Un domingo de abril, en una iglesia de Brianza, el cura en la homilía, comentando un pasaje de la primera carta de san Juan, decía: «Ver, oír, tocar es inútil porque para creer hay que querer creer». La candidez de quien pronuncia estas palabras induciría a una interpretación benévola; y no habría por qué reprenderle si sus palabras no tocaran un punto que recobra actualidad, y no solo en ciertos ámbitos intelectuales. El núcleo de la cuestión puede formularse así: «¿Por qué se cree?»; o más concretamente: «¿Por qué algunos hombres creen?, ¿en qué basan su fe?» La respuesta del cura, y de muchos otros con él, es lapidariamente una: «Se cree porque se quiere creer». La fe, se dice, carece de evidencia inmediata alguna; de no ser así, todos los hombres tendrían fe y, si hubiera esta evidencia, ya no sería necesario creer, dado que bastaría saber. La fe, por lo tanto, implica la aceptación de algo que no existe para mí, de algo que no se ve, que no se sabe. Para confirmarlo, frecuentemente se citan las definiciones de san Pablo -«la fe es la prueba de las cosas que no se ven» (argumentum non apparentium) (Hbr 11,1)-y algún pasaje del Evangelio-como, por ejemplo, el de san Juan 20,29: «Dichosos los que crean sin haber visto»-. De todo ello, se sigue que el inicio de la fe es, por usar los términos más habituales, una opción, una elección, un riesgo, un salto, en resumen, un acto que no sólo precisaría de la voluntad para ser realizado -lo cual es normal y no presenta ningún problema- sino que tendría en ésta su fundamento.
Cuando se dice que «se cree porque se quiere creer», se admite que la voluntad es el motivo del creer; y que es la voluntad la que confiere dignidad, es decir, contenido y sustancia, a la fe. Que después, a partir de este acto inicial deriven toda una serie de consecuencias, intelectuales y morales, una doctrina y una praxis, no supone un gran problema; un sistema es coherente con su principio y vale en tanto en cuanto este principio sea válido.
Téngase en cuenta que este modo de pensar no es típico entre gente que tiene poco que ver con el cristianismo, sino que se encuentra fácilmente entre los cristianos. Para todos ellos, el inicio de la fe sería un acto en último término arbitrario, sugerido y condicionado totalmente por la voluntad.
Hay que señalar que, apoyándose en esta «motivación», frecuentemente se ha decidido privar al cristianismo del derecho de ciudadanía en la cultura y en la sociedad, desde el liberalismo decimonónico en adelante.
Pero, ¿es realmente así? ¿Es está la única explicación de lo que es la fe? Para los que a lo largo de los siglos han estimado y sostenido la importancia de creer, parece que no es así. Por dos series de motivos que, explicados e ilustrados de maneras distintas, son reconducibles a estas dos tesis.
La primera: creer es un acto razonable que se distingue netamente de la opinión y de sus consecuencias -ilusiones, prejuicios, supersticiones-, y constituye un modo bien definido de conocimiento (las explicaciones de esto podríamos verlas en otra ocasión). La segunda: la fe no surge espontáneamente en el hombre como una proyección de sus inclinaciones o estados de ánimo, sino que es siempre la respuesta a una provocación externa. Lo mismo que fue para los apóstoles: creyeron porque encontraron algo real, percibido sensiblemente, algo «tocado, visto y oído». Así es también para aquellos que, en la Iglesia, encuentran todavía hoy el cristianismo: algo real. Flaubert decía que un objeto, para ser real, debía poder ser percibido al menos a través de tres sentidos. La razón última de la fe está en lo que acontece en la relación con tal objeto. En una reciente conversación, don Luigi Giussani ha expuesto esta situación con estas palabras: «El acontecimiento cristiano -dice- es un encuentro con una realidad humana que vehicula la evidencia de una correspondencia de lo divino que se ha inclinado hacia nosotros y ha entrado en nuestra vida con lo que somos» (Es mi obra, Roma 1994). La evidencia, cómo ya se sabe, es ver como están las cosas sin necesidad de otras pruebas o demostraciones; en filosofía se dice que es el criterio de verdad. La evidencia de una correspondencia es, por lo tanto, ver, gracias al encuentro con algo real, la respuesta que nuestra naturaleza humana espera. Ciertamente, esta evidencia es algo personal; sin embargo, no tienen nada de arbitrario. La ilusión aleja de la realidad. La evidencia introduce en ella.
Por este motivo, a un gran defensor de la racionalidad y de la utilidad del creer, san Agustín, derivando la palabra fides del verbo fieri (acontecer, suceder), le gustaba concluir que la fe es tal «porque acontece lo que ella dice (quia fit quod dicitur)» (Sermo XLIX, 2; Epist. LXXXII, 22).
Un buen auspicio para aquellos que, por el destello de una evidencia, han empezado a creer.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón