Su madre fundó el primer hospicio en Rusia. Hoy, ella coordina una red de centros de cuidados paliativos. Porque «una persona debe poder morir sin miedo y sin soledad»
«A principios de la década de los noventa, Rusia era una nación rota. La Unión Soviética acababa de colapsar y todos pensaban solo en ganar dinero. Mi madre, en cambio, empezó a hablar de caridad, misericordia, calidad de vida y calidad de muerte». Niuta Federmesser relata el nacimiento del Vera Hospice en Moscú, el primer centro de tratamiento para enfermos terminales fundado en 1997 por Vera Millionshchikova, pionera de la medicina paliativa en este país. La lucha contra el dolor fue en realidad un asunto familiar. El padre de Niuta, Kostantin, fue el fundador de la anestesiología obstétrica soviética, el primer médico en administrar una epidural a una mujer con dolores de parto.
Hoy Niuta es presidenta de la fundación que lleva el nombre de su madre y que, desde 2006, además de buscar fondos privados para apoyar la actividad de los 14 centros (uno de ellos es pediátrico) que han nacido de esa primera experiencia, apuesta por la difusión por todo el país de la práctica y la cultura del alivio del dolor. Mientras tanto, tras convertirse en una figura pública vinculada a los círculos liberales, además de haber obtenido una nueva legislación sobre analgésicos, Federmesser ha aceptado un cargo público, el de jefa de servicio de cuidados paliativos en el Departamento de Salud de la ciudad de Moscú. «Si no hubiera nacido en una familia de médicos, habría pensado, como todos los rusos, que el sufrimiento es algo normal. Pasan los años, envejeces y es probable que sientas dolor. En cambio, es una forma de injusticia. Y la medicina puede y debe hacer todo lo posible para aliviar el sufrimiento».
¿Qué veía de diferente en sus padres?
Mi madre no toleraba que la gente fuera humillada, como solía ocurrir en la medicina soviética. Asistir a determinadas situaciones le provocó un sufrimiento físico. Quería consolar al enfermo, hacer que se sintiera cuidado y acogido, ayudarlo a vivir con dignidad y amor. En cierto momento me di cuenta de que, con su extraordinaria humanidad, no solo influía en los casos concretos, sino que también tenía un valor cultural. Antes de aquello, y todavía hoy con demasiada frecuencia, los que ya no podían ser sanados eran abandonados.
Usted no es médico, ¿por qué decidió continuar con el trabajo de su madre?
Estudié para ser intérprete. Pero durante los últimos seis años de la vida de mi madre, trabajé junto a ella. Me convertí en sus brazos y piernas. Cuando falleció, decidí continuar con su trabajo que, para mí, significó multiplicar la experiencia que había tenido en el primer centro, y hacer que todos conocieran la cultura de los cuidados paliativos. Porque las verdades sobre las que nació esta realidad ahora se comparten en todo el mundo.
¿Y cuáles son esas verdades?
Que una persona debe poder morir sin miedo, sin dolor y sin soledad.
¿Qué es el sufrimiento para usted?
No puede ser una especie de castigo. Incluso cuando, de manera cristiana, hablamos de él con su valor redentor, no lo hacemos en términos de dolor físico, sino de dolor interior. Hoy, debido al desarrollo de las técnicas médicas, el sufrimiento físico se ha convertido en algo absurdo. En la vida de cualquier persona ya hay suficiente espacio para el sufrimiento interior. El dolor físico te distrae de lo esencial. En la liturgia ortodoxa hay una oración que dice: «Señor, dame una muerte serena, sin tormento y sin dolor».
Al no ser médico, no tiene una relación directa con los pacientes...
De ningún modo. Claro que la tengo, ¡y de qué manera! La relación con el paciente no es solo una cuestión de analgésicos: es contacto, comunicación, ayuda en la toma de decisiones. Es estar al lado de la persona. Porque la persona que muere, aunque tenga a alguien a su lado, está siempre sola ante la muerte. Entonces tienes que acompañarla en ese tránsito. Cuando hablamos de “cuidados paliativos”, tenemos en mente un equipo formado por un médico, una enfermera, un asistente social y un asistente espiritual, que puede ser un sacerdote o un amigo del paciente.
¿Por qué es importante que sea así?
Hablamos de un “enfoque global del dolor”, en sus aspectos físicos, psicológicos, morales, sociales e incluso económicos. Porque cuando una persona enferma, en cierto sentido, toda la familia enferma. Especialmente en nuestro país.
¿En qué sentido?
Aquí no tenemos una cultura que opta por decir la verdad sobre el diagnóstico. Y esto, muy a menudo, termina creando un vacío alrededor del paciente, que es un vacío de comunicación, pero no solo. Todos empiezan a mentir: el médico, la esposa, los hijos... Se establece un sistema de mentiras por el que nadie es libre de decir la verdad al otro. La verdad sobre los propios deseos, los propios proyectos. O bien uno no se atreve a decirle al otro las cosas que le gustaría confiarle antes de que se vaya. El riesgo es no llegar nunca a reconocer la situación real: «Está bien, me estoy muriendo, tengo que enfrentarme a esta realidad y hacer cuentas con ello». También hay casos paradójicos.
¿Por ejemplo?
