Se ha vuelto de gran actualidad el tema de la obediencia, una cuestión que atañe a las relaciones, la educación, la Iglesia y la política.
Una época como la nuestra que reivindica la radical autonomía del individuo persiguiendo el sueño de una libertad absoluta desvinculada de cualquier lazo, ha provocado una fuerte inseguridad que a menudo llega a la violencia.
En estas páginas, Huellas ofrece algunos testimonios que muestran en qué sentido es conveniente obedecer a lo que es más grande que uno mismo y que corresponde a las exigencias constitutivas del corazón humano
Hace unas semanas el diario italiano La Repubblica publicaba en páginas centrales un amplio reportaje. A lo largo de tres páginas abigarradas y densas, un monje teólogo, un historiador de las religiones y un politólogo abordaban el tema de la obediencia relacionándolo con la actualidad. Completaban el reportaje varios apartados con bibliografía y citas de distinta procedencia, desde san Agustín a Max Weber, pasando naturalmente por don Milani, conocido autor del libro L’obbedienza non è piú una virtú. Todo para explicar cómo y por qué se ha vuelto actual una palabra que parecía pasada de moda: la obediencia. Aunque, claro está, se centraban en análisis de tipo político a raíz del «llamamiento de la Conferencia Episcopal Italiana a los católicos» referente a temas de política familiar (en especial el proyecto de ley que regula las parejas de hecho), para definir «dónde termina la autoridad de la Iglesia». No hay que ser un lince para darse cuenta de que el asunto va mucho más allá de los problemas de conciencia de los “católicos adultos” y también de la otra polémica de los últimos meses, la de los “desobedientes de izquierda” que provocaron una crisis de gobierno.
Pensad en la enseñanza, en esos vídeos feroces rodados en las aulas, en la ausencia más absoluta de cualquier autoridad, que todos hemos visto por televisión y que han sacudido incluso a los más distraídos. Ahora muchos hablan de “situación de emergencia en la educación” (¡a buenas horas!). Pero pocos consiguen dar un paso más allá de una pregunta ansiosa: ¿qué hacer para que aprendan a obedecer? La misma duda atormentada surge en otros ámbitos. ¿Cómo reavivar una autoridad pública debilitada, unas leyes ignoradas y un bien común cuando la única preocupación es afirmarse a uno mismo más que obedecer a una motivación más grande? En resumen, ¿es cierto, como escribía Don Milani en su famoso y malinterpretado texto, que la obediencia no es una virtud?
Ni “ciega” ni cosa de niños
Reflexionar puede ayudar a clarificar las cosas, y a profundizar en una virtud –mejor, en una experiencia– a la que la Iglesia reclama desde siempre. En este número, Huellas ofrece sobre todo ejemplos concretos. Testimonios de la vida cotidiana de una familia, un colegio y un monasterio, incluso de la acción política, que sirven para comprender que la obediencia, en la vida cristiana, no es en absoluto “ciega” (es uno de los lugares comunes más trillados de nuestra lengua: ¿será casualidad?), como tampoco es cosa de niños (como sobreentienden los que reivindican para sí la condición de “católicos adultos” capaces de arreglárselas solos, sin el estorbo de “mamá Iglesia”...). Es algo bastante más amplio. Más sensato. En última instancia, más humano. Precisamente porque guarda un nexo estrecho con la razón. Más aún, porque es el primer factor que la custodia, la pone en marcha y le da el respiro que le corresponde. Basta pararse a pensar un poco. El primer acto de la razón, su acción peculiar es reconocer la realidad. Acatar el dato de la realidad. En una palabra, obedecer. Sin este paso previo, la razón se dirige hacia el vacío en lugar de ampliarse. Así se quedará siempre a unos metros de la verdad. Que, como decía santo Tomás, es adaequatio rei et intellectus, esto es, implica que el intelecto se adecue a la realidad. Adecuarse, es decir, obedecer.
Obedecer a la realidad
No es casualidad que también El sentido religioso de don Giussani empiece por ahí. Primera premisa: el realismo. «El método viene impuesto por el objeto». Impuesto: al sujeto le toca obedecer. ¿Recordáis el ejemplo del bloc de notas? Por el rabillo del ojo veo una mancha blanca sobre la mesa. ¿Qué es? «Se me podrían ocurrir las cosas más disparatadas: un helado derramado, un jirón de camisa... Pero el método para saber de qué se trata verdaderamente me viene impuesto por la cosa misma (...) Si quiero conocer verdaderamente el objeto debo necesariamente resignarme a inclinar la cabeza y fijar los ojos sobre el objeto que está sobre la mesa». El conocimiento empieza ahí, en ese inclinar la cabeza. Porque la realidad no me la doy yo. La descubro.
Del mismo modo sorprendo en mí mismo –y no me lo doy yo– este factor que me hace hombre, y que don Giussani subraya justo después como segunda premisa de su “Curso básico de cristianismo”: la razonabilidad. Si el objeto impone el método, «es la naturaleza del sujeto la que determina la manera en que debe usarse este método, y tener razón forma parte de la naturaleza del sujeto». Una razón a usar por entero, en toda su amplitud, sin reducciones. Y de nuevo, obedeciendo a su sed de infinito, sin someterla a mi medida.
Pero no es suficiente. Porque también la tercera premisa nos lleva al mismo sitio: la moralidad. En el campo del conocimiento, recuerda don Giussani, la moralidad consiste en «amar la verdad del objeto más que las opiniones que uno tiene de antemano sobre él. Concisamente se podría decir: “Amar la verdad más que a uno mismo”». O bien, inclinarse ante otro y afirmarlo. En una palabra: de nuevo, obedecer. Que, pensándolo bien, es de alguna forma sinónimo de amar.
Tal vez merezca la pena partir de aquí cuando hablamos de obediencia. De las premisas de El sentido religioso. Y del amor por la realidad. Releer esas páginas es el mejor modo de aclarar las cosas y simplificarlas. Anne Vercors, uno de los protagonistas de La anunciación a María de Paul Claudel, pronuncia una frase que don Giussani nos recordaba a menudo: «¿Por qué afanarse tanto cuando es tan sencillo obedecer?».
> Julián Carrón
El yo humano es un acontecimiento que se caracteriza por lo que la Biblia llama “corazón”: un deseo inagotable de felicidad y de plenitud. Comprometerse con la propia humanidad significa tomarse en serio este corazón y su deseo infinito. (...) ¿Por qué hay que comprometerse con este corazón? Porque este corazón –explica don Giussani– constituye el criterio fundamental con el que abordamos las cosas, es el criterio último para descubrir la verdad del hombre, para identificar la verdad.
El corazón es el criterio con el que estamos llamados a valorar todo lo que existe. Dicho criterio tiene dos características:
a) Es un criterio objetivo... Porque lo recibimos con nuestra misma naturaleza humana. La desproporción que nos constituye y que descubrimos día a día; ese deseo inalcanzable de felicidad y de cumplimiento no nos lo damos a nosotros mismos, no lo podemos manipular: lo llevamos dentro, nos guste o no; es objetivo, nos es dado. Y la genialidad de don Giussani consiste en identificar este criterio objetivo dentro del sujeto pero, al mismo tiempo, reconocer que tal criterio no es manipulable por el sujeto mismo. Ésta es la verdadera modernidad, la extraordinaria modernidad de don Giussani: afirmar el sujeto, pero dentro del sujeto afirmar un criterio dado, objetivo.
b) La segunda característica es que este criterio es infalible. Sí, habéis oído bien: infalible. Como criterio, las exigencias elementales son infalibles. Este criterio objetivo e infalible es tan verdadero que desenmascara continuamente la falsedad de las imágenes que nos hacemos del corazón humano; porque, sea cual sea la imagen que nos hagamos, cuanto más nos comprometemos con la realidad tanto más la experiencia pone de manifiesto la falsedad de esas imágenes. (...) En la experiencia el corazón se muestra con objetividad y uno advierte su infalibilidad, cosa que nos hace salir de cualquier equivocación.
(Se vive por amor de algo que está sucediendo ahora. Ejercicios de la Fraternidad de Comunión y Liberación 2006. pp. 14-16)
> Luigi Giussani
El cristianismo es el anuncio de un hecho, un hecho bueno para el hombre, un Evangelio: Cristo nacido, muerto y resucitado. No es una definición abstracta, un pensamiento interpretable. La Palabra de Dios –el Verbo– tomó cuerpo en el seno de una mujer, se hizo niño, se convirtió en un hombre que habló en las plazas, comió y bebió en la mesa con otros, fue condenado a muerte y lo mataron. La palabra de Dios es un hecho humano, plenamente humano. (...)
El rostro de aquel hombre es hoy el conjunto de los creyentes, que son su signo en el mundo o –como dice san Pablo– su Cuerpo, Cuerpo misterioso, también llamado «pueblo de Dios», guiado como garante por una persona viva, el obispo de Roma.
Si no se reconoce y no se muestra su originalidad, el cristianismo sirve sólo como pretexto para interpretaciones, ideas, y quizá, también obras, pero yuxtapuestas o, aún más a menudo, subordinadas la mentalidad mundana. (...)
Frente a las influencias protestantizantes (...), el cristianismo concebido de nuevo en su originalidad estructural afirma, en oposición al subjetivismo de que hemos hablado antes, la objetividad del camino hacia lo verdadero. El camino del hombre hacia la verdad y hacia su destino no está a merced de lo que piense uno, o de lo que piensen otros, o la sociedad en que se vive. Es objetivo: no se trata de imaginar o de inventar, sino de seguir.
Paul Claudel hace decir a Anne Vercors: «¿Por qué afanarse tanto cuando es tan sencillo obedecer?». Una realidad viviente a la que seguir: ésta es la característica propia del hecho cristiano. Y ésta es hoy la vida de la Iglesia, que es, sí, la lectura del Evangelio, de la Palabra de Dios, pero interpretada por la conciencia de un cuerpo vivo, guiado por una realidad viviente, el magisterio, un cuerpo con su propio ritmo ante el paso del tiempo, la liturgia.
A pesar de toda su fragilidad, incoherencia y debilidad, el hombre puede caminar en paz hacia la verdad, pues su camino consiste en seguir a alguien que le acompaña hacia un destino de plenitud.
(El sentido de Dios y el hombre moderno. Ediciones Encuentro, Madrid 2005, pp. 145-146)
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