Martirio. Entre las bandas de muchachos de Brasilia, donde la vida no vale nada. Historia de Edimar y de su descubrimiento: la novedad prometida por los cristianos comienza ya ahora
Samambaia significa "ciudad de los helechos". Pero tras esta imagen poética se esconde la realidad de una de las escuálidas ciudades-satélite de Brasilia, la gigantesca metrópoli, con un millón y medio de razas mezcladas. Samambaia es el gran barrio en el que el gobierno ha amontonado hace pocos años a los descamisados, gente habituada a convivir con el delito y la desesperación. Aquí los bandidos no son personajes de novela, sino muchachillos flacos, ágiles y desconfiados como perros. Entre aquellos barracones desparramados, hormiguea una juventud que agudiza el ingenio para sobrevivir a costa de todo. Una vida de banda, en la que los más jóvenes (14-16 años) aprenden pronto a obedecer las órdenes de los mayores: hay dinero y protección para quien cumpla con el deber del robo, la venta, el homicidio. La vida no vale nada, bien lo saben esos chavales vagabundos que tienen el miedo de los lagartos -sobornan con grandes pistolas y tienen ya los ojos envejecidos por la droga o el alcohol.
La primera regla para salvarse es no traicionar. O bien, traicionar continuamente, pero tienes que estar bien seguro de dejar fuera de juego al ex-amigo un instante antes de que sea él el que te alcance. En este circo de la sospecha y de la violencia también tienen su papel los policías. Los chicos lo saben -son rufianes, espías y no se fían de ellos.
El gobierno ha establecido también en Samambaia una escuela. Naturalmente. Por la mañana, los chavales están allí, un poco atontados, pero por lo menos seguros.
Semilla, Sernia.
A una de las escuelas ha llegado, hace poco, una profesora, Sernia. Viene de Belo Horizonte, donde se encontró con CL.
El cristianismo en Samambaia, para la mayoría, no es ni siquiera un recuerdo. Simplemente no existe.
Sernia comienza a enseñar y algunos chicos se fijan en ella. Nada especial, o quizás sí. Hay muchas otras personas más "importantes" que respetar y servir para sobrevivir. Hay que cometer los robos, hacer pagar los engaños, están todas las ocupaciones de la banda. Pero ahora también está ella, que tiene un nombre que se parece a la palabra "semilla", casi invisible. Todo es como antes, pero Edimar y sus compañeros se fijan en ella.
Edimar tiene dieciseis años; él y su banda han hecho muchas. Hace tiempo que vive como vagabundo, pasando de una casa a otra de sus compañeros porque está continuamente amenazado de muerte, por un motivo u otro. Quién sabe dónde estarán sus padres, en algún punto del barrio intentando vivir, tienen miedo y esto basta para olvidarse del hijo y abandonarlo en los brazos llenos de noche de Samambaia.
«Esta Sernia tiene algo especial», debe haber pensado Edimar. «Y ahora, ¿qué digo a estos?», habrá pensado Sernia. De hecho la banda ha empezado a ir a Escuela de comunidad.
Las palabras y la banda
¿Qué son un puñado de palabras cristianas en los corazones de los muchachillos de Samambaia? ¿Qué pueden conseguir las palabras de un libro, escrito por un sacerdote italiano, repetidas a la sombra de aquellos edificios, a la sombra del miedo y de la costumbre? ¿Qué efecto pueden causar esos nuevos pensamientos, ese acento nuevo en medio de todos aquellos medio-pensamientos, nacidos del instinto, en medio de los ágiles cálculos de los chavales-bandidos?
Sernia y sus nuevos amigos no han titubeado. Se han puesto a leer lo que les había pasado encontrándose, se han puesto a leer el acontecimiento que se había repetido entre ellos. Todos los sábados Edimar viene de su refugio, tras haber avisado a los suyos y también a otros compañeros nuevos, y participa de la Escuela de comunidad. Aquello especial entrevisto en Sernia comienza a clarificarse un poco. Aquella jerga cristiana comienza a tomar espacio en la cabeza y en el corazón de quién hasta entonces solo ha usado el dialecto de la violencia; las palabras, fuertes y frágiles como el rostro y la presencia de aquella amiga-profesora, comienzan a transformarse en sentimiento, en sorpresa, en mirada también entre Edimar y los suyos. Algo está sucediendo; Edimar lo comprende. Queda encantado cada vez que se leen estos versos: «A fuerza de mirar el cielo/ nuestros ojos que eran negros/ se han vuelto azules». Y pregunta a Sernia: «¿También los míos, que están tan llenos de negro, se harán claros?». En las calles de Samambaia, Edimar no ha tenido nunca tiempo para mirar un cielo que le resulta tan lejano de sus tráficos, debe estar atento a sus espaldas pero ahora el cielo se ha abajado a la altura de sus negros ojos. Lo puede mirar como se mira al fondo de una persona amada. La santa sabiduría de Tomás, doctor de la Iglesia, debe haber visto lejos, hasta llegar a este chico tras mil años, cuando escribía que la vida de un
hombre consiste en el amor que principalmente le sostiene y en el cual encuentra satisfacción. Para Edimar el azul ya no es solo una promesa poética, no es solo un futuro que admirar lleno de doloroso temor; el azul está ya aquí, como un amor que sostiene, durante sus días todavía llenos de desastres; está ya entre las cosas visibles, tangibles como el empedrado de las calles, las ganas de ir a la escuela, el saludo a los amigos y la culata de la pistola que ha decidido no usar más.
El último sábado de julio
El último sábado de julio, después de la Escuela de comunidad, Edimar va a una fiesta. Jamás pensó que allí se encontraría precisamente con su protector, precisamente ése que le buscaba y que sintiéndose traicionado ya no le tenía la simpatía de antes. El muchacho mayor llama a Edimar, saca una jeringa y delante de él y de todos los demás se inyecta droga. Es un reto, un signo de superioridad, un modo de recordarle la ley de la existencia de las bandas. Mientras espera que la sustancia haga efecto, el protector saca una pistola y extiende el brazo hacia Edimar: «Demuéstrame que todavía eres uno de los nuestros», parece decirle con ese gesto. Y le ordena buscar a un enemigo suyo y asesinarlo.
Edimar dice que ya no asesinará a nadie. El protector se va excitando, es una desobediencia grave, que tiene que ser inmediatamente castigada, y con desprecio, como se acostumbra entre los de Samambaia. «Si ya no quieres asesinar a nadie, más vale que te mates a ti mismo», le intima.
Pero Edimar no cede. No vuelve el arma contra sí mismo porque, como ha visto y aprendido con Sernia, la vida es un don del Señor, es Otro el que me hace. Esto es demasiado para el protector. Es inadmisible que aquel chaval, precisamente ése que estaba entre los más de fiar, le resista y oponiéndose así, sin usar la violencia, acabe de un golpe con toda la ley de las bandas, la ley de la venganza y del poder. Descarga todas las balas de la pistola sobre Edimar, sobre sus dieciséis años.
En la ciudad de los helechos y de los ojos negros pocos saben qué es un mártir y que tienen uno entre ellos. Para casi todos la vida sigue siendo angustiosa y peligrosa. Pero a aquellos pocos, a los amigos de Edimar, que no les vengan contando que el cristianismo es un bella promesa que se realiza en el más allá o que Dios es como un cielo lejano: ellos han visto la sangre de Edimar, han visto que sus ojos se estaban haciendo más claros. Y que también puede asemejarse a Cristo uno de los muchos chavales de las bandas callejeras.
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