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Huellas N., Abril 1984

CRITICA

El insolente que miro al sol de frente

Almudena Puebla

Van Gogh llegó a París en febrero de 1886. Tenía 33 años y le quedaban 4 de vida. Su trabajo verda­dero, el de pintor, sólo había comen­zado en octubre de 1880. Una vida breve, fulgurante, intensa. Así fue su vivencia de hombre y de artista.
Hijo de un pastor calvinis­ta, sensible y apasionado, elige como vocación de su vida la predicación evangélica entre los mineros belgas del Borinage. Dos libros le acompaña­rían siempre y desde entonces: La Biblia y el "Germinal" de Zola. El evangelismo y el socialismo humanita­rio habían encontrado en él su punto de fusión. Fue a partir de aquí, de su experiencia concreta y desgarrado­ra, de donde nació la concepción que tuvo de la religión, como concepto vivo, incorporada a la realidad de los hombres, "de estos hombres con quienes tuve mi primer curso gratuito de la gran universidad de la mise­ria". Para él, en fin, si Pablo de Tarso era "un obrero con los signos del dolor, del sufrimiento y de la fatiga, sin ninguna apariencia de be­lleza, pero con un alma inmortal", el minero que salía de los pozos, llevaba en sí la imagen de Dios.
Cuando Vincent escribe a su hermano Theo (1880) "he preferido la melancolía que espera y aspira, a la que mustia y estancada desespera", acaba de anunciar su irrevocable de­seo de ser pintor. De echar fuera, y de una vez por todas, lo que desde el mismísimo principio se le hincó en la sangre: la forma del sentimien­to, el hombre mismo.
En 1886, cuando V. Gogh llega a París, el movimiento impresio­nista ya estaba maduro. Lo predominan­te era la sensación. Pero la sensa­ción, es un fenómeno fortuito. Únicamente las sensaciones acumuladas como resultado de la experiencia de vida, producen el pensamiento promotor de la obra de arte anhelada por el autor.
El mundo en que se fraguan sus sentimientos era demasiado real. Su pintura sería pues, radicalmente precisa, cargada de un rotundo conte­nido social, ( "La mano de un trabaja­dor es mejor que el "Apolo" de Belve­dere"). Las nuevas tendencias care­cían de técnica necesaria para su propósito.
Van Gogh descubre el color por sí mismo. Incorpora a la pintura el simple y puro valor emocional del cromatismo; comienza la cascada de los más puros amarillos, rojos, azu­les; pero no como simple exteriori­zación de un subjetivismo sensiblero, sino como medio de dar al realismo una emoción que pudiera ser captada por todos. La expresión ha de ser intensa, pero intensa de la realidad, o mejor aún, "del hombre, añadido a la naturaleza". Este es el auténtico significado de su expresión: hacer salir de las cosas su más auténtico significado.
De Daumier amaba sobre todo su modo y capacidad de captar sin vacilaciones, el centro del propio argumento. De un dibujo suyo dijo: "Debe ser una buena cosa, sentir y pensar de este modo, pasar por encima de un montón de detalles, para concen­trarse en lo que hace pensar y en lo que conviene de modo más directo al hombre como hombre, en vez de fijarse en prados y en nubes".
En definitiva, si hay algo que no hay en sus cuadros, es sereni­dad. Toda su pintura no fue más que un intento desesperado de encauzar, medianamente, la rebeldía, con que no se sometía a las respuestas socia­les que la época y sus mismos contem­poráneos le ofrecían. Un afán grande de ir mucho más allá de las cosas, seguro de que lo auténtico sólo podía estar dormido.
El mismo llegó a cifrar en un sistema de representaciones flamí­geras (sol, amarillo, girasol), esa "terrible necesidad de religión", que confesaba en sus cartas y que llegó a constituir un panteísmo pictórico obsesionante.
La pintura de Van Gogh es personalista porque conecta con el hombre. Entender esto, es comprender también la conveniencia de "aislar" su técnica, de dar paso a posturas bastante menos comprometidas, como puede ser el bodegón fácil, o el ornamentalismo barato ( ¿qué me decís del apuñalamiento canino con pimentón del ARC0-84), de gran parte de la pintura moderna.
Y es que, verdaderamente, hace falta un exceso de fuerza, de violencia expresiva, una categórica afirmación de querer luchar por sonsa­car el carácter esencial de las co­sas, para darle forma al sol, mien­tras se pone; para mirarle de cara.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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