Ser santo es darse. Darse a sí mismo, por entero. Como la pobre viuda del Evangelio, dar de lo que uno necesita para vivir. No de lo que a uno le sobra, o de lo que uno da a un interés del 15%. Eso no es dar, eso es usura. Darse significa dar de lo necesario para la vida, de la sustancia misma de la vida. Y gratis.
El santo se parece a Dios. Dios nos ha dado a nosotros mismos en la creación. Se nos ha dado a sí mismo en Jesucristo. Se nos da cada día en el perdón de los pecados, en la Eucaristía, en la comunión de la Iglesia, en la esperanza de la vida eterna. Tal vez se nos pasa por alto que las palabras de la consagración en la Misa son la presentación de un regalo: "Tomad, comed". "Tomad, bebed". La comunión es un regalo. La fe es un regalo. La vida es un regalo. La vida eterna es el regalo de los regalos.
Dios es amor, y ese amor es el corazón del mundo, lo que sostiene el mundo, mucho más que la ley de la gravedad o cualquier otra ley por el estilo.
El santo se parece a Dios, porque se da a sí mismo gratis. No para "hacer apostolado", como lo haría un activista de un partido o de una ideología, ni para sentirse satisfecho a la hora del examen de conciencia, sino gratis; con esa misma gratuidad con la que Dios nos ha creado, nos perdona, se nos da a sí mismo en la Cruz y en la Eucaristía. Y no con palabras, o en momentos aislados o con ciertas personas, sino "en obra y en verdad", al hilo mismo de la vida. El santo hace del amor y de la generosidad la trama de la vida misma. El santo no invierte su vida, la derrocha. ¿pero acaso no es todo lo que existe (incluyéndonos nosotros) un derroche del amor de Dios?
Hablar de derroche en una sociedad como la nuestra tiene que sonar a locura, a enajenación. ¡Ojalá lo estuviéramos! Porque la escasez de santos en el mercado puede ser trágica para el mundo, mucho más que la escasez de pan o de patatas. Verá usted. Sin amor, el hombre puede leer seis periódicos todos los días, viajar a la velocidad del sonido y tener un chalet con piscina en cualquier urbanización de la sierra, pero nada le distingue de los cerdos, los lobos y las hormigas (si exceptuamos el pequeño detalle de que ni los cerdos, ni los lobos o las hormigas son desgraciados, y el hombre generalmente lo es). Los documentos de la Iglesia lo llaman "vocación universal a la santidad". En román paladino eso se traduce por "quien renuncia a la santidad, quien renuncia al amor, no es más que un hombre a medias" o, para ser más exacto: un monstruo. Y pretender fundar una sociedad, una convivencia, sobre otras bases que no sean las de la generosidad, el perdón y el amor gratuito, es una empresa monstruosa, ilusoria y condenada al fracaso.
- ¿Está usted insinuando, por casualidad, que una sociedad basada en el Evangelio sería siquiera posible? ¿Es resolver los problemas del mundo a golpe de santos?
- Pues sí, ya ve usted. Pero vamos por partes. Esa sociedad no sólo es posible, sino imprescindible, si quiere usted que sus nietos respiren algo que no sean gases sulfurosos, o simplemente que respiren. En cuanto a los santos, pues verá, no estoy pensando en unos pocos, quiero decir, unas pocas docenas, estoy pensando en un pueblo entero de ellos. Y que si no, vamos de cráneo. Que lo vamos. ¿Qué le parece?
- Que me da risa. ¿viene usted de algún asteroide, por casualidad?
- No, no. De aquí, de mi pueblo. Pero puede usted reírse. Aunque, cuando ese fracaso o el miedo y la desesperación creados por él pueden rubricarse con una docena de bombas atómicas, la cosa no es para bromas. Vamos, digo yo.
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