¿Qué significa el «giro crucial» de los primeros cristianos del que habla Mac Intyre? Un historiador nos lo cuenta: no fue un proyecto, pero había algo que cambiaba el sentido de la autoridad, el significado de las palabras...
La conversión de los que acogieron por primera vez el mensaje cristiano el «momento en que se dio el giro decisivo en la historia más antigua» del mundo europeo ocurrió en Roma, muy pronto, pocos años después de la muerte de Cristo, antes de lo que se pensaba hasta hace poco.
El descubrimiento de un fragmento del evangelio de Marcos (6,52-53) entre los papiros en lengua griega encontrados en las grutas de Qumran, datado con seguridad en torno al año 50, tiene una consecuencia muy importante: que la llegada de Pedro a Roma y su predicación del Evangelio son anteriores a aquel año y son datables en torno al año 42, unos diez años después de la muerte de Cristo. (Es sabido por tradición cristiana que Marcos, tras haber sido discípulo de Bernabé y de Saulo, vino a serlo de Pedro, a quien siguió en todos sus viajes y del cual fue intérprete, y recogió su predicación. Marcos habría escrito su evangelio probablemente en Roma, a petición de los que escuchaban al apóstol).
Esta conclusión, que puede parecer sorprendente -sobre todo porque se distancia sensiblemente de la datación más baja que comúnmente viene aceptada- coincide, en realidad, con la tradición cristiana más antigua, y el fragmento de Marcos no representa más que una importante -por singular- confirmación.
La predicación de Pedro en Roma fue al principio del giro, si bien este giro no comportó inmediatamente una posición crítica frente al estado romano y al emperador.
En la primera carta (2, 13-17), dirigida a los cristianos de varias comunidades de Asia Menor, Pedro recomienda «someterse a toda institución humana a ejemplo del Señor, ya sea al emperador, por su autoridad suprema, ya sea a los gobernantes, porque son enviados suyos... ». Las recomendaciones de Pedro vuelven a aparecer en la carta de Pablo a los romanos (13, 1 ss.): «Que cada uno se someta a la autoridad que tiene por encima. No hay más autoridad que la que viene de Dios; las autoridades son establecidas y ordenadas por Dios». Tanto Pedro como Pablo afrontan, y resuelven con claridad, el problema de fondo de las relaciones entre los cristianos y el Estado. En cualquier caso, y aquí está el punto de fractura con el pensamiento político romano, y en general con el antiguo- la autoridad del emperador no es autónoma, no le viene de sí mismo sino que le es dada por Dios: el culto al emperador, divinizado todavía en vivo, que más adelante se exigió a los cristianos como forma de abjuración y de fidelidad al Estado (emperador y Estado coinciden en las formas absolutistas de gobierno, tanto en Roma como, por ejemplo, en las monarquías europeas del siglo XVII) tocaba precisamente este aspecto de la fe cristiana que, de hecho, quedaba sobre cualquier forma humana de gobierno.
Por eso, si bien garantizando un comportamiento leal hacia la autoridad constituida, los cristianos no reconocieron ya en el Estado -es decir, en el emperador- la razón moral más alta de su existencia, oponiéndose así a la concepción política y al mismo espíritu romano (baste recordar, por ejemplo, a Cicerón que, en la parte conclusiva del tratado Sobre el estado -el Sueño de Escipión- exaltaba y casi divinizaba la figura de Escipión Emiliano, modelo del óptimo dirigente del Estado).
El desapego de la mentalidad dominante -una metanoia radical (en la Carta a los Romanos, poco antes de reclamar a la obediencia y al respeto a la autoridad, Pablo recomienda no conformarse con la mentalidad del mundo, sino transformarse continuamente en la renovación de la propia conciencia tiene un momento decisivo en la concepción del Estado y, en definitiva, del mundo. Para los Romanos, en efecto, la ventaja y salvaguarda del Estado estaba antes que cualquier otra cosa; él representaba el bien más grande y toda visión del mundo debía ser reconducida a él (como enseñaba la filosofía estoica). Los cristianos, por tanto, en ese sentido -bastante más profundo, duradero e incisivo que cualquier rebelión abierta- se sustrajeron al empeño de apuntalar el Imperio romano.
El cambio era tan radical que hacía indispensables formas y ámbitos nuevos de vida. Las nuevas agregaciones transformaban el tejido social: la unidad que se realizaba entre aquéllos que se adherían a la fe cristiana borraba toda diferencia de extracción social, de proveniencia, de cultura. Estas eran las premisas de una nueva civilización.
El desapego respecto de la praxis inspirada por los valores ( o no-valores) de la civilización romana -los cultos religiosos, el culto prestado al emperador, los juegos en el circo- no coincide con el rechazo de todos los valores de la civilización clásica, sino con una nueva interpretación de los mismos: esto es tanto más evidente en el uso de las palabras, «llamadas» a significar nuevos conceptos y nuevas ideas, a veces traduciéndolas de lenguas semíticas (hebreo y arameo). En este sentido algunas palabras son particularmente significativas: fides, por ejemplo, que indica «crédito» en sus acepciones financiera y, sobre todo, moral - en la fides se fundamentaba el ligamen entre quien era más fuerte, y ofrecía protección, y quien era más débil y la pedía: éste era el fundamento de la clientela romana y de los tratados de alianza- asume el significado de «crédito hecho a Dios», un acto libre de confianza que evoca la alianza entre Dios y el hombre y, sobre todo, la promesa de Dios. Pax, que evocaba el resultado de un pacto, de un acuerdo en virtud del cual se generaba un estado de no beligerancia, incluso entre los hombres y los dioses (pax deorum), asume en el lenguaje cristiano (por ejemplo, en las inscripciones funerarias: en paz) un significado, también, de «comunión» con los otros bautizados y por lo tanto con la Iglesia. Libertas, que se contraponía a regnum, asume su pleno significado cristiano en el concepto de «pertenencia a la descendencia de Dios»: libres quiere decir «hijos» y ser libres «ser hijos de Dios», es decir, pertenecerle como pertenecen los hijos. Estos múltiples aspectos del cambio enraizaban a los cristianos en una nueva moral, es decir, en la adhesión -el término apropiado es «coherencia», en su significado etimológico- a lo Verdadero. La unidad de juicio (corresponde, me parece, a la expresión de Mac Intyre «comunidad moral») constituía, de modo natural y casi inconsciente, las nuevas formas de comunidades dentro de la cuales se podía vivir adhiriéndose a lo verdadero, única fuerza que se opuso victoriosamente a la llegada de la barbarie y de la oscuridad -metafóricamente, la pérdida de la conciencia del propio ser, es decir, de la memoria (el término «bárbaro» indicaba, en el mundo griego y también en el romano, la «diversidad», la «alteridad respecto de uno»).
*Profesor de Historia Romana en la Universidad Católica de Milán
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