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Huellas N.10, Noviembre 2020

RUTAS

La herida de Flannery

Andrea Fazioli

Sesenta años después de su primera edición, vuelve El cielo es de los violentos, la novela más madura de O’Connor. Una historia que pide «dar nombre a las cosas». Y abandonar las convenciones

Cuando tenía entre ocho y doce años, de vez en cuando Flannery O’Connor se encerraba en una habitación y la emprendía a golpes con su ángel de la guarda. Ella misma lo cuenta en una carta escrita a los 36 años, donde usa literalmente la expresión «socking the angel». Efectivamente, sus personajes se pasan la vida luchando: contra sí mismos, contra el mundo y naturalmente contra Dios.
Los lectores también combaten. Las historias de Flannery O’Connor (1925-1964) nos obligan a revisar nuestras ideas sobre la naturaleza humana. Más aún, nos obligan a medirnos con la evidencia de que no existe una idea capaz de explicar la naturaleza humana. Es sudando, es decir, en la confrontación con la claridad y brutalidad del mundo, como se desarrolla su narrativa, con la posibilidad de entender de qué pasta estamos hechos.
Ahora, sesenta años después de su primera edición, vuelve a publicarse en Italia El cielo es de los violentos, la novela más madura de la escritora americana. En este libro, escrito en el dolor de la enfermedad y publicado cuatro años antes de su muerte, O’Connor afronta temas de gran actualidad: el fanatismo religioso, el nombre de Dios asociado al orgullo y a la violencia más brutal, la tentación de refugiarse en un racionalismo igualmente extremo. ¿Es posible que la semilla de la fe pueda germinar en medio de las plantas venenosas del fundamentalismo y del rencor?

El cielo es de los violentoscuenta la historia de Francis Tarwater, un chaval de catorce años criado entre bosques por un tío abuelo que se define como un «profeta». Tras la muerte del viejo Tarwater, el joven se enfrenta a una decisión. Por un lado, su tío abuelo deseaba que su pupilo siguiera también la «llamada del Señor». Por otro, al joven Tarwater le gustaría librarse de la engorrosa figura del «profeta». En la novela, tiene un importante papel un tío del chico, un maestro de escuela que vive marcado por un férreo autocontrol impuesto por su razón. ¿Qué elegirá Francis Tarwater? ¿El racionalismo “humanitario” de su tío maestro, que lo acoge en su casa para ayudarle pero en realidad quiere demostrar su superioridad con respecto al «profeta»? ¿O el fundamentalismo del viejo Tarwater, que permanece como un reclamo interior, en lo que el maestro califica como una «obsesión» patológica?
Flannery O’Connor era una escritora católica, pero sus historias están muy lejos de los parámetros que un lector cualquiera podría esperar. No hay una distinción edificante entre el bien y el mal, ni una victoria de los valores morales. El cielo es de los violentos no es el relato educativo de una redención sino que más bien se hace eco de la historia de Jacob, que en el libro del Génesis lucha contra Dios, recibiendo a cambio una herida y una bendición.
Precisamente esa herida y esa bendición –o, en otras palabras, la violencia y la gracia– están en el centro de la novela. El título hace referencia al Evangelio: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,12). El joven Tarwater siente crecer en él un «hambre» implacable: el viejo loco ha logrado plantar en su alma una «semilla» que hunde sus raíces en lo más oscuro del corazón. ¿Cómo puede suceder algo así en medio del dolor y del fanatismo?
Leer a Flannery O’Connor me devuelve a la infancia, cuando a los cinco años me esforzaba en copiar mis primeras letras, mis primeras palabras. No se trataba de aprender el alfabeto sino de cambiar la mirada. Cuando logré escribir las palabras “mamá”, “papá”, “casa” o “helado”, la nostalgia por la ausencia de mis padres se hacía más intensa, igual que el deseo de comerme un helado en una tarde de verano.

Leyendo El cielo es de los violentos recupero esta percepción originaria, tanto que me veo obligado a deshacerme de mis corazas intelectuales. Usando palabras de la propia O’Connor, me acerco a «lo que sin duda está en la base de toda experiencia humana: la experiencia de la limitación o, si se prefiere, de la pobreza». En mi lucha con esta novela –socking the book (a golpes con el libro, ndt.)– debo volver a aprender a dar nombre a las cosas, abandonando la herrumbre de las convenciones.
Dentro del furor y la violencia, el joven Tarwater es llamado a una mayor «intimidad con la creación», aunque desde el principio intentara «no mirar más allá de sus narices y quedarse solo en la superficie». El chaval «casi tenía miedo de que, si posaba sus ojos sobre cualquier cosa –una pala, una azada, los lomos de la mula que tiraba del arado, el surco rojizo bajo sus pies– un instante más de lo necesario, esa cosa podría tomar vida inesperadamente y erigirse ante él, desconocida y aterradora, pretendiendo que le pusiera un nombre». Nombrar las cosas, narrar el mundo, es una acción constitutiva del ser humano. Con la conciencia de que cualquier narración es una lucha, precisamente porque no agota el misterio sino que lo hace más profundo, más sorprendente.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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