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Huellas N.7, Julio/Agosto 1981

PRESENCIA

Educar a los hijos "Como Dios manda"

Giovanni Riva

Un padre cuenta cual es su método edu­cativo: obedecer a la ley del amor que nos ha hecho existir. Ya lo decía San Juan Bos­co, pero es aventura siempre actual.

Para mi mujer y para mí, la relación con los hi­jos consiste en proseguir lo que la naturaleza, con su método, nos ofrece. Un hombre entra en el mundo antes de haberlo comprendido; un hijo es concebido y nace antes de conocer madre, padre, rostros y lugares. Es ley metodológica de la natura­leza que hace falta vivir para comprender, que la realidad solo se conoce implicándose en ella. Para comprender algo hay que seguirlo. Es decir, se ne­cesita entrar en una experiencia antes de afanarse en discutir sin descanso sobre ella. Esta es, pues, nuestra relación con los hijos, el método educativo que usamos en nuestra familia. Diría incluso que es el de la liturgia católica, que solo pide la adhesión, a pesar de todos los inventos litúrgicos actuales. Creo, sobre todo, que es el mismo empleado por Cristo: "Ven y sígueme. Ven y verás".
Indudablemente los niños están predispuestos a este método, lo requieren. Ellos devoran la leche que les viene del seno materno y la papilla que se les prepara después; pertenecen a la realidad que supone la presencia de sus padres junto a ellos. Tie­nen por naturaleza una capacidad obediencial. Y, como tal, exigen que los padres sean conscientes de lo que deben darles, es decir, que sean padres no solo la noche (antes se decía que solo ocurría de noche) de ternura en que los concibieron, sino siempre. Y como el niño es un ser que tiende a cre­cer en hombre, este siempre debe adecuarse a ese desarrollo del hijo: aquí es donde han surgido los problemas para nosotros; entonces es cuando he­mos sentido la dramática responsabilidad de ser padre y madre.

La autenticidad de los padres fuente única de autoridad
Un primer problema es el del aspecto, digamos, de la propuesta, que es fundamental para no renun­ciar a la propia responsabilidad: nos hemos dado cuenta, por ejemplo, de que durante la misa no podíamos pedir a los pequeños que se callaran si no demostrábamos la autenticidad de nuestra par­ticipación en ese gesto; y no podíamos demostrar­lo si no era cierto, esto es, si verdaderamente noso­tros no creíamos en la indispensabilidad de dicho momento en nuestra vida. Con los hijos poco valen los razonamientos e indicaciones si no son compa­rables en el testimonio personal: creo justamente que el método preventivo radica en vivir primero lo que propongo, pues de otro modo solo habrá formalismo, mantenido mientras el hijo se vea obli­gado a residir bajo tu techo, y basta. El resultado de este fariseismo inconsciente en la actitud de tantos padres que pretenden servir a dos señores irreconciliables ha sido, y sigue siendo por desgra­cia, la defección masiva de los hijos (incluidos los de altas personalidades del mundo católico): lo que no proceda de la convicción es inútil propo­nerlo a los hijos, además de ser inútil y dañino para uno mismo. La autoridad, corno dice Mounier, es el encuentro con una llamada, es una persona directamente implicada en lo que propone, es un lugar de referencia que intenta encarnar en todos los aspectos de la vida, el mismo valor, o reclamo ideal a los valores, que pronuncia y que se siente obligado a transmitir ( en cuanto transmisor de la vida, y la vida no es solo respirar) al hijo. La deser­ción de la responsabilidad de educar a los hijos ( ca­lurosamente apoyada por el estado italiano, gestio­nado por democristianos que son la negación de esta preocupación) es deserción de uno mismo, es un insulto irresponsable contra la sociedad, es un grave delito contra la caridad ( en base a la cual seremos juzgados, y no por los tribunales de la mentalidad dominante sino por el de Dios, si de tribunal se puede hablar para la condena a la deses­peración total que ya ha comenzado para muchos).

Atender al ritmo de desarrollo de la conciencia: la discreción
Otra responsabilidad de la alegre carga de ser padre es la de la discreción. En efecto, la naturale­za es discreta: se dice que non facit saltus; no se puede hacer crecer un árbol tirando de sus ramas, sobre todo si dicho árbol es la conciencia. Esta se desarrolla siguiendo ritmos distintos y, cuanto más demuestran los hijos una inteligencia y voluntad propias, más necesaria es la discreción en los térmi­nos de la propuesta dirigida a la libertad del otro. El objetivo de la educación es precisamente el de hacer brotar, es la libertad inteligente y capaz de trabajar.
Se llega a un punto, con un hijo, en que marido y mujer vuelven a encontrarse con la propia tarea inicial de maduración personal, pero con un amigo adulto más con el que caminar unidos. Nosotros tenemos cinco hijos y -perdonadme el supuesto, hijos míos- si mi mujer hubiera abortado, abría­mos perdido en vida y vitalidad nosotros mismos, porque cada uno de ellos ha tenido una función y la tiene todavía; precisamente para mí, para noso­tros, además de para el mundo.
Un ulterior sentido de la responsabilidad nace, para nosotros, del observar la diferente edad de nuestros hijos ( el mayor tiene doce años y el me­nor cuatro); pero el problema del que quiero ha­blar puede mostrarse considerando también la evo­lución de un solo hijo. La responsabilidad, esto es, la respuesta a dar, consiste en lograr adecuar con ingenio los valores, los mismos valores, a cada ins­tante de la continua evolución, de las diversas eda­des, los diversos ambientes, estados de ánimo y problemas de los hijos. Es un asunto que nunca nos deja plenamente tranquilos, porque es factor fundamental para la adquisición de una conciencia, de un darse cuenta, de una adhesión inteligente por parte de los hijos.

