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Huellas N.10, Noviembre 2020

PRIMER PLANO

«Vamos a ver»

Anna Leonardi

Las heridas de su infancia, los dolores de hoy, la vida en Irlanda. Y ese contacto buscado por Facebook… El testimonio de María, que se reconoce en el “ciego de nacimiento” del Evangelio. «¿Un hecho tan horrible puede abrirme a algo tan hermoso?»

«Dios no puede hacer nada sin nuestra disponibilidad». María parte de estas palabras de Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso para contar lo que le ha pasado estos meses. Dice que nunca había entendido la historia del “ciego de nacimiento” del Evangelio tan bien como ahora, que ella también ha vuelto a “ver”. «Todavía no entiendo muchas cosas de mi vida, pero de algo estoy segura: la oscuridad de antes ya no está», cuenta desde su casa en Carlow (Irlanda), donde vive con su marido, Paul, y dos hijos pequeños.
Esta no ha sido siempre su casa. En Italia, donde nació hace 34 años, se mudó varias veces. A los tres años, después de que la separaran de sus padres por graves problemas de drogodependencia, comenzó una travesía agotadora por casas familiares, tribunales, residencias. Un viaje que parecía llegar a su fin cuando, a los siete años, una pareja empezó a preparar su proceso de adopción. «No fueron años fáciles, ni para ellos ni para mí. Era una niña llena de rabia y ellos ya tenían tres hijos… Les compliqué la vida bastante. Pero en ellos siempre encontré una tenacidad inexplicable, no se cansaban de mí». Como el día de su Confirmación, cuando María se atrincheró en su habitación porque no quería hacerla. Tras un rato de negociación, la madre consiguió que le abriera la puerta. «La recuerdo sentada en la cama mientras yo, ya vestida y peinada, le preguntaba: “¿Pero quién es ese Dios? No lo entiendo…”. Ella no se preocupó en explicármelo y creo que allí empecé a entenderlo un poco mejor. Tenía que ser un tipo muy paciente porque ese día no me confirmé», cuenta María.

De aquellos años turbulentos le quedan ciertas imágenes que destacan en su cabeza por encima de las demás: los carteles de Pascua y Navidad de CL que iban rotando, entrando y saliendo de la cocina, y una foto pegada en el frigorífico de Giussani abrazando a un amigo. «Esos rostros me hablaban de un encuentro verdadero, definitivo». El “para siempre” que tanto echaba en falta lo descubrió en unas vacaciones de verano, cuando su familia se fue con otras familias del movimiento a pasar unos días en Calabria. «Las excursiones, los juegos, los cantos por la noche. Allí veía en vivo lo que leía colgado en las paredes de casa».
A los 18 años retoma su viaje. María hace las maletas y vuela a Irlanda. «Quería aprender inglés y buscar trabajo, pero en realidad me movía la necesidad de saber quién soy de verdad». En Irlanda cambia varias veces de casa y entabla relaciones que no le gustan. En el trabajo tampoco logra encontrar estabilidad: camarera, maquilladora, profesora. La nota constante en este intento de descubrir su propia identidad fueron sus padres. No pasaba un día sin una llamada desde Italia y de vez en cuando iba a visitarles o eran ellos los que viajaban hasta allí. «Cuando conocí a Paul y formamos una familia, ellos fueron fundamentales. Porque, aunque las cosas empezaban a ordenarse, no me bastaba».

Con la llegada de su primer hijo, Michael, María empezó a sufrir ataques de pánico. «Paradójicamente, en el momento más estable de mi vida, salía toda mi fragilidad. Me daba miedo no ser buena madre, me sentía incapaz». Su madre se quedó con ella en Carlow durante un largo periodo. Una mañana, poco antes de regresar a Italia, cuando volvía a casa de misa le enseñó un papel. Era una oración matutina que había encontrado en la iglesia. Le dijo: «María, ¿por qué no la rezamos juntas? Vamos a encomendar cada día al Señor, aunque estemos lejos, y vamos a mirar lo que Él va haciendo».
“Mirar” empieza a convertirse en un verbo muy importante para María. «Necesitaba rezar porque lo que veía no me satisfacía. Me parecía que el fondo de mí misma, de las personas que amaba y de las cosas que hacía, se me escapaba continuamente». Una sensación que estalla a finales de 2019, cuando Matthew, el hermano de Paul, muere inesperadamente. «Sabíamos que tenía problemas con las drogas y, después de unos meses ingresado, le alojamos en nuestra casa para ayudarle a volver a empezar». Para ella, aquella muerte es como una herida que vuelve a sangrar. Se repetía como un disco rayado: «Ahí lo tienes, no olvides de dónde vienes… Es tu maldición».
Pero ni siquiera esos pensamientos consiguen detenerla. «Más fuerte que el dolor que sentíamos era el deseo de poder vivirlo sin desesperación. Así que una mañana me levanté, agarré el teléfono, abrí la página de Facebook de CL y pregunté si había alguien del movimiento en Irlanda. Esa noche me contactó Mauro, de Dublín, invitándome a un encuentro». María no se lo pensó dos veces. Aunque tenía dos horas de autobús y las previsiones del tiempo eran pésimas. «Entré en la sala empapada, no conocía a nadie. Por un instante me sentí fatal. Luego apareció Mauro: “¡Bienvenida! ¿Pero qué es lo que te lleva a salir de casa con este tiempo?”. Le respondí que yo también me preguntaba lo mismo».
Después de aquel primer encuentro, María solo tuvo tiempo para participar en el segundo. Con el confinamiento, las Escuelas de comunidad pasaron a celebrarse por Zoom. «Pero para mí eran encuentros a todos los efectos, donde me dedicaba a mirar los rostros y escuchar las cosas que esos amigos desconocidos contaban. Todo lo que decían tenía que ver conmigo. Me preguntaba: “¿Pero cómo es posible que un hecho tan horrible pueda abrirme a algo tan hermoso?”».

Paul, aunque no le entusiasman estos encuentros, no puede evitar reconocer que Maria ya no es la misma. Pero mientras que a ella se le han pasado hasta los ataques de pánico, él, desde la muerte de Matthew, ha empezado a apagarse y no es capaz de creerse esa “historia” de Dios. Sin embargo, hace unas semanas llegó a casa con un regalo para María. «Abrí el paquete y dentro había una biblia. Era como si me estuviera diciendo: “Sigue por este camino. Al menos tú sigue disponible”». María siente el peso de la responsabilidad, pero no está sola.
Hasta los niños, que antes solo eran fuente de preocupación, ahora los ve como compañeros de camino. Hace poco, cenando una noche, Michael, de cinco años, preguntó a bocajarro: «¿Vosotros creéis que Dios ha terminado de crear?». María se tomó unos segundos mientras terminaba de tragar un bocado y mientras tanto pensaba en los últimos meses, en tantos hechos grandes y pequeños que han logrado aferrarla profundamente: «Dios nunca deja de crear, cada día sigue haciendo muchas cosas en el mundo y también dentro de nosotros. A mí por ejemplo me sigue haciendo un montón de regalos. El último, esta pregunta tuya».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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