Al acercarnos al s. IV, nos encontramos con un periodo de la Iglesia sin igual por la multitud de acontecimientos: fin de las persecuciones, florecimiento del monacato, concilios ecuménicos, estabilidad imperial...; y de nombres cristianos como S. Atanasia, s. Cirilo de Jerusalén, S. Gregario, S. Jerónimo... , que por su magnitud han eclipsado a otros del mismo siglo, que por sí mismos harían glorioso cualquier otro momento de la historia de la Iglesia; así: Teodoreto, Cirilo de Alejandría, S. Hilario de Poittiers, Epifanio, Dídimo el ciego...
Este florecimiento tiene como contrapartida, casi con la misma fuerza, un período de crisis, tanto en la ortodoxia: herejías trinitarias, cristológicas y soteriológicas, como en la ortopraxis: relajación de la exigencia, intromisión de supersticiones, desequilibrio en las manifestaciones del culto...
La raíz de este conflicto: vitalidad y crisis, tiene su origen en el cambio fuerte y rápido sufrido en las relaciones Iglesia-Imperio: se pasa de una persecución sistemática (Diocleciano) a ser la religión oficial del imperio (Teodosio el Grande).
El primer paso lo dio Constantino (Edicto de Milán, 313), quien al poco tiempo del Edicto favorecía a la Iglesia construyendo templos, dando autoridad legal a los obispos, convocando concilios. Sin embargo esta postura trajo también consecuencias negativas para la Iglesia: relajación eclesial, cesaropapismo...
Uno de los fenómenos sucedidos, que nos ayudará a apreciar la fuerza del texto, es que al convertirse el emperador, gran número de ciudadanos pidieron el bautismo, y a ejemplo del emperador tuvieron como fuente de prestigio el hacer sus templos los más dignos.
Esta actitud, que en sus orígenes era muestra de respeto y de generosidad llegó a convertirse en ostentación, poder y riqueza, cosa que chocaba con la sencillez evangélica y con las acuciantes situaciones de necesidad dentro del mismo imperio y en las misiones.
En este entorno histórico entra en escena S. Juan Crisóstomo (+405), famoso monje orador que cursó estudios civiles de retórica y filosofía. En el 380 fue ordenado diácono; en el 385 presbítero y en el 395 obispo de la capital del imperio: Constantinopla.
Justo allí, donde el desequilibrio social era más fuerte, aparece una voz nítida que proclama la dignidad del pobre y frena la desmesurada riqueza con que se adorna el culto. Descubre una contradicción en la vivencia del Evangelio, fruto de un parcialismo en la recepción del mensaje salvífica.
Su actividad pastoral es intensa, básicamente de predicación, de la que él mismo dice: "desde que abro la boca para hablaros desaparece mi fatiga" y tiene frases tan duras como: "Hay mulos que pasean fortunas y Cristo muere de hambre en tu puerta". La obra que ha llegado hasta nosotros es la correspondencia epistolar, homilías y un tratado sobre el sacerdocio,
Por su estilo franco, directo, incluso sarcástico, llevado por la "violencia de los mansos" resulta un hombre incómodo. Así, será desterrado dos veces por la inquina de la emperatriz Eudoxia, muriendo en el segundo destierro.
Aquí recogemos uno de los textos donde denuncia el desequilibrio entre la dignificación del culto y la caridad con el hermano necesitado. No rechaza la ornamentación sino el desequilibrio, arremetiendo contra él. La argumentación es clara: si amas a Cristo, lo dignificarás donde Él quiere; en el culto y en el hombre, especialmente en el pobre.
"¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No le desprecies al verle a Él mismo desnudo, ni le honres aquí con vestido de seda mientras fuera le dejas a un lado afligido por el frío y la desnudez. Porque éste que dijo: "esto es mi cuerpo" y afirmó la realidad con su palabra, Él mismo dijo: "me vistéis hambriento y no me alimentastéis" y "cuanto no hicistéis a uno de estos pequeños, tampoco a mi me lo hicistéis".
Aprendamos pues a pensar y a honrar a Cristo como Él mismo quiere. En efecto, a aquel que es honrado, es suavísimo aquel honor que él desea, y no el que nosotros deseamos. Así también, tú tribútale el honor que mandó por ley, adornando y cuidando a los pobres con tu dinero. En efecto Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro.
Pues, ¿qué utilidad hay en que el altar de Cristo esté lleno de copas de oro, mientras Él mismo muere de hambre? Primero sacia a los hambrientos y entonces, de lo que sobre, adorna su altar. ¿Haces un cáliz de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? y ¿qué necesidad hay de preparar manteles bordados en oro para el altar, mientras a Él en persona ni siquiera le das el vestido necesario? ¿Qué hay de ganancia en eso? Porque dime, si vieras a un hombre que necesita el alimento necesario y estando abandonado pusieses entorno a la mesa oro solamente ¿acaso te daría las gracias, o más bien se llenaría de indignación? y ¿qué pasaría, por otra parte, si le vieras vestido con paños harapientos y aturdido por el frío y sin atender a los vestidos, levantases columnas de oro en su honor, diciendo que lo haces en su honor? ¿acaso no pensaría que era burlado y afligido con extrema ofensa?
Reflexiona un poco sobre Jesucristo: caminaba con vagabundos y peregrinos, y carecía de techo; tú, sin embargo, negándole hospitalidad, embelleces los suelos, las paredes y los capiteles de las columnas y sujetas cadenas de plata en las lámparas, pero al que está sujeto en la cárcel no parece que le sostengas. Digo esto no para prohibir que se exhiban estos ornamentos, sino deseando que os preocupéis de los demás; aún más, os exhorto a que atendáis primero estas cosas, Pues nadie ha sido nunca acusado por no haber hecho lo primero, y, por el contrario, el fuego inextinguible y la gehenna están reservados a los que descuidan estas cosas. Y así, mientras adornas la casa no desprecies al hermano afligido. Pues éste es un templo más precioso que aquél".
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