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Huellas N., Noviembre 1981

IDENTIDAD

Moralidad: del deseo a la madurez

Don Giussani a los responsables universitarios
Reproducimos una locución de don Giussani hecha en Verona el 24 de enero de este año a un grupo de responsables del nivel universitario del movimiento.

PREMISA: LA FRAGILIDAD HUMANA EN NUESTRA EPOCA
Antes de comenzar, se debe poner una premisa importante, aunque nos pueda parecer demasiado evidente: todos nosotros somos hijos de nuestra época, de nuestro mundo, de nuestra sociedad. El resultado trágico de esta pertenencia: se pue­de reducir, en mi opinión, a las siguientes afirma­ciones: nuestra época no puede impedir que sur­jan "buenas intenciones", pues lo contrario signi­ficaría que habría conseguido destruir la estructu­ra original del hombre, es decir, ser criatura de Dios. Mas, ¿qué es lo que nuestra época logra des­truir? El pasar de las buenas intenciones a la mora­lidad. De este modo la intención no se convierte en responsabilidad, que consiste en comprometer­se consigo mismo y, por tanto, en una lucha que atraviesa los obstáculos y que sabe construir. Nues­tra sociedad juega con la fragilidad del hombre, con lo que en términos cristianos llamamos conse­cuencias del pecado original. Juega con la fragili­dad y no evita la connivencia con esta fragilidad.
Toda connivencia con la fragilidad es mentira: las buenas intenciones que no se convierten en res­ponsabilidad se reducen a pura emotividad. Hay personas que durante algunos años pueden actuar con dinamismo y vivacidad, moviéndose en fun­ción de esta emotividad. Pero la emotividad de una persona honrada no logra vencer la resistencia al bien que hay en nosotros y que es la raíz de la fra­gilidad. De este modo no se convierte en responsa­bilidad personal y, por tanto, tampoco está en con­diciones de transformarse en trabajo, que supone esfuerzo. En efecto, la sociedad actual ha elevado a principio el que el esfuerzo es una dificultad. El esfuerzo es una objeción para lo que se quiere ha­cer. La connivencia con la propia fragilidad consis­te en dejar campo abierto a la propia fragilidad y en no combatirla.
El que surja una intención buena tiene su be­lleza: es bonito, por ejemplo el nacimiento de un ideal de relación entre un hombre y una mujer, lleno de sentido, lleno de valor significante, lleno de posible energía evocativa de lo mejor, de la verdad, del bien, de la belleza.
Es fácil que surjan estas "buenas intenciones": no podemos leer El anuncio a María de Paul Clau­del sin sentirnos impresionados; no podemos leer el segundo capítulo de Miguel Mañara sin sentirnos afectados de algún modo; no podemos leer ciertas páginas de Leopardi o de Manzoni, sin oir de lejos el eco de la fascinación de una limpieza extraordi­naria. Pero esas buenas intenciones se quedan en eso: en una bonita emoción. La fragilidad se halla en el obrar, a la hora de la práctica. Connivencia significa que no luchamos contra la resistencia que sentimos frente al Ideal, por lo que, a pesar de la emoción, las intenciones buenas, bellas y auténti­cas nos resultan extrañas. Pasa como con el campo, cuando se ve a lo lejos un sol maravilloso y los co­lores allá en el fondo son fantásticos, mientras que aquí cae una granizada que destruye todos los vi­ñedos, que arruina el campo. Las buenas intencio­nes se parecen a esa serenidad de fondo, a ese sol que se entrevé en medio de la impotencia con que uno ve deshacerse todas las cosas propias.
Quería insistir sobre ese punto para que nos situásemos en una posición realista, sin escandalizar­nos de nosotros mismos, en cuanto hijos de nues­tro tiempo; en otras épocas este desajuste total entre intención y moralidad no era tan radical. No debemos escandalizarnos, pero debemos estar aten­tos, porque éste es un paso mucho más duro que en otros tiempos. El esfuerzo de nuestra compañía está aquí precisamente: la intención que no se con­vierte en moralidad, que no se transforma en res­ponsabilidad, que no nos penetra como juicio de nosotros mismos, que no nos empuja al trabajo, a una expresión distinta, a un comportamiento distinto frente a la existencia.

