Genética. Ha muerto Jerome Lejeune, el gran estudioso de genética, presidente del Pontificio Consejo para la Vida. Un recuerdo de su pasión unitaria por la fe y por la ciencia
Cuando hablaba de los embriones humano Jerome solía decir que, más que sus avances en las investigaciones, a él le servía la frase de Jesucristo: «Aquello que hicisteis al más pequeño de los míos a mí me lo hicisteis». No es casualidad que pocas semanas antes de su muerte, a los 67 años, ocurrida el día de Pascua de este año, Lejeune hubiera sido nombrado presidente del Pontificio Consejo para la Vida, recientemente creado por Juan Pablo II. Hacía diecisiete años que era miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias y de todos los cargos que ocupaba, incluida la prestigiosísima afiliación a la Academia de las Ciencias de París, lo consideraba el más importante. Le gustaba recordar que más del sesenta por ciento de las personas que trabajaban para el Papa habían recibido el Premio Nobel tras haber servido durante años en el anonimato de la Academia Pontificia.
El mismo Lejeune había sido candidato al Premio Nobel de Medicina en múltiples ocasiones por el descubrimiento de la causa genética del Síndrome de Down, comúnmente conocido aún como mongolismo.
Cuando conocí a Jerome Lejeune en su despacho del Hópital des Enfants Malades de París, me di cuenta de que todo en él reclamaba al valor de la dignidad humana, aquella mirada cerúlea que hechizaba al interlocutor y las densas palabras que reclamaban la necesidad de verdad que debe haber en la raíz de todo gesto producido por un científico. Cuando le pregunté si era cierto el rumor de que no se le concedía el Nobel a causa de su conocida fe católica, me fulminó contestando que ésa no era una pregunta científica. Ciertamente, le había interpelado sobre el debate entorno a la píldora abortiva Ru486, que a fines de los ochenta había desencadenado una polémica instrumental en Francia. «Me avergüenzo de mi país -me había dicho Lejeune-, el país de Pasteur, que hoy proclama como fármaco el primer pesticida anti-humano de la historia, el primer compuesto químico cuyo éxito porcentual se mide en vidas suprimidas». De aquel encuentro con Lejeune nació la idea de traducir al italiano un opúsculo titulado Sinfonía por un niño no nacido aún. Se trataba de un testimonio ofrecido por Lejeune en el tribunal de Maryville (Tennessee ), en un proceso que él mismo había definido como la primera repetición en la historia del juicio de Salomón.
Lejeune había sido llamado con razón el «padre viviente de la genética», al opinar como experto en un caso dramático: un hombre divorciado de su mujer impedía a ésta que se le implantasen en el útero los embriones congelados procedentes de una fecundación in vitro a la que se habían sometido los dos con anterioridad. El marido decía que no podía ser padre contra su voluntad, la mujer sostenía que él ya era padre. Y añadía que, antes que ver los embriones destruidos, habría preferido que viviesen en el vientre de otra mujer. «La vida comienza desde el principio, no puede comenzar después del comienzo. El comienzo se conoce muy bien: es cuando la información que el padre transmite en el espermatozoide encuentra en el óvulo la información transmitida por la madre -explicó Lejeune-. El óvulo fecundado no recibirá después ninguna otra información. Debemos admitir que toda la información necesaria y suficiente para definir al nuevo ser se encuentra ya presente en la fecundación. Todos los biólogos del mundo, todos los genetistas del mundo están de acuerdo en esto cuando se trata de una mosca, un ratón o un elefante. Solo cuando se trata del hombre dicen: "No se puede decir que la vida comience en este momento". Claro, si se reconoce que un ser humano comienza en la fecundación, será obligatorio respetarlo. Por eso dicen: "No, el comienzo es muy posterior". Pero no saben decir cuándo. Por eso, no tiene sentido hablar de pre-embrión». La mujer ganó el juicio; la sentencia, una de las que hacen historia, pasó casi inadvertida.
Pocos meses después de mi última visita a París, Lejeune participó en el Meeting de Rímini, en 1990, para contar esta aventura, pero lo que me sorprendió por encima de todo fue su entusiasmo, en la conferencia de prensa, al presentar un nuevo descubrimiento, aunque a todos les podía parecer que había descubierto América. Había dado fundamento científico a otro mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre». «Hemos descubierto - dijo- las bases genéticas por las cuales es imposible concebir un hijo mediante manipulación genética entre solo dos óvulos o solo dos espermatozoides. No es posible obtener en nuestra especie una reproducción unisexual. El gran descubrimiento es que se requieren dos seres humanos, hombre y mujer, para dar origen a un espíritu. Para nosotros los genetistas, "Honra a tu padre y a tu madre" es un mandamiento divino, porque la naturaleza obedece a este mandamiento».
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