Hoy el cristianismo se considera un adversario político al que oponerse, ya que la Iglesia es una realidad irreductible al dogmatismo de una razón que se pretende medida de todas las cosas. Se acusa a la Iglesia de poner coto a la libertad de los individuos, a sus deseos y a su derecho a satisfacerlos siempre y de cualquier manera, y por eso se la acusa de violación de los derechos humanos más que a Cuba o a China
La consecución del proyecto político que llamamos “Unión Europea” representa hoy una de las mayores incógnitas de nuestra sociedad. A pesar de la situación de estancamiento actual, de ella dependen muchas orientaciones que influyen decididamente en diferentes ámbitos: ética, economía, mercado, diplomacia, política monetaria, etc.
Relativismo
La crisis del proceso de integración se debe a un error a la hora de abordar el problema de Europa, a una posición política que se niega a partir de la realidad respondiendo a la pregunta: «¿Qué es Europa?». Esta cuestión básica tiene que ver con los fundamentos mismos de la integración europea. Benedicto XVI advierte que hoy los grandes peligros para la convivencia proceden, por un lado, del fundamentalismo, que toma a Dios como pretexto para un proyecto de poder, y por otro, del relativismo, para quien todas las opiniones serían igualmente verdaderas. En este sentido se entiende la involución actual de la UE. Europa está en crisis porque la relación entre razón y política se ha desviado sustancialmente de la noción de lo que es la verdad. Alcanzar un compromiso, que sería el sentido propio de la vida política, se concibe hoy como un fin en sí mismo. De ello se deriva, por ejemplo, una histérica “ideología de la igualdad” en temas como familia, investigación y derechos humanos; lo cual, por otra parte, hace patentes los límites de los liderazgos políticos de estos últimos años, que han contribuido a alejar paulatinamente el proyecto europeo de su significado original.
Ataques a la Iglesia
El proyecto político que llamamos Europa nace, de hecho, del testimonio de hombres católicos como De Gasperi, Schumann y Adenauer que, en respuesta a la devastación sufrida a causa de las ideologías del siglo XX, fueron capaces de articular una propuesta tan pragmática como verdadera. ¿Pero sigue vigente esa perspectiva? Actualmente, en las instituciones europeas existe un fuerte prejuicio respecto al cristianismo. En los diez últimos años el Parlamento europeo ha condenado públicamente al Papa y a la Santa Sede por violación de los derechos humanos hasta treinta veces. Mientras que a Cuba y a China, no más de diez. En sus instituciones, apartando el dato objetivo de la unión entre un hombre y una mujer, se teoriza sobre la familia a partir de hipótesis tan inverosímiles y tan artificiosas que resultan justificadas las dudas sobre la sensatez misma de las instituciones. Si tenemos en cuenta los informes, las propuestas de resolución, las declaraciones –verbales y escritas– presentadas por parlamentarios europeos entre 1994 y 2007, se aprecian al menos sesenta y cuatro ataques a la Iglesia y a las posiciones del Vaticano, que tachan de “fundamentalista” la simple expresión de un credo religioso. El último fue el del pasado abril con ocasión de la resolución contra la homofobia: socialistas, verdes, liberales y comunistas pretendieron que el Parlamento europeo condenara al presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, monseñor Bagnasco. El Partido Popular Europeo consiguió desarticular la maniobra. Como muestra la involución de la izquierda europea, en los últimos años algunas fuerzas han colaborado generosamente a desmantelar la idea original de Europa, yendo en dirección opuesta a las razones por las que ésta se pensó y se quiso.
Apostasía
El proyecto europeo sufre tantas contradicciones y de tal magnitud que en lugar de presentarse como una respuesta concreta y positiva aparece a menudo como un aparato insensato y caprichoso. Benedicto XVI alerta sobre el peligro de una apostasía de la propia Europa. Apostasía entendida como alejamiento de su misma historia, de su propia naturaleza y raíz cultural, fuente de un diálogo y una convivencia que nos han granjeado cincuenta años de paz, desarrollo y derechos. Si es cierto que a partir de este dato se comprende la involución del sistema político europeo, debemos en cambio tener en cuenta un particular: lo que está en juego no es una mera dialéctica política, sino la supervivencia misma de una experiencia de pueblo. El problema radica en saber qué somos nosotros, los europeos, y qué es Europa. Europa debe reparar en que su posibilidad de construir de manera adecuada al hombre de hoy y de mañana estriba en la relación entre derecho natural y política. De lo contrario, acabaremos dañando, no tanto el proyecto llamado Europa, sino la experiencia de los hombres que forman parte de ella. En este sentido resulta más grave todavía el problema de las raíces cristianas de Europa, que no atañe a las jerarquías eclesiásticas sino a la misma supervivencia de Europa.
Un reto político
¿Qué podemos ofrecer como proyecto político y como experiencia que promueva la convivencia entre los pueblos? ¿Qué vamos a ofrecer si no somos capaces de preguntarnos sobre el fundamento de lo que nos une? La cuestión de la Constitución europea se plantea a este nivel. Debe responder a este reto. Derrotando fundamentalismos y relativismos, debemos llegar a decir lo que somos y en qué creemos. Para tener una Europa mejor debemos volver a creer en ella, trabajar y luchar por ella. Europa nació cristiana; no podemos abandonarla a mistificaciones e instrumentalizaciones. Toda la sociedad europea puede encontrarse a sí misma, recuperar su identidad, el motivo concreto por el que somos lo que somos y, con ello, también su destino. Nuestro deber es responder a semejante reto.
*Vicepresidente del Parlamento europeo
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