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Huellas N.09, Octubre 2020

RUTAS

Estados Unidos. ¿Y ahora qué?

Martina Saltamacchia

Las presidenciales de noviembre y la polarización política, el paro y el racismo… Sin embargo el problema de la sociedad americana es uno: «Decantarse por la realidad en lugar de las ideas». Lo testimonia Carolina, una joven directora de un colegio de Boston...

Con motivo del lanzamiento del primer transatlántico de vapor, el escritor James Fitzjames Stephen escribía en 1854: «El Great Eastern, o cualquiera de sus sucesores, atravesará la anchura del Atlántico sin que sus pasajeros se percaten de que han dejado la tierra firme. Con la misma facilidad puede realizarse el viaje de la cuna a la tumba. El progreso y la ciencia permitirán quizás a muchos millones de hombres vivir sin un cuidado, sin una aflicción, sin una ansiedad, y tendrán una travesía plácida y una conversación brillante [...] Pero no es probable que estos tengan un conocimiento del Atlántico tan completo como el de los que en frágiles esquifes han afrontado sus tempestades, sus corrientes, sus olas gigantescas de cresta espumeante y sus huracanes formidables».
Desde hace algún tiempo, parece que para muchos en los Estados Unidos el objetivo de la vida es este cómodo viaje en el Great Eastern, tratando de mantenerse a salvo sin que la vida les moleste demasiado. Y de repente, el trasatlántico se detuvo: primero la llegada del Covid, luego las profundas repercusiones económicas y sociales de la pandemia con todas sus consecuencias. Y la falta de familiaridad con el gran océano, con el oficio de vivir, arroja a muchos a una enorme ansiedad e incertidumbre, ¿y ahora qué?

Para muchos, el primer intento de respuesta fue tratar de seguir viviendo como antes, en busca de una nueva normalidad imaginaria, como si no quisieran lidiar con lo que estaba sucediendo, y siguieran bailando al son de la orquesta del Titanic. Dos ejemplos. En el plano económico, el Gobierno, con una maniobra de dimensiones trascendentales, a finales de marzo destinó tres mil millones de dólares para apoyar a las pequeñas empresas y a los parados, sectores esenciales y ciudadanos particulares, con fondos, préstamos y subsidios. En los próximos meses, muchos exigen la renovación de estos beneficios que, para los desempleados, suelen ser incluso más altos que el salario que tenían antes del Covid. Es decir, el supuesto de partida es que el Gobierno seguirá apoyando al país, sin preguntarse, sin embargo, de dónde vienen estas cifras desorbitadas y quién reembolsará la deuda resultante. Una miopía similar se puede encontrar en el campo de la educación, donde los sindicatos de maestros demandan y amenazan con huelgas a los gobernadores que han querido reabrir las escuelas en septiembre, para proteger la sacrosanta salud de los maestros, pero sin contar con el impacto que las escuelas cerradas y la educación a distancia tienen en el aprendizaje, en las diferencias sociales entre los estudiantes y en el apoyo financiero a los colegios, especialmente los privados.

El 3 de noviembre se vota en las elecciones presidenciales. No cabe duda de que la polarización política entre izquierda y derecha ahora mismo es muy fuerte en el país. Pero el verdadero problema, sin embargo, es otro. Ambas partes desvían la mirada de la realidad, ya sea el Covid, el desempleo o el racismo, y terminan usándola para defender su posición ideológica, haciendo hincapié en la incertidumbre y prometiendo la superación de todos los miedos.
Sin embargo, «el miedo, la inseguridad, la ansiedad nunca pueden eliminarse de la condición humana. Nunca», observaba el filósofo Cornel West recientemente en una entrevista para el Meeting de Rímini (ver p. 16), parafraseando a Reinhold Niebuhr, para quien la democracia es el intento de encontrar soluciones aproximativas para problemas irresolubles. «Nunca nos debe sorprender el mal, cualquiera que sea su forma, y nunca debemos quedarnos paralizados por la desesperación. Quien nunca se ha desesperado, nunca ha vivido. Parte del problema en Estados Unidos es que los estadounidenses se consideran totalmente inocentes y, por lo tanto, creen que la catástrofe les es ajena». Y ahora que nadie puede considerarse ajeno al drama, concluye, «ahora que el mundo entero canta su blues», se descubren tristes, agobiados, heridos. «Todos nos encontramos ante una encrucijada en el camino de la vida: ¿qué harás con estas heridas? ¿Te convertirás en un herido lleno de ira, que golpea e inflige aún más heridas en el mundo, o te convertirás en un amante herido, que ama y cura?».
Una pregunta que también han afrontado las comunidades de CL en Norteamérica frente a los dramáticos hechos de los últimos meses: asesinatos y protestas, la explosión del Black Lives Matter (las vidas negras importan, ndt.), el malestar social, la movilización para recortar fondos destinados a la policía. En las asambleas, discusiones y diálogos de este verano, el primer descubrimiento ha sido darnos cuenta de que no somos inmunes a todas estas polarizaciones y divisiones entre los que se lanzan a la refriega y salen a la calle a protestar, y los que dicen que el racismo es un problema estructural, que siempre ha existido y siempre existirá. Entre los jóvenes, que tienen una necesidad urgente de reaccionar ante las injusticias para construir una sociedad mejor, y los adultos, por quienes se sienten incomprendidos. El primer descubrimiento ha sido darnos cuenta de que no somos inmunes al intento instintivo de huir de la realidad, de retirarse fingiendo que todo está bien o pensando que estas cosas al fin y al cabo no tienen que ver con nosotros.

Para Peter, un estudiante de doctorado en física en Chicago, los asesinatos y las manifestaciones eran algo lejano, no le importaba mucho. Hasta que una tarde una violenta protesta pasa por debajo de su ventana, pasado el toque de queda establecido en algunas ciudades para contener los disturbios. «¿Pero por qué se están manifestando?», se pregunta. «¿Qué les impulsa a correr el riesgo de ser arrestados por violar el toque de queda?». A partir de ahí, empieza a involucrarse, a prestar más atención a las noticias, a estudiar, a descubrir que detrás de los acontecimientos de los últimos meses hay un mundo del que sabía muy poco. Y al mismo tiempo, se da cuenta con dolor de que «estoy aquí diciendo: “Quiero construir un mundo mejor, quiero hacer esto, quiero hacer lo otro”, pero si pienso en mí, en quiénes son mis amigos... si pienso en mi colegio, no sé decir ni siquiera el nombre de uno de los conserjes».
Del mismo modo, otros empiezan a mirar ciertos episodios y circunstancias de su propia vida, dándose cuenta de que «en realidad esta violencia, esta falta de amor por el otro, a menudo puede ser también mía». Que si todos estos impulsos siguen siendo solo ideas, aunque sean muy buenas, aunque lleven a salir a la calle a manifestarse, no se sostienen. Porque el racismo no es solo un problema histórico fundamental, sino también personal. «Yo también puedo ser violento». Si siempre se pide que cambien los demás, sin partir de un punto real de conversión personal, de nada sirve tratar de construir una sociedad más justa.
Solo mirar a la realidad a partir de esta herida, de este “no estar resuelto”, posibilita el atrevimiento de quienes se dan cuenta de que el trasatlántico ha encallado y deciden correr el riesgo de bajar a la bodega, ensuciarse las manos para intentar hacer algo útil con lo que hay. Empezar, incluso cuando sucede lo impensable, lo inesperado, incluso cuando todo parece escapar a nuestro control, a responder a la necesidad lo mejor posible, como sea posible.
Como los 140 empresarios, directivos, profesores universitarios y economistas que, al estallar la crisis económica, se unieron para fundar una red profesional, Ergon. Una comunidad de profesionales que se reúnen semanalmente para hablar sobre las dificultades actuales, ayudarse y ayudar a los demás mediante tutoriales y networking, preparación del currículum o entrevistas de trabajo.
Como Carolina, una joven directora de una zona muy pobre de Boston que atiende principalmente a sudamericanos, muchos inmigrantes ilegales. Cuando la escuela cierra en marzo por el Covid, se enfrenta a doscientas familias que ya no saben cómo alimentarse, ahora que sus hijos ya no reciben la comida del comedor, gratuita para los que viven por debajo del umbral de la pobreza. La ciudad, en el caos de la pandemia, no parece ser capaz de implementar rápidamente un programa de ayuda. Y los subsidios y los vales de comida están prohibidos para los ilegales sin permiso de ciudadanía. Entonces Carolina va a los restaurantes que están cerrando debido a las nuevas restricciones y pide donar los suministros sobrantes. Cada semana, comienza a recolectar alimentos en el vecindario y a llevarlos a las familias de su colegio.
En una asamblea del movimiento, ante la pregunta «¿Cómo ha cambiado y está cambiando tu vida al responder a los cambios debidos al Covid?», muchos cuentan lo difícil que es quedarse estancado en casa, como en una trampa de días que siempre se repiten iguales. Carolina, como respuesta, habla de estas familias que viven la angustia de no tener nada que llevarse a la boca y el miedo de que les echen a la calle por impago de alquiler. A las pocas horas, seis familias la llaman para decirle: «Estamos aquí, queremos ir contigo a repartir alimentos por la ciudad». Lo hacen durante todo el verano, tanto que las familias del colegio acaban conociendo por su nombre a todos estos amigos y a sus hijos.

En definitiva, el verdadero riesgo es vivir en un mundo de ideas que no permite crecer, que te hace perder la familiaridad con el oficio de vivir. En quienes, en cambio, están dispuestos a entrar en la realidad, a exponerse en primera persona y construir con lo que hay, surge un gusto por la vida que, incluso dentro de las enormes tragedias y dificultades de estos meses, se acrecienta cada vez más.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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