He hablado de algunas responsabilidades: todas ellas nos hacen esta atentos, reflexionar, sobre todo en nosotros mismos. Se aprende más como padre que como hijo. Se nos educa al educar; y esto alienta el gusto por la realidad, nos hace de­sear aprender cada vez más para saberlo transmitir. Se aprende en la vida afrontada con seriedad: la educación es un arte, una intuición por la que, pri­meramente, se esbozan algunos golpes de escoplo y, después, poco a poco, con extrema atención para no arruinarlo todo y poder sacar una obra maestra, se corrige, se cincela y se perfecciona, en un camino hecho de reflexión, esfuerzo y descu­brimientos, hasta que sale de la piedra rudimenta­ria la obra completa.

Apertura al diálogo no es neutralismo
Quisiera también citar un aspecto del método educativo consistente en la preocupación por la confrontación y la apertura, por aquello que en tiempos del papa Juan se llamaba el diálogo, en sentido amplio y genérico. Ciertamente, a medida que el niño crece en edad e inteligencia, la disposi­ción a la confrontación y la apertura es algo a desa­rrollar; pero esto es preocupación de los padres, no del niño. Son los padres los que deben hacerse car­go de ello, y serán capaces de provocarlo en el hijo cuanto más vivan ellos mismos esta actitud. Mucha mentalidad aperturista, en cambio, no es real aper­tura sino falta de ganas o ausencia de capacidad de sacrificio para educar, esto es, de sacrificio para ponerse francamente en cuestión frente a la tarea educativa confiada por Dios naturalmente.

Ejercer el amor paternal es introducir al Dios cristiano en la existencia
He hablado de un método. Quisiera afrontar ahora el contenido: también este viene ofrecido por la naturaleza. A la postre, en la educación, la palabra la tienen los hechos más naturales y evi­dentes, como el de que para nacer hace falta un pa­dre y una madre. Se habla mucho de muerte del padre, y como dato sociológico, puedo aceptarlo; pero la culpa de esto no es solo de los hijos que buscan nuevas sensaciones: es también culpa de los padres, que han propuesto a los hijos solo parciali­dades y no a sí mismos. Un padre es padre: presén­tese entoncés como tal. Para este pequeño ser ex­traño, que tiene que adaptarse con esfuerzo al in­consciente temor del existir, los que le rodean re­sultan ciertamente tremendos; pero, con el paso del tiempo, con la frecuencia de su compañía y la experiencia del amor gratuito del que está rodea­do, ellos asumen para él un rostro nuevo. Esto es para nosotros decir "padre" o "madre". El hijo percibe, poco a poco, sin caer en la cuenta, que es objeto de atención. Y así el padre es el primer signo con que el Dios creador se presenta al ni­ño, para acompañarlo.
Un padre es necesario para nacer, pero que te ame es algo gratuito. De igual modo es necesario un Dios, pero que te ame es ya gratuito. Es el comienzo del sentido de Dios en la existencia. Más aún, es el sentido cris­tiano de Dios: el Padre nuestro, cuya paternidad compartimos con Cristo y que solo en la unión a Cristo, su único hijo, es posible obtener. Por ello el primer paso de la educación, para nosotros, se ha dado mediante estos signos y, sin medias tintas aunque -con muchas incoherencias, mediante lo que nosotros habíamos aprendido y continuamos queriendo aprender: Cristo fundamento de todo, hasta en los detalles, de los árboles a las montañas, desde por qué hay abuelos hasta por qué se muere, desde hacer cuentas hasta aprender a escribir, des­de el por qué la injusticia al qué es el bien y el mal ... Nuestro deseo es que los hijos, a los cuales pedimos el justo sacrificio de respetar el clima de seriedad de algunos gestos que nosotros, adultos, realizamos, y a los cuales damos el sacrificio de ha­cernos niños con ellos en la seriedad de sus juegos, caigan en la cuenta y se hagan cada vez más cons­cientes de que es plenamente razonable y humano tener confianza en Cristo, de manera que sientan, en el ambiente en que les tocará vivir, el derecho de comprometer la inteligencia y el corazón con Él, con toda lucidez intelectual, libertad y coraje.
Un ejemplo: el otro día, el más pequeño respondió así a la maestra que le había reñido en la guardería un poco secamente porque se había ensuciado: "Mi padre me grita si no quiero a Jesús, no por estas co­sas".
Y así la humanidad se plasma en Cristo y la vida puede convertirse en la aventura cristiana en la sociedad.