Pienso en una mujer de 89 años, muy enferma, cansada, dispuesta a dar ese paso. Pero los hijos seguían rogándole que no se fuera... que no los abandonara. Un chantaje emocional. Y parece imposible pero, a pesar de la situación clínica, la mujer no moría. No lograba irse. Y la agonía se prolongó innecesariamente. Nos toca tomar de la mano a estas personas, enfermos y familiares, y ayudarles a romper la cadena de mentiras y silencios intercambiados por amor. Debemos aprender, como hijos, a dejar marchar a los padres, así como los padres hicieron con nosotros cuando crecimos y seguimos nuestro propio camino.
¿Y cuando muere un niño?
Muchas veces los adultos temen haber sido malos padres. Nuestro trabajo consiste en asegurarnos de que las personas puedan vivir plenamente el poco o mucho tiempo que les queda por vivir. Tratamos de ayudar a los padres a considerar el tiempo restante no como una “agonía”, sino como una parte integral de la infancia del niño.
Sus padres murieron. ¿Cómo lo vivió usted?
Les acompañé a ambos. Yo estaba con ellos cuando se fueron. Fue una experiencia dolorosa pero honesta. Fue importante poder pedir perdón y decirnos que nos queríamos. Ahí es donde le prometí a mi madre que su casa de cuidados no moriría. En cambio, mi padre se tomó el tiempo de decirle a mi esposo que me regalara flores a menudo, porque «a las mujeres les encantan aunque no lo admitan». Entonces, aún hoy, cuando mi esposo me las trae a casa, pienso que también son un regalo de mi padre.
¿Qué le ayuda a evitar que su trabajo se convierta en una simple aplicación de procedimientos?
Desde cierto punto de vista, la rutina es positiva. Ahora médicos y enfermeras conocen bien todo el proceso, porque llevan mucho tiempo trabajando juntos. Sin embargo, eso no les impide mantenerse vivos, personalmente, en su trabajo. Para mí es diferente. Siempre necesito ir un paso por delante, lanzarme al próximo proyecto. Ahora, por ejemplo, trabajo en hogares para ancianos e instituciones para pacientes con discapacidad física y mental. Quizás soy superficial y debería concentrarme en una sola cosa...
La Fundación Vera es un ejemplo de vitalidad en la sociedad civil rusa. Sin embargo, en 2016 comenzó a trabajar para un organismo público. ¿Por qué dio ese paso? ¿Valió la pena?
Siempre ha habido sociedad civil en Rusia y siempre la habrá. Mientras exista la persona, su razón y su sentido de libertad, siempre existirá el deseo de luchar por superar la injusticia. Pero las distorsiones provienen de un sistema en ruinas. Si se encuentra un remedio, es necesario entrar en el sistema y colaborar con las instituciones para cambiarlo. Nuestra fundación está lidiando con un problema tan serio y grave que nadie tiene el valor de decir: «No vale la pena ayudar». Y los políticos no se atreven a retroceder. No soy una persona que ponga demasiadas cuestiones de principio, estoy dispuesta a acudir a cualquier tipo de gobierno y –perdone la expresión– “venderle” el tema del dolor del moribundo. Solo un idiota podría rechazar mi propuesta: «Tengo esto, sé cómo hacerlo, no cuesta mucho, es para todos, ¿me pueden ayudar? Y además pueden atribuirse el mérito de haber colaborado». Yo, hasta ahora, en las altas esferas no me he encontrado con ningún idiota.
Pero comprometerse a aceptar un cargo público...
No fue una decisión fácil, pero me alegro de haberla tomado. En los círculos liberales, en la opinión pública demócrata, no fue bien recibido. Pero hay que ver las cosas al revés de como se dicen. No fui yo quien se vio obligada a entrar en el engranaje estatal, sino que, como miembro de la sociedad civil, me adelanté: «Mire, podemos gestionar este servicio». Y me lo confiaron. No me gustan los que protestan diciendo que las cosas tienen que cambiar y luego, cuando tienen la oportunidad de cambiarlas realmente, de ponerse manos a la obra, se retiran. Por supuesto, me da miedo acabar convirtiéndome en una burócrata, perder la capacidad de experimentar la compasión. Pero los cuidados paliativos nunca se limitan a un procedimiento, a un sistema. Exigen atención a la persona. Si estás delante de un paciente y su familia, y realmente deseas ayudarlos, debes sumergirte en su situación. Si lo haces, si sabes escuchar, si tienes compasión, no te convertirás en un funcionario.
¿Cómo le ayuda la fe en su vida y obra?
Hay una escritora que me encanta y que forma parte de la junta de nuestra fundación, Ljudmila Ulickaja, que ha escrito el que considero el mejor libro sobre cristianismo. Se titula Daniel Stein, traductor. Ella se define como una voluntaria cristiana. Creo que yo también. No deseo que me asocien a la Iglesia institucional, a la jerarquía de la Iglesia ortodoxa rusa. Soy una rebelde, detesto las reglas cuando no les veo sentido. Soy cristiana, mi fe es la certeza de que la muerte no es el fin: tenemos esta vida y la que hay después de la muerte. Y pasamos de una vida a otra. Pero no me reconozco en la propuesta que hoy hace la jerarquía de la Iglesia ortodoxa rusa. Sí, mi fe me ayuda: me da la certeza de que no estoy sola en mi trabajo. Pero no quisiera que se hiciera referencia a la medicina paliativa de forma religiosa o ideológica. Es una realidad secular.
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