No hace mucho en una interesante conferencia, publicada en Synesis, el padre Ignace de la Potterie admitía que, en nuestros tiempos, se está asistiendo a un fuerte «redescubrimiento de la gnosis» y que esta antigua postura hacia la existencia humana, surgida probablemente como herejía en el seno del cristianismo primitivo, está permeando progresivamente la mentalidad y la sensibilidad del hombre moderno, conquistándose, con los ideales de la pureza y de la fuga del «mundo malvado» grupos cada vez más amplios de intelectuales, de jefes revolucionarios ( que prometen el «mundo nuevo»), de cultivadores de semillas religiosas y, también, de «aspirantes» a un nuevo orden de derechos civiles. Sin embargo, el estudioso jesuita no quiso adentrarse en un análisis de la metamorfosis de la gnosis, dejando para un futuro historiador la tarea de realizar este «viaje tan fascinante como lleno de peligros», y prefirió describir los orígenes del fenómeno y su consistencia en el momento de mayor manifestación histórica (estudio profundo e interesantísimo de leer). Fue una cautela justa y motivada. Recuerdo que a un señor, que insistía en mostrar su actualidad, el padre de la Potterie le pidió que nombrara los «representantes» del gnosticismo moderno y recibió respuestas ridículas.
El «fascinante viaje» queda por tanto por hacer y se podría empezar a recoger, aquí y allá, huellas y elementos del fenómeno. Por ejemplo, en algún cantautor «místico» o en alguna refinada casa editorial.
La investigación sería, en cualquier caso y a mi parecer, principalmente útil en el ámbito de la experiencia o de la conciencia religiosa. La gnosis, como es sabido, nace, como pensamiento, de la angustia que la condición humana lleva consigo y busca la respuesta al gran problema del hombre: el mal. Tertuliano sintetiza la interrogación gnóstica en la expresión «unde malum?»: ¿por qué existe el mal, moral o físico?, ¿cuál es la causa? Y el mal, para el gnóstico, no es un aspecto de la vida, sino que es la vida como tal, este mundo en el que vivimos y esta materia a la que hemos sido arrojados, sujetos a la culpa, al desorden y a la ignorancia ( «el mal de la ignorancia sumerge toda la tierra», Corpus Hermeticum, VIII,1). Pesimista en el análisis, el gnóstico es optimista en la solución: del mal uno se puede, y se debe, liberar a través del conocimiento (que precisamente es la traducción del término griego gnosis). Si el mal y el pecado son la ignorancia, es decir la oscuridad, el impuro oscurecimiento de la materia, lo enigmático, lo ignoto, el instrumento de la salvación no puede ser más que la inteligencia, que da el verdadero conocimiento de sí, del camino de purificación y de Dios. El dualismo y la disociación son el alma del gnosticismo: entre bien y mal, entre justos e injustos, entre sabios e incultos, entre elegidos y condenados.
Se tiene así, por una parte, la negación de la existencia, del cuerpo, de la materia, de la vida cotidiana y normal, considerados «prisioneros» de un espíritu que querría liberarse en los espacios de la absoluta pureza, y por otra parte el empeño por resolver cada contradicción, enigma y misterio, confiando la liberación de sí y del mundo al poder del conocimiento.
Dejamos por ahora aparte el juicio sobre los resultados hasta ahora insatisfactorios de esta posición.
Es, sin embargo, más útil revelar que la gnosis constituye un verdadero y constante peligro para una experiencia religiosa, porque destruye la permanencia de su connotación inicial, es decir del sentido religioso. A las preguntas ¿»Quiénes somos?», «¿de dónde venimos y a dónde vamos?», el gnóstico que, si bien se las hace, quiere dar una respuesta que impida volver a planteárselas. Busca una solución que vacíe las preguntas y, haciendo esto, las desencarne. No es una eventualidad tan extraña ni remota: se puede verificar fácilmente también en ambientes cristianos, cuando, por ejemplo, el contenido de la fe es afirmado sin ningún sentido del Misterio. Entonces la fe, como señaló hace tiempo don Giussani en una entrevista, se reduce a «una ideología cualquiera o a una práctica supersticiosa». Es el fin, casi inevitable, al cual conducen ciertas teologías y ciertas formas de espiritualidad.
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