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Huellas N., Abril 1984

IGLESIA

Honrar a Cristo como el quiere

Eusebio de Cesarea

Al acercarnos al s. IV, nos encontramos con un periodo de la Iglesia sin igual por la multitud de acontecimientos: fin de las perse­cuciones, florecimiento del monacato, concilios ecuménicos, estabilidad im­perial...; y de nombres cristianos como S. Atanasia, s. Cirilo de Jerusa­lén, S. Gregario, S. Jerónimo... , que por su magnitud han eclipsado a otros del mismo siglo, que por sí mismos harían glorioso cualquier otro momen­to de la historia de la Iglesia; así: Teodoreto, Cirilo de Alejandría, S. Hilario de Poittiers, Epifanio, Dídimo el ciego...
Este florecimiento tiene co­mo contrapartida, casi con la misma fuerza, un período de crisis, tanto en la ortodoxia: herejías trinita­rias, cristológicas y soteriológicas, como en la ortopraxis: relajación de la exigencia, intromisión de supers­ticiones, desequilibrio en las mani­festaciones del culto...
La raíz de este conflicto: vitalidad y crisis, tiene su origen en el cambio fuerte y rápido sufrido en las relaciones Iglesia-Imperio: se pasa de una persecución sistemática (Diocleciano) a ser la religión ofi­cial del imperio (Teodosio el Grande).
El primer paso lo dio Cons­tantino (Edicto de Milán, 313), quien al poco tiempo del Edicto favorecía a la Iglesia construyendo templos, dando autoridad legal a los obispos, convocando concilios. Sin embargo es­ta postura trajo también consecuen­cias negativas para la Iglesia: rela­jación eclesial, cesaropapismo...
Uno de los fenómenos suce­didos, que nos ayudará a apreciar la fuerza del texto, es que al conver­tirse el emperador, gran número de ciudadanos pidieron el bautismo, y a ejemplo del emperador tuvieron como fuente de prestigio el hacer sus tem­plos los más dignos.
Esta actitud, que en sus orígenes era muestra de respeto y de generosidad llegó a convertirse en ostentación, poder y riqueza, cosa que chocaba con la sencillez evangéli­ca y con las acuciantes situaciones de necesidad dentro del mismo imperio y en las misiones.
En este entorno histórico entra en escena S. Juan Crisóstomo (+405), famoso monje orador que cursó estudios civiles de retórica y filoso­fía. En el 380 fue ordenado diácono; en el 385 presbítero y en el 395 obispo de la capital del imperio: Constantinopla.
Justo allí, donde el dese­quilibrio social era más fuerte, apa­rece una voz nítida que proclama la dignidad del pobre y frena la desmesu­rada riqueza con que se adorna el culto. Descubre una contradicción en la vivencia del Evangelio, fruto de un parcialismo en la recepción del mensaje salvífica.
Su actividad pastoral es in­tensa, básicamente de predicación, de la que él mismo dice: "desde que abro la boca para hablaros desaparece mi fatiga" y tiene frases tan duras como: "Hay mulos que pasean fortunas y Cristo muere de hambre en tu puer­ta". La obra que ha llegado hasta nosotros es la correspondencia episto­lar, homilías y un tratado sobre el sacerdocio,
Por su estilo franco, direc­to, incluso sarcástico, llevado por la "violencia de los mansos" resulta un hombre incómodo. Así, será deste­rrado dos veces por la inquina de la emperatriz Eudoxia, muriendo en el segundo destierro.
Aquí recogemos uno de los textos donde denuncia el desequili­brio entre la dignificación del culto y la caridad con el hermano necesita­do. No rechaza la ornamentación sino el desequilibrio, arremetiendo contra él. La argumentación es clara: si amas a Cristo, lo dignificarás donde Él quiere; en el culto y en el hom­bre, especialmente en el pobre.
"¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No le desprecies al verle a Él mismo desnudo, ni le honres aquí con vestido de seda mientras fuera le dejas a un lado afligido por el frío y la desnudez. Porque éste que dijo: "esto es mi cuerpo" y afirmó la realidad con su palabra, Él mismo dijo: "me vistéis hambriento y no me alimentastéis" y "cuanto no hicistéis a uno de estos pequeños, tampoco a mi me lo hicistéis".
Aprendamos pues a pensar y a honrar a Cristo como Él mismo quie­re. En efecto, a aquel que es honra­do, es suavísimo aquel honor que él desea, y no el que nosotros deseamos. Así también, tú tribútale el honor que mandó por ley, adornando y cuidan­do a los pobres con tu dinero. En efecto Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro.
Pues, ¿qué utilidad hay en que el altar de Cristo esté lleno de copas de oro, mientras Él mismo muere de hambre? Primero sacia a los ham­brientos y entonces, de lo que sobre, adorna su altar. ¿Haces un cáliz de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? y ¿qué necesidad hay de preparar manteles bordados en oro pa­ra el altar, mientras a Él en persona ni siquiera le das el vestido necesa­rio? ¿Qué hay de ganancia en eso? Porque dime, si vieras a un hombre que necesita el alimento necesario y estando abandonado pusieses entorno a la mesa oro solamente ¿acaso te daría las gracias, o más bien se llenaría de indignación? y ¿qué pasa­ría, por otra parte, si le vieras vestido con paños harapientos y atur­dido por el frío y sin atender a los vestidos, levantases columnas de oro en su honor, diciendo que lo haces en su honor? ¿acaso no pensaría que era burlado y afligido con extrema ofensa?
Reflexiona un poco sobre Je­sucristo: caminaba con vagabundos y peregrinos, y carecía de techo; tú, sin embargo, negándole hospitalidad, embelleces los suelos, las paredes y los capiteles de las columnas y suje­tas cadenas de plata en las lámparas, pero al que está sujeto en la cárcel no parece que le sostengas. Digo esto no para prohibir que se exhiban estos ornamentos, sino deseando que os preocupéis de los demás; aún más, os exhorto a que atendáis primero estas cosas, Pues nadie ha sido nunca acusa­do por no haber hecho lo primero, y, por el contrario, el fuego inextingui­ble y la gehenna están reservados a los que descuidan estas cosas. Y así, mientras adornas la casa no despre­cies al hermano afligido. Pues éste es un templo más precioso que aquél".

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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