Madre y neuropsiquiatra, Luisa Leoni habla de lo que significa obedecer para los hijos y la experiencia entre los cónyuges. «El hombre no es la fuente de su propia consistencia; recibe de otro lo que es, no es dueño del mundo ni de la realidad»
«La obediencia cobra una forma particular en la familia porque en ella encuentras una autoridad “natural”. En primer lugar tenemos experiencia de un bien: alguien te sostiene, te alimenta, te protege, te da lo que no podrías darte solo –lugar, alimento, afecto, ayuda para desenvolverte en la vida–, haciéndote partícipe de su modo de estar en el mundo siguiendo sus pasos; es una autoridad sustancial que te aporta una consistencia, y que experimentas desde niño sin lugar a duda». Lo afirma Luisa Leoni, neuropsiquiatra infantil de Bolonia, casada y con siete hijos. «A pesar de esto –explica– también el niño encuentra dificultad en la obediencia, y tiene que aprender a obedecer. El niño no sabe cuál es su bien; sabe reconocerlo cuando lo experimenta, pero su capacidad de juicio es limitada, por lo que puede ejercer su libertad obedeciendo a alguien más grande que él. En la obediencia al que quiere su bien también experimenta su propia libertad, porque accede al bien que no sería capaz de ver por si mismo». Se juega una partida decisiva. «No solo en el presente, sino con vistas al futuro cuando, al crecer su capacidad de juicio, crece su capacidad de ejercer la libertad. Cuando pides al hijo que obedezca le permites acceder a la verdad sustancial: el hombre no es la fuente de su propia consistencia, recibe de otro lo que es, no es dueño del mundo ni de la realidad, la realidad es dada por otro y él mismo, como hombre, es “dado” por otro». En la actualidad, subraya la doctora Leoni, «en el ámbito de la familia es difícil encontrar una actitud de obediencia recíproca entre los cónyuges. En mi opinión, uno de los problemas más graves es que no se reconoce realmente la autoridad que uno es para el otro, sea hombre o mujer; autoridad, es decir, poder para interferir e incidir sobre mi vida; esto implica reconocer que el bien para mí no viene de mí mismo, que sin obediencia recíproca no se comparte la vida y por lo tanto uno se queda en una soledad sustancial». Los hijos, especialmente en la adolescencia, desobedecen a los padres en el intento de afirmar su propia identidad separada de ellos, para probarse a sí mismos que no necesitan de sus padres para consistir. «Precisamente en esta etapa –concluye la neuropsiquiatra– la s reglas pueden ser un instrumento útil, un terreno de mediación más para los padres que para los hijos. Mediante las reglas los adultos permiten al chaval el ejercicio progresivo de su propio juicio en un espacio cada vez más amplio, en una confrontación que permite a los padres darse cuenta del crecimiento del hijo, reconocer y fiarse de lo que hay en el corazón de ese hijo».
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