Cuando la Iglesia puede percibirse como comunión...
Además del valor del signo, que ya he subraya­do, quisiera citar solamente algunos aspectos del contenido del sentido cristiano de Dios, es decir, del descubrimiento del Dios Padre mediante Cris­to.
El primero es el de nuestra humanidad personal que se hace comunión, anhelo de todos, ya que hemos sido devueltos a la hermandad en Cristo. En otros términos se puede llamar ley del amor y tiene dos caras principales. La primera es un inte­rés por todo: más que curiosidad natural es un de­seo de conocer y ver la relación que todo tiene con Dios. La segunda, que como forma del signo tiene su plenitud, es la Iglesia. La iglesia que dar a conocer es la hermandad en Cristo, no una entidad abstracta y, mucho menos, formalista: comienza aquí, entre nosotros." ¿Donde está Jesús que no se le ve?" me preguntan. Si mamá ha hecho fritos y vosotros abrís la puerta al entrar en casa, y sentís el olor sin verlos aún, gritáis: " ¡Hay fritos!". O cuando yo llego a casa y toco el timbre a mi mane­ra, vosotros saltáis de alegría y decís: "¡Es papá!"
El timbre es un signo por el que sabéis que soy yo; el aroma es un signo por el que sabéis que hay fritos. Nuestros amigos que quieren a Jesús, la co­munidad: he ahí el signo por el que sabéis que es­tá Jesús.
Naturalmente, a medida que crece en edad, esta compañía en Cristo que es la Iglesia debe ser vivi­da y puesta a prueba por el chaval en su entorno, y este es el problema que nos planteamos ya para el mayor: pero vemos que no le falta genio para esto y nos alegramos de poder concederle un buen margen de riesgo, invitándole a probar y hacer, ayudándole a comprender cada vez mejor en con­ciencia los motivos de lo que hace, sin que se can­se nunca de verificar en la práctica como la pro­puesta es vivible en su existencia de cada día, en sus circunstancias cotidianas.
Si existir es ser amados, existir es amar: igual que no es sentimental el ser amados porque es recibir el ser, tampoco procede de una actitud sentimental el amar: se trata de un juicio (obvia­mente con amplitud distinta para el adulto o el hijo) que parte del reconocimiento de Cristo. La educación cristiana, o, si se prefiere, la educa­ción del cristiano, reside en esto. Y creo que la "ley del amor" del método preventivo recomen­dado por Don Bosco reside también en esto, en la Iglesia realizada como hermandad con Cristo que se hace presente entre nosotros: la "prevención" radica precisamente en el hecho de que un con­texto así dificulta y aleja la posibilidad del mal (aunque esté siempre presente en el hombre); o, en todo caso, no "destruye el mal y basta" como Mazinga, es decir, no es punitivo sino que perdona el mal.

Y, para terminar, la escuela
Quisiera hacer otra observación. Se refiere a un aspecto particular del mundo exterior al que nosotros como padres no llegamos (porque el trabajo y los compromisos son muchos) sino indirectamente: la escuela.
En nuestra opinión la escuela es determinante, porque tal y como está planteada hoy destruye totalmente, a veces incluso la que se llama formalmente escuela ca­tólica, toda impostación educativa. Nosotros creemos que, ya que los padres no pueden estar encima, deben aplicar todo su genio en descubrir la escuela que mejor responda al propio plantea­miento educativo. Nosotros la hemos buscado y no la hemos encontrado, quizá porque hemos mirado poco o porque seamos demasiado exigentes; así que la hemos puesto en marcha nosotros mismos con la ayuda de otros padres. El centro de preesco­lar que abrimos en el 72 tiene ahora alrededor de 70 alumnos, la escuela elemental que abrimos en el 75 tiene cerca de 50, y la escuela media que empezamos el año pasado tiene ya 15. No es que al abrir nosotros una escuela, podamos delegar en otros la tarea educativa: seguramente se hace bas­tante más pesada, tanto en lo que se refiere al diá­logo con los hijos como por la contribución per­sonal que debemos dar a la vida de la escuela junto con los demás padres.
No lo he dicho todo, pero quizá demasiado y por ello me excuso. Solo he tratado de dar testi­monio de lo que siento y vivo en esta responsabi­lidad educativa de ser padre. Lo siento si he desilu­sionado a alguien por no haber hablado ni de peda­gogía ni de psicología. Quisiera sin embargo volver a desilusionarlo ahora, al reafirmar que, sin desco­nocer las aportaciones que suponen, estoy conven­cido de que el problema educativo es fundamental­mente un problema religioso, es decir, un proble­ma centrado en las exigencias más profundas y radicales del hombre. En ese quehacer, yo, padre, soy un simple aunque indispensable instrumento para que mi hijo se haga un hombre libre, esto es, hijo de Dios, capaz de asumir su propia función en el misterio de la historia. En el fondo sonrien­do (y sin malicia hacia nuestras mujeres) somos, en el proyecto del Padre, padres putativos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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