La publicación del primer número de nuestra revista, completamente agotado ya a pesar de nuestras propias previsiones, ha suscitado todo un abanico de reacciones, imposibles de resumir aquí precisamente por su heterogeneidad. En cualquier caso, la experiencia de su difusión ha resultado muy interesante. Tanto las adhesiones como los rechazos iniciales proceden de las más variadas simpatías político-sociales. Y eso nos anima, porque indica que no vamos del todo descaminados. Reducido el lenguaje que cotidianamente leemos en la prensa, escuchamos en la radio o sufrimos frente a la televisión, a la más sociológica e ideológica forma de entender la realidad, todo intento de expresar, aunque sea a tientas, cualquier cultura que brote de una fe, tiene, hoy por hoy, necesariamente que chocar. Hay que atravesar el terrorismo intelectual a que estamos sometidos: ¿serán de derechas, de izquierdas o de centro? ¿de los míos o de los otros?, son las preguntas obligadas. Nada de todo eso: simplemente cristianos.
Cristianos convencidos de que sólo el Signo de la cruz abate las paredes divisorias de la historia: las étnicas, las sociales, las sexuales, todas ("Ya no hay judío ni griego, hombre ni mujer, amo ni esclavo: todos vosotros sois uno en Cristo Jesús"). Y el signo de la cruz es vertical y horizontal al mismo tiempo: por eso es irreductible a la sociología "plana". Pero vayamos a una cuestión más de fondo, a la que más no interpela de todas las preguntas planteadas.
Simplemente cristianos. Y ¿por qué un movimiento? ¿por qué no simplemente la Iglesia? La pregunta -que nos plantean amigos con una seria pertenencia eclesial tiene todo el sentido del mundo, porque con la crisis de las estructuras generales, diocesanas y parroquiales, han surgido por doquier multitud de movimientos, grupos y comunidades, más o menos numerosos, que conviven ignorándose mutuamente e ignorando el organismo único de la Iglesia. Y esto, para quien conserva vivas en la memoria las últimas palabras ("Que todos seáis uno, a fin de que el mundo reconozca que he sido enviado por el Padre") no puede dejar de doler. De manera que esa tensión por la unidad sensible, socialmente demostrable, que nace del reconocerse uno en la profundidad del ser, es seriamente compartida por nosotros: es más, se trata de una de las claves de nuestro planteamiento. Por eso nos tomamos tan en serio la objeción.
Objeción a la que -nos parece- sólo cabe una respuesta existencial. Nosotros -sobre todo, los seglares de a pie- necesitamos experimentar la compañía concreta de todos aquellos con quienes compartimos una misma tensión de fe en nuestra vida cotidiana. No tenemos misión canónica alguna, pero sentimos la urgencia en nuestras vidas. Y por eso nos buscamos mutuamente. No, en un primer momento, para "hacer cosas" juntos, sino para "ser" juntos. Y así se constituye el movimiento, de comunión -en la tierra que nos une por debajo, en el destino que nos es prometido por delante- y de liberación -de la contradicción que nos agarrota internamente, de las contradicciones que nos aprisionan por afuera-.
Constituimos un lugar, solo un lugar, del infinito cuerpo de la Iglesia. Donde poder ser "con respecto a su realidad global como la mano que acaricia, mano que no es toda la persona, pero que es al mismo tiempo la persona en el concreto gesto que está realizando". Una mano quizá con callos, agrietada, pero, eso sí, encontrable, reconocible.
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