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Huellas N., Junio 1982

TEXTOS PARA ORAR Y PENSAR

La leyenda de Fra Primitivo y el pozo

José María Pemán

Este es un milagro que debió olvidarse en el libro de "las florecillas". Lo encontré en unas páginas sueltas de un viejo libro miniado. Estaba escrito en vitela de pergamino, con letras de purpurina y con mucha candidez y gracia. En la orla había hojas de acanto, racimos de uva y angelitos que tocaban violines y guitarras de oro...
"... Fra Primitivo era de los primeros franciscanos. Había conocido, siendo novicio,­ al Pobrecillo de Asís, y había besado sus huellas por los caminos de Toscana. También había bebido las palabras de leche y miel de fra Columbano y fra León, y había reído las travesuras de Fra Junípero, con esa risa de simplicidad que suena en el cielo a música de ángeles.
Y cumpliendo el mandato del Padre, fra Primitivo acostumbraba a salir a mendigar por­ el campo, y pasaba el día entero yendo por las granjas y huertas con una esportilla en la mano. Cuando le daban un mendrugo de pan, besaba la mano limosnera y alababa al Señor. Cuando recibía una repulsa, hacía lo mismo, porque sabía la ciencia de la resignación.
Por las tardes, cuando ya el sol se ponía detrás de las colinas llenas de olivos, fra Primitivo, cansado de la faena del día, solía volver al convento por un camino du­ro y penoso, por ser cuesta arriba. En un descanso, donde la cuesta formaba como una mesetilla, había un pozo de agua riquísima y fresca, rodeado de acacias y terebintos. Allí, fra Primitivo, que llegaba torturado por la sed, metía la mano y bebía agua en su palma, encogida en forma de copa, ala­bando, mientras tanto, al Señor por el re­galo de tan limpia y bella criatura como es el agua.
Pero un día en que traía la lengua más seca que nunca, pensó que sería grato al Señor si le ofreciese aquella sed que tanto le mortificaba. Aquel día, pues, metió la mano en el agua para sentir su frescura, apretando el paso, siguió hacia el convento sin probar una gota. Y Dios le premió. Porque, al levantar fra Primitivo la cabeza al cie­lo, según tenía por costumbre, vio que so­bre el azul oscuro del atardecer había apa­recido un lucero claro y grandioso. Fra Primitivo, que era docto en la interpretación de los signos naturales, cosa que había aprendido por intuición de amor, comprendió en seguida que aquello sig­nificaba que el Señor había tomado en cuenta su mortificación y la había apuntado en su cuenta. Sonrió, pues, y bendiciendo a Dios siguió hacia el convento por la vereda orlada de rosales silvestres.
Animado por aquella muestra del agrado del Señor, fra Primitivo hizo lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro.
Pasaba, metía la mano en el agua y se­guía sin beber. Y cada día veía apare­cer en el cielo un lucero nuevo, con lo que comprendía que Dios llevaba la cuenta de sus merecimientos, y le preparaba con ellos una corona.
Y así llegó un día en que, siendo ya viejo fra Primitivo, dispusieron los superiores que le acompañase un novi­cio en su tarea de mendigar, a fin de que le imitase en todo, se aleccionase con su ejemplo y se fuese instruyendo en la ciencia de la humildad.
Salió, pues, fra Primitivo, acompaña­do del hermanito, y juntos anduvieron todo el día, recogiendo en la esportilla panes, tortas y legumbres.
El día había sido de pleno estío y muy calmoso y despejado. El hermanito Sol quemaba de lo lindo, y los hábitos pardos pesaban como si fueran de latón.
Al atardecer iban, pues, los dos frai­lecitos por la vereda de los rosales hacia el convento. Andaban sudorosos y jadeantes; pero a pesar de todo, entretenían la marcha en dulces coloquios de cosas del espíritu.
- Hijo mío - decía fra Primitivo - , alabemos al Señor en sus criaturas. El sol, el agua, son dádivas de amor, y con amor debemos gozarlas.
Y luego, preparándolo con la doctrina para el ejemplo que en la práctica pensa­ba darle poco después, añadía:
"La mortificación es el disfrute de las cosas por amor. El agua, criatura del Señor, la gozan los sentidos bebiéndola. Pero el espíritu la goza dejándola de beber por amor...
Diciendo esto habían llegado al pozo de las acacias y los tamarindos. El calor era sofocante y pesado. A pesar de ello, Fra Primitivo se dirigió al pozo para meter la mano y seguir sin beber, según su costumbre. Pero cuando ya iba a ha­cerlo, miró al hermanito novicio. Ve­nía jadeante de calor. Los ojos se le habían encendido mirando al agua fres­ca y limpia. Entre dientes había pronunciado una sola palabra: ¡Un pozo!
Luego había mirado a fra Primitivo, cu­yo ejemplo tenía ordenado seguir en to­do momento.
Entonces fra Primitivo sintió mucha compasión del hermanito novicio. Con mucha serenidad, como si fuese su costumbre cotidiana, metió la mano en el agua y bebió en la palma plácidamente. En se­guida el novicio bebió con avidez. Mientras le oía sorber golosamente el agua pura en la palma de la mano, fra Primitivo levantó, como siempre, los ojos al cielo.
Y vio que sobre el azul oscuro de la tarde, en vez de uno, habían aparecido aquel día dos luceros...

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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