Hasta que no entró en Occidente la conciencia de una posible transformación libremente buscada y querida de sistemas enteros de convivencia social, el horizonte ético del cristiano se limitaba necesariamente en el campo social a lo que podríamos llamar de una manera sencilla "ejercicio de la justicia y de la caridad en la vida cotidiana". Hoy día, en cambio, la responsabilidad ética del cristiano ha de extenderse hasta su actividad política y socioeconómica, comprometiéndose en la medida de sus fuerzas y posibilidades por la transformación de las estructuras sociales hacia una realización cada vez más real de las exigencias evangélicas. Todo esto, naturalmente, sin abandonar por ello lo que hemos llamado "ejercicio de la justicia y de la caridad en la vida cotidiana".
La esperanza cristiana de una nueva tierra y un nuevo cielo lleva a una actitud crítica frente a una sociedad vieja y llena de injusticias y de falsas adoraciones. Sólo al final de la vida y de la historia habrán sido vencidas definitivamente todas las manifestaciones del pecado: la miseria, la enfermedad, la opresión y la esclavitud, el odio y la mentira, la guerra y el hambre... Pero el cristiano tiene que vivir su vida constantemente entregado a la tarea de hacer ya esta historia, esta sociedad en la que está inmerso y de la que es parcialmente responsable, lo más cercana posible a la luz y al amor que brillarán con la resurrección universal, anticipada ya realmente en nuestra historia en la resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Ahora bien, ¿qué tipo concreto de actuación puede tener el cristiano en su compromiso socioeconómico? Lo primero que ha de hacer el cristiano es algo tan fácil de decir como difícil de practicar. Ha de predicar con su vida que encuentra su realización personal en el servicio a sus hermanos; ha de ser lo suficientemente libre y fuerte como para poner la justicia y el amor por encima del egoísmo deshumanizante, del odio y de la indiferencia; ha de resistirse a que se adueñe de él, en su vida diaria, el ansia consumista, de manera que su rostro brille más ante un acto de amor desinteresado que ante la compra de un nuevo modelo de automóvil. Esta transformación personal de los individuos que componen una sociedad concreta es más importante para el cambio estructural, que una actuación directa sobre esas mismas estructuras.
Sin embargo también la actuación directa sobre las estructuras socioeconómicas es necesaria, y los cristianos, en su conjunto, han de hacer aquí su propia aportación. Los cristianos tendrían que promover y potenciar equipos y centros de estudio económico y político, en donde expertos se enfrentasen con los grandes problemas de la actual crisis económica mundial y de la actual crisis de la misma ciencia económica, hasta llegar a la elaboración de diagnósticos y propuestas concretas. Y todo esto alentado por los grandes ideales evangélicos.
Es claro que las dos tareas que acabo de señalar deberían ser emprendidas también por todo ciudadano humanista, aunque no fuera creyente. Lo verdaderamente específico del cristiano en el empeño comprometido en esas tareas estaría, a mi modo de ver, en la intrínseca inseparabilidad con que el cristiano ha de entregarse a la transformación política y económica de la sociedad y, a la vez, a la predicación y vivencia práctica de su fe en el Dios crucificado y resucitado, y de la esperanza escatológica a El asociada. El cristiano ha de saber entregarse plenamente a la tarea de la transformación social imbuido de la paciencia de la cruz. Así conservará su propia identidad cristiana y, a la vez, su vida tendrá una nada despreciable relevancia humanizadora de una sociedad que necesita ser sanada en sus personas y en sus estructuras objetivas.
*Enrique Menéndez Ureña es jesuita. Doctor en Economía, Filosofía y Teología. Actualmente es profesor en la Universidad Pontificia de Comillas. Ha publicado varios libros sobre temas diversos de filosofía política y teoría social.
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