Una evidencia: los cristianos por lo general miran con indiferencia y recelo el destino del orden social. Las raíces de esta desconfianza son seculares pero es muy probable que se deben a una interpretación demasiado simple e insuficiente del compromiso cristiano en el mundo.
Pero no nos engañemos; un hombre que vive una verdadera vida sobrenatural no puede poner todo su corazón en la consecución de un orden social más perfecto, sencillamente porque la prosperidad, el régimen, no son el último punto de mira. Sin embargo esto nunca debe llevar a una actitud de resignación y pasividad social.
Lo que de ninguna manera es aceptable es adoptar una actitud de sumisión ante el status quo del mundo. En la medida de lo posible, el cristiano tiene el deber de impregnar las estructuras finitas de un espíritu infinito de amor y de redención, a pesar de que ellas opondrán siempre una enorme resistencia a esta impregnación.
Es tópico ya el decir que hay que evitar dos extremos: el secularismo horizontalista que olvida la fundamental dimensión trascendental del Evangelio, y el intimismo espiritualista que se evade del compromiso por la transformación de las estructuras sociales, económicas y políticas. Desde luego las dos son un reduccionismo, pero los lectores de esta revista, si por alguna estamos afectados es por la segunda. Más de una sorpresa nos llevaríamos si nos tomáramos la molestia de leer los documentos de la doctrina social de la Iglesia, los documentos de muchos episcopados del mundo o el mismo Vaticano II.
Quizá va siendo hora de que redescubramos que la tarea de los bautizados en el mundo es la de saturar la sociedad y todas las estructuras, del espíritu de las Bienaventuranzas. De esta forma sentiremos el peso y la responsabilidad de comprometer nuestra vida en la construcción de una sociedad más justa y más libre.
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