DEL DESEO A LA RESPONSABILIDAD
Pero si estamos aquí es porque todavía queda en nosotros un punto de conexión con aquel Ideal que nos impactó inicialmente, porque todavía que­da en nosotros el sabor de la propuesta que nos congregó; de lo contrario ya nos habríamos ido.
Esa tensión ideal es tangencial, débil como un hilo; pero está ahí, perdura. Un hilo de esperanza que todavía no se ha arrancado, porque si no no vendríamos aquí. Lo mismo sucede con la gen­te que nos rodea, tal vez cansada de hacer la Escuela de Comunidad de una determinada manera: toda­vía les queda un hilo de esperanza; de lo contrario ya no seguirían. Lo que esta mañana habéis defi­nido como, "verdadera autenticidad" o "distinto modo de ser", por lo que la gente viene, es nuestra fidelidad al empuje y a los contenidos de cuando empezamos. Ese deseo, esa tensión hacia el Ideal, se puede llamar "origen", porque es la semilla de la libertad. La libertad es la naturaleza misma del hombre; por eso este no se define por lo que pien­sa, tiene o hace, sino que está constantemente sediento de otra cosa. Este origen es como el confuso tal vez vigoroso descubrimiento de Algo como contenido, valor y consistencia de uno mismo. Si estamos juntos es porque este descubrimiento de Alguien; este origen, te abre; mientras que el de­seo, entendido como exaltación de lo que se sien­te, te cierra.
El deseo no es subrayar lo que se siente, sino presentimiento de la respuesta. Eso es lo que lla­mamos "sentido religioso". Entonces, ¿dónde está el problema? Está en el hecho de que este hilo de deseo no se vive. Es como encontrar en nuestra huerta una pequeña planta y no cuidar su crecimiento. El agricultor que actúa de este mo­do es un inconsciente y un irresponsable, es de­cir, un inmoral. Nuestro problema es precisamente la inmoralidad, o sea el descuidar el hilo del deseo, de ese sentido religioso que todos llevamos den­tro y que llega a convertirse en algo ajeno a nuestra vida y a nuestra persona.
Este hilo del deseo es algo que vivimos por pura inercia, sin que pase a ser verdaderamente cons­ciente en nuestra vida. Esta inercia es la inmora­lidad.
En este sentido debemos atacar la idea de una moralidad que se identifica con la coherencia, por­que esto es una coartada, o mejor, la connivencia con la inmoralidad más grande. Se trata, en cam­bio, de una humildad de fondo, una postura huma­na que reconoce a Otro como respuesta y medida de todo, de modo tal que, aunque yo sea incohe­rente mil veces al día, mil veces me siento juzgado. Pero si no he reconocido y abrazado esta respues­ta, yo no me siento juzgado ni siquiera por la inco­herencia, y digo: es inevitable equivocarse, no im­porta; más aún, es justo que sea así.
Todo el problema está aquí: en este hilo de de­seo en esa "tensión hacia el Ideal", en ese "senti­do religioso", en el que hay algo distinto, "una promesa" (así es la esencia de la divinidad que se revela en la Biblia: promesa).
Este origen, esta unidad de fondo en la postura humana que me juzga hasta un millón de veces al día, no da tregua: estoy en tensión constante; esto es la moral.
Por eso la moral consiste en conservar el estado original en que el hombre ha sido creado, es decir, la tensión hacia el infinito, la "religiosidad". La fragilidad verdaderamente nefasta es la fragilidad teórica (muy distinta de lo que significa intelec­tual): una fragilidad que afecta a la conciencia de sí y del mundo; alguno, en efecto, ha dicho que ha cambiado "desde que Otro le sacudió el cora­zón y le hizo comprender que él era él y no una persona abstracta".
Esta fragilidad teórica pone en la raíz de nues­tro árbol una división entre la intención, que ca­da vez se hace más abstracta, y la realización del yo. Pero esta división se puede prolongar durante muchos años aun siendo "responsables de la co­munidad" y,' acabados los estudios, lleva a hundir­se en un aburguesamiento de la vida, encerrándo­se en los asuntos privados como sucedáneos del sentido de la vida: la afectividad familiar y el tra­bajo profesional. Estos aspectos privados se reve­lan entonces como no juzgados, a causa de esa di­visión de fondo, de ese hilo no cultivado, de esta inmoralidad. Esta posición humana no es auténti­ca precisamente en la definición de uno mismo.

EL DESARROLLO DE LA ACTITUD MORAL
Hemos dicho que la moralidad es el hilo de de­seo que se convierte en responsabilidad, es decir en reconocimiento y adhesión al mismo, y por tanto en definición de nuestra personalidad. Porque la personalidad se afirma en aquello que define la na­turaleza del hombre, es decir, en su relación con el infinito, con el Otro, que es consistencia, conteni­do, respuesta a sí mismo. Hay dos factores de desa­rrollo de esta moralidad:
a) El primero es una cosa simple, pero verdadera cuando se siente su dureza: sucede cuando el hi­lo se hace mío, reconocido y poseído. El acon­tecimiento más simple e inmediato que puede ocurrir. Lo describe la palabra deseo: un deseo reconocido y poseído, es decir, mío. "Grande es el hombre con capacidad de deseo". Aquí el deseo ya no es el residuo de una gracia, sino que yo lo formulo: el "origen" se convierte en mi deseo. Existe siempre un eco de aquella pro­mesa que sacudió mi corazón, pero no somos responsables de ello; es una necesidad de la que estamos notados. Ahora, en cambio, el deseo es un acto mío, es el acto con que reconozco el hilo conductor y decido vivirlo personalmente. Es un fenómeno simple e inmediato, pero en nosotros no es normal en absoluto, porque el deseo del Ideal es la primera ruptura de nuestra inercia, y de nuestro egocentrismo. Los nues­tros, que han terminado la universidad o la formación profesional, a menudo viven la fami­lia y el trabajo de manera burguesa, como todos los demás. El presentimiento de acabar como ellos sólo se rompe con este deseo. Si estás bien, desear otra cosa significa romper la satisfacción de lo que tienes.
El deseo activo y moral coincide siempre existen­cialmente con el fenómeno de la pregunta. Yo soy tan frágil, cerrado, impotente: el primer gesto de mi libertad es desear salir del status quo.
El primer modo es gritar, pedir: se llama ora­ción, y, por tanto, deseo del Otro, voluntad como acto mío, petición al Otro: "Venga a nosotros tu Reino". La condición de la peti­ción auténtica, no pietista ni formal, es que ha­ce daño, rompe, molesta, y, por tanto, es con­trición, sacrificio. La liturgia identifica la ora­ción con el sacrifico, con el reconocimiento de que no se tiene consistencia por aquello que se tiene, sino por Otro, y entonces sí se puede re­nunciar también a lo que se tiene. Uno puede permanecer estancado donde está mientras pi­de, pero comprende cada vez más que esta pe­tición cansa y el cansancio no es una objeción. El comienzo de esta postura correcta es la pe­tición. Tanto es así que uno no puede permane­cer permanentemente parado y proseguir pi­diendo: en efecto, si la mentira no se quita de la petición, ésta antes o después cesará; pero si la petición es auténtica y continua, lleva­rá consigo inevitablemente un cambio. "Quien busca encuentra y a quien pide le será dado" (Lc. 11).
El resultado de esta moralidad es una disponi­bilidad del propio yo, de modo que la incohe­rencia resulta cada vez más sólo fragilidad y no el resultado de una opción. Esta disponibilidad se manifiesta también en las actividades de la comunidad y en lo que la compañía te pide para tu correcta educación. Por ejemplo: la pedagogía de la "acción caritativa" es esta dis­ponibilidad y no la afirmación de un sentimien­to propio o de un "sentido del deber". Tal dis­ponibilidad hacia la compañía, ante la vida de todos los días, es el resultado de la oración; por eso hace cambiar, con sacrificio, pero sin que todo esto se sufra como obligación.
b)La consecuencia del primer factor es la búsque­da cultural y política (la palabra política indica el horizonte global de las cosas que podemos encontrar), en la que el origen muestra su ros­tro y crece hacia la totalidad. Si el hilo del de­seo es la semilla de la libertad, (la libertad, es decir, la esencia del hombre), sólo se desarro­lla zambulléndose en la realidad. La pregun­ta que tengo dentro me hace reconocer la exis­tencia de las cosas en que me sumerjo y me mantiene en mi naturaleza originaria que es tensión hacia la totalidad: esta tensión no me hace simplemente soportar la realidad, sino que determina el método de mi trabajo. Ese deseo me capacita para juzgar las cosas, es decir, compararlas con la totalidad, y al mismo tiempo me abre, me dilata y me hace usar las cosas, convirtiéndolas en ocasión de "encuen­tro". Aquel deseo me hace tomar en serio las cosas, hace que les reconozca su consistencia y me empuja a usarlas conforme a lo que son. El deseo tiene su verificación en este tra­bajo: en esto consiste la cultura.
(Ahora se comprende el incomparable servi­cio pedagógico para el desarrollo cultural que es el dolor. En el dolor uno se encuentra entre la espada y la pared. O encuentra su significado o sucumbe).
La búsqueda cultural y política es la disponi­bilidad de uno mismo al servicio de algo más grande. Recordad que la esencia del deseo es el reconocimiento, la percepción de algo más gran­de. La mujer, el estudio, el levantarse, el amigo: ante todas las cosas uno se siente empujado a adoptarse para afirmar en aquella relación el propio deseo, el ideal, lo más grande. Este de­seo me hace luchar, porque se convierte en la clave de interpretación de las cosas que encuen­tro; me sugiere cómo manejar la realidad, es de­cir, cómo proyectarla. Todo se convierte en parte de un proyecto, y entonces "ni siquiera un pája­ro cae" sin que el proyecto del Padre vaya ade­lante, y ni siquiera una palabra dicha en broma es inútil: ésta es la racionalidad suprema.

Hay dos condiciones sicológicas de este desa­rrollo cultural y político.

La primera es que este desarrollo es proporcio­nal a la sencillez y pobreza de corazón: esto sig­nifica que uno no tiene nada que defender frente a la verdad de las cosas y, por tanto, frente al ideal.

La segunda es lo que llamamos gusto estético: la disponibilidad para escuchar la fascinación de la verdad.

El modo como se estudia puede estar muy de­terminado por la sensibilidad estética y puede ayu­dar a generarla, porque el estudio exige que se ha­ga sintiendo la fascinación por la verdad; de lo contrario es algo que resulta extraño, como una especie de pegote... Esto es cierto en todo tipo de estudio. Uno que tenga esta actitud de sencillez o gusto estético, su deseo cultural le lleva a una ac­titud dinámica que le inclina a pedir ayuda y saber a quien pedirla.

NUESTRA COMPAÑIA, CAMINO DE LA MADUREZ
¿Cuál es el instrumento que ayuda al desarro­llo de la moralidad, que salva y fortalece este hilo de deseo, este reconocimiento del Otro más grande que yo, de Cristo? Es nuestra compañía, la compañía como regla de vida. Como se ha dicho, esta compañía es regla de vida si es lugar que mantiene la memoria del origen, del Otro, sea como llamada a retomar el hilo del deseo, sea como ayuda en el choque con la realidad.
Nuestro movimiento no tendrá ninguna inci­dencia sobre la Iglesia ni sobre el mundo si esta compañía no alcanza su realización última, es de­cir, si no crea una unidad madura. Habrá sido innegablemente útil. Pero una emoción juvenil no de­jará jamás más que escasas huellas. La misma sub­sistencia de nuestro movimiento deberá sostenerse en base a esta unidad de gente madura, porque el movimiento no habrá educado si no ha generado gente que percibe la comunión y la liberación como dimensiones de la propia personalidad res­ponsable en la familia, en el trabajo, en la presen­cia civil y en el proyecto de vida. Esto es lo que la palabra "fraternidad" querría indicar. Sin esta búsqueda cultural y política sólo queda un vitalis­mo adolescente que no puede llevar adelante esta­blemente las cosas. Permanece la generosidad que no percibe cuál es su puesto en el mundo.
Esta es la razón de por qué la mayoría de voso­tros tenéis una fe abstracta y acríticamente percibi­da, y, por ello, no se utiliza para su fin. La fe, efec­tivamente es para la historia, es para el mundo; lo mismo que el individuo es para el mundo y, en tal sentido, es personalidad, persona.

DEL FORMALISMO A LA LIBERTAD
¿Cuál es la necesidad más urgente de nuestras comunidades, y por tanto de nuestra persona? La necesidad más urgente es la lucha contra el forma­lismo... Es formalismo toda postura que no brota como pregunta ni se desarrolla como postura cul­tural. Es formalismo toda actividad que no expre­sa el propio deseo original y el propio destino. De este modo la vida continúa estando dividida y, por lo tanto, por la inevitable connivencia, se convierte en mentira. El formalismo deja la vida en el equí­voco y en la mentira. Para el formalismo no es po­sible la novedad, el cambio. Se hacen las cosas, pe­ro el cambio propio y del hombre que está a nues­tro lado no se ve como algo posible.
¿Qué es lo opuesto al formalismo? Lo opuesto al formalismo es la libertad. Esta es la consigna pa­ra nuestras comunidades: vivir la comunidad en la libertad. ¿Y en qué sentido la libertad es lo opues­to al formalismo? La libertad fundamentalmente es el ímpetu con que el hombre vive, el ímpetu con el que tiende a su destino, al infinito (sentido religioso).
Entonces la libertad se mueve por una fuerza que la atrae. Por eso el origen de la libertad es un juicio: "Esto es verdad porque su atracción es el reflejo de lo verdadero, de lo auténtico".
La libertad nace siempre como juicio, es decir, como reconocimiento de la atracción de la ver­dad; por tanto comienza siempre como razón, es la razón.
Este reconocimiento de la verdad me mueve con su atracción y se convierte en adhesión, porque es amor. La razón es aquel aspecto de la libertad que define la ligazón que existe entre lo que se hace y la totalidad, el ideal; por eso es un juicio que nos impulsa a la adhesión. Debéis entender este fenó­meno de la libertad como juicio, como medida de la relación con el infinito, con la totalidad, y como adhesión a esta medida.
Es en la relación con la totalidad donde está la verdad de las cosas. En esto consiste la "discipli­na". Si uno compara con el ideal a su mujer y ama a su mujer con esa medida, desarrolla una disci­plina con su mujer. Y lo mismo en todas las de­más cosas.
La cultura es la libertad que abraza la realidad, movida y determinada por el reconocimiento y el amor de Cristo, es decir por la totalidad. La cultura es producto de un amor, es la afirma­ción de Otro.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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