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Huellas N.04, Abril 1994

PUNTO DE FUGA

Ver y creer

Onorato Grassi

Un domingo de abril, en una iglesia de Brianza, el cura en la homilía, comentando un pasaje de la primera carta de san Juan, decía: «Ver, oír, tocar es inútil porque para creer hay que querer creer». La candidez de quien pronuncia estas pala­bras induciría a una inter­pretación benévola; y no habría por qué reprenderle si sus palabras no tocaran un punto que recobra actualidad, y no solo en ciertos ámbitos intelectua­les. El núcleo de la cues­tión puede formularse así: «¿Por qué se cree?»; o más concretamente: «¿Por qué algunos hombres creen?, ¿en qué basan su fe?» La respuesta del cura, y de muchos otros con él, es lapidariamente una: «Se cree porque se quiere creer». La fe, se dice, carece de evidencia inme­diata alguna; de no ser así, todos los hombres tendrían fe y, si hubiera esta eviden­cia, ya no sería necesario creer, dado que bastaría saber. La fe, por lo tanto, implica la aceptación de algo que no existe para mí, de algo que no se ve, que no se sabe. Para confirmar­lo, frecuentemente se citan las definiciones de san Pablo -«la fe es la prueba de las cosas que no se ven» (argumentum non apparen­tium) (Hbr 11,1)-y algún pasaje del Evangelio-como, por ejemplo, el de san Juan 20,29: «Dichosos los que crean sin haber visto»-. De todo ello, se sigue que el inicio de la fe es, por usar los términos más habitua­les, una opción, una elec­ción, un riesgo, un salto, en resumen, un acto que no sólo precisaría de la volun­tad para ser realizado -lo cual es normal y no presen­ta ningún problema- sino que tendría en ésta su fun­damento.
Cuando se dice que «se cree porque se quiere cre­er», se admite que la voluntad es el motivo del creer; y que es la voluntad la que confiere dignidad, es decir, contenido y sustan­cia, a la fe. Que después, a partir de este acto inicial deriven toda una serie de consecuencias, intelectua­les y morales, una doctrina y una praxis, no supone un gran problema; un sistema es coherente con su princi­pio y vale en tanto en cuan­to este principio sea válido.
Téngase en cuenta que este modo de pensar no es típico entre gente que tiene poco que ver con el cristia­nismo, sino que se encuen­tra fácilmente entre los cristianos. Para todos ellos, el inicio de la fe sería un acto en último término arbitrario, sugerido y con­dicionado totalmente por la voluntad.
Hay que señalar que, apoyándose en esta «moti­vación», frecuentemente se ha decidido privar al cris­tianismo del derecho de ciudadanía en la cultura y en la sociedad, desde el liberalismo decimonónico en adelante.
Pero, ¿es realmente así? ¿Es está la única explica­ción de lo que es la fe? Para los que a lo largo de los siglos han estimado y sostenido la importancia de creer, parece que no es así. Por dos series de motivos que, explicados e ilustrados de maneras distintas, son reconducibles a estas dos tesis.
La primera: creer es un acto razonable que se dis­tingue netamente de la opi­nión y de sus consecuen­cias -ilusiones, prejuicios, supersticiones-, y constitu­ye un modo bien definido de conocimiento (las expli­caciones de esto podríamos verlas en otra ocasión). La segunda: la fe no surge espontáneamente en el hombre como una pro­yección de sus inclinacio­nes o estados de ánimo, sino que es siempre la res­puesta a una provocación externa. Lo mismo que fue para los apóstoles: creye­ron porque encontraron algo real, percibido sensi­blemente, algo «tocado, visto y oído». Así es tam­bién para aquellos que, en la Iglesia, encuentran toda­vía hoy el cristianismo: algo real. Flaubert decía que un objeto, para ser real, debía poder ser perci­bido