Uno de nuestros sacerdotes, Braulio, párroco de S. Fulgencio desde hace poco, ha pasado dos años estudiado en Jerusalén. En estas páginas nos va a acercar Tierra Santa ofreciéndonos las impresiones que en él dejaron los lugares que visitó. Hoy nos recuerda su viaje al Sinaí. En los números siguientes nos irá hablando de otros lugares. Así comenzamos a preparar el "campamento" que, alguna vez, haremos por aquellas tierras (¿no os parece?)
Llevábamos poco más de 15 días en Jerusalén, con los ojos abiertos para que ninguna primera impresión se escapara. El 24 de Octubre de 1979 iniciamos un viaje que nuestros "veteranos", César y Jacinto, no dudaron en volver a visitar: la península del Sinaí. El plato fuerte de este viaje era, sin duda, el milenario monasterio de Santa Catalina y el monte de Dios, o monte de Moisés (en árabe, Djebel Musa).
Tras unos días de deambular por tierras increíblemente atrayentes y en dos "jeeps" casi renqueantes, los 16 miembros del grupo notábamos ya que el Sinaí no debería estar lejos. Los movimientos de tropas egipcias e israelitas no permitieron la llegada a Santa Catalina por el trayecto "normal": desde Neviot (golfo de Agaba) adentrarse hacia el Oeste por Wadi Watir para torcer después hacia el Sur por el lecho de Wadi Zalagah. Por esta razón, seguimos la carretera de la costa hasta una entrada libre de tanques y camiones militares. Lo cual nos permitió ver en su salsa una aldea beduina, donde mujeres de riguroso negro con sus chiquillos nos rodearon, como si fuéramos el espectáculo del día, o de muchos días. " Es raro comentó un iniciado, que las mujeres, sin el permiso de sus maridos, se acerquen a nosotros; deben estar más o menos "civilizadas" por el turismo".
Wadi Nasb era el camino de aproximación a Santa Catalina. Es abierto y árido, pero a las 5 de la tarde un sol ya moribundo daba una tonalidad especial a las rocas y a la arena. Unas canciones bien interpretadas por el coro oficial del grupo y la Misa a la luz de un fuego de matojas fueron un buen final de este día. El saco de dormir se aceptó de buen grado.
Antes de las 5.30, Martín y Stefan hacían ya su "footing" diario y algunos locos fotos de Wadi, precioso otra vez con la luz del sol. El Wadi fué estrechándose y, a ratos, abriéndose, permitiéndonos contemplar beduinos, más allá palmeras; más adelante toda una tropa de camellos. Cuando el Wadi se acabó una vasta llanura tomó su lugar y, por encima de ella, en el horizonte, pudimos contemplar el monte de Santa Catalina (2602 m.) y, a su derecha, el monte de Moisés (2244m.). Más adelante divisamos un amplio panorama que se perdía hacia la meseta de Tih, al Norte.
No éramos los primeros en llegar al monasterio, donde unos cuantos mojes griegos viven en esa maravilla del desierto. Nos sorprendió ver numerosos autocares de turistas que desde un aeródromo, unos kilómetros más al Norte, empezaban a llenar su jornada. ¡Pobres gentes! ¿Cómo pasar al monasterio con tanta gente por delante? Hasta poder entrar nos dimos el gusto de contemplar, bajo el calor ya agobiante, los distintos wadis que aquí se dan cita, las montañas de granito rojo y el monasterio-fortaleza por fuera y, a decir verdad, mereció la pena. Al final, con nuestro "laissez-passer trés spécial", pudimos visitar el interior del monasterio.
Santa Catalina es la obra, ante todo, de unos hombres que, atraídos por la montaña donde Dios habló a Moisés, se establecen aquí ya desde finales del siglo III. La basílica bizantina que nosotros vemos hoy no la contempló una peregrina española, andariega y decidida, que hasta aquí se llegó casi al acabar el siglo IV. Pero sí pudo contemplar Egenia una iglesita dedicada a la Madre de Dios y una torre en el lugar de la zarza ardiente. La basílica de hoy, rodeada como todo el conjunto del monasterio, por una muralla defensiva, es la obra del emperador Justiniano que vivió en el siglo VI.
Itinerario del Exodo
En silencio visitamos la basílica y con la boca abierta admiramos los iconos, el mosaico de la Transfiguración en el ábside y la capilla de la zarza ardiente. De los grandes manuscritos griegos de la Biblia que aquí fueron escritos y guardados (el Siriaco y el Sinaítico) sólo pudimos ver facsímiles. Una pena, pero algo es algo. Tampoco había luz dentro para las fotos, pero el sentarnos allí un rato y dejar pasar el tiempo vale más que mil diapositivas, que, además, pueden adquirirse cómodamente en la portería.
Al salir, trepamos una montaña lateral y, desde una altura, conveniente, un ciudadano español, en un mal francés, completó los datos sobre la historia del monasterio y su biblioteca. El edificio lo teníamos a nuestros pies. ¿El calor? De la mejor calidad. La tarde la aprovechamos para hacer una escalada-llaneo y contemplar desde lo alto la caída del sol, pero con prisas, pues había que buscar en el llano un lugar adecuado para dormir. Nuestro campamento se montó junto al paso de una antigua ruta caravanera hacia Egipto. El hotel, como de costumbre, fue de múltiples estrellas con un suelo de fina arena, y nos acostamos pronto porque a las 3 de la mañana Laurence nos despertaría fielmente a golpe de cacerola. ¡Había que subir al monte de Dios!
César había hecho la ambientación para la subida, cuando 5 o 6 horas antes nos habló del monaquismo en el Sinaí. Nada mejor como arenga. En silencio, poco dormidos, salvo Joaquín y Paco que bromeaban en español, nos acercamos al monasterio para dejar allí los "jeeps" y seguir a pie. La luna brillaba entonces muy fuertemente y hacía fresquito. No hubo cordada, pues no se trata de Peña Santa cara sur. La gente subía a su aire. Los más, aprovechando para subir cuanto fuera posible antes del amanecer. Eran las 4.30 y muy pronto apareció en algunos un sincero arrepentimiento de haber fumado demasiado en los días anteriores. Pero, ¿quién no recuerda las fotos del amanecer, casi sin luz en el fotómetro, o el color rojo del monte cuando el sol apareció? La subida no es difícil, aunque pesada en su tramo final con una interminable "escalera" hecha por los peregrinos de tantos siglos, y tal vez la comida del desierto hacía ya estragos.
El sol nos había precedido en lo alto del monte, pero realmente y aunque la frase suene a tópico el espectáculo era impresionante. Hacía casi calor pero sin sentir íbamos disparando fotos y nos sentábamos en distintos puntos de la cumbre: la capilla, los montes de alrededor, el sol hacia el golfo de Agaba. "Allí está Egipto y ese monte de ahí cerca es el djebel Katerin" "¿Qué te gusta más?" "No sé, quizá todo lo que significa estar aquí y el pensar en ese Dios que se ha empeñado en hablar con los hombres en este sitio único". Estas eran frases que bien pudieron decirse o que, en todo caso, se pensaron. Por si nos faltaba algo, era domingo y ¿qué mejor lugar para celebrar la Eucaristía? Quizá el francés salió mejor aquel día.
Descendimos a las 9.15, ya con calor. El itinerario cambió, pues visitamos la capilla de San Elías en una pequeña llanura donde la tradición coloca la visión de Dios de este gran profeta de Israel. El camino, en escalera, continuaba bajando y atraviesa una curiosa "puerta del perdón" en un estrechamiento del terreno. Casi sin darnos cuenta dimos vista a un espléndido paisaje con el monasterio al fondo del valle. Estas rocas, como casi todas las rocas, te ensanchan el espíritu.
Abajo, Etienne y Jeróme, que no pudieron subir, nos ofrecieron té y café que nos vino de perlas. A las 11.30 ya estábamos camino de wadi Hajjaj donde otras maravillas del desierto nos esperaban. Unos kilómetros más adelante pudimos contemplar a nuestra espalda todo el macizo.
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