecho de que me encontrase allí junto a mis amigos de Comunión y Liberación, en el vigésimo quinto aniversario de la fundación de la Fraternidad del movimiento de don Giussani, con el cual comparto la espiritualidad que se funda sobre la experiencia del encuentro entre personas de buena voluntad y sobre el primado de los valores fundantes de nuestra humanidad. He vivido este encuentro como una extraordinaria manifestación de fraternidad espiritual entre la Guía y el pueblo de los fieles que se sienten partícipes de una misión humana y religiosa en defensa de la vida, de la verdad y de la libertad. Y entre ellos estoy también yo, con convicción, con pasión y con determinación.

María Rosa Parruti
Juez de vigilancia penitenciaria del juzgado de Pescara
Los presos, las vacaciones de los agentes de seguridad y las dos furgonetas alquiladas
La idea de invitar a un grupo de presos y de agentes de seguridad de las cárceles de Lanciano y de Vasto al encuentro con el Papa en la plaza de San Pedro nació a raíz de la amistad que me une al capellán de la cárcel de Vasto. Deseaba que la belleza presente en el encuentro con Cristo que me alcanzó un día alcanzase también a las personas con las que trabajo cotidianamente. Quería, en definitiva, que la posibilidad que se me había dado a mí se les brindase también a ellos. Una persona que está presa en la cárcel ha cometido sin duda errores graves que le han llevado a perpetrar ciertos hechos, pero también es verdad que casi siempre los que viven en tales condiciones han tenido pocas oportunidades en la vida. ¿Qué es la reeducación de la que habla nuestra Constitución en el art. 27, sino el intento de ofrecer una oportunidad de cambio a aquellos a los que se les pide que hagan un trabajo sobre sí mismos, que sólo es posible por la conciencia de la propia culpa? Esto es lo que nos llevó a proponer esta iniciativa. Lo más conmovedor fue constatar que ante las dificultades que surgían (por un fallo en el correo la presencia de los agentes no fue reconocida como acto de servicio, y por tanto faltó también la disponibilidad de medios de la policía penitenciaria, con los cuales los agentes y los presos invitados habrían debido viajar), el grupo de agentes de policía penitenciaria decidió venir acompañando a los presos consumiendo días de sus vacaciones, y alquiló dos furgonetas para poder venir en cualquier caso. Quisieron estar presentes, ¡aunque les supusiera gastar vacaciones y tener que alquilar el medio de transporte! Esto testimonia lo que don Julián Carrón le dijo al Papa: «El corazón del hombre sigue siendo capaz de reconocer la verdad y la belleza si las encuentra en el camino de la vida». Eran en total dieciséis. Allí fuimos acompañados por mis amigos, que en todo momento nos facilitaron las cosas y nos consiguieron pases para poder estar sentados. Por razones de seguridad evidentes, los presos no llevaban paraguas, pero también esto fue una ocasión para compartir: todos tratamos de resguardarnos de la lluvia. Detenidos y agentes estaban impresionados por la intensidad de la atención de los presentes, por la unidad, y hasta la lluvia nos ayudó a entender que sin esfuerzo nada bueno puede construirse. A todos aquellos que emplearon sus energías para organizar el viaje les envié el precioso artículo de Marina Corradi publicado en Avvenire al día siguiente, pues me pareció un juicio eficaz de lo que habíamos vivido, con la petición de que la semilla arrojada y la novedad que habíamos visto y reconocido puedan florecer cuando y como Dios quiera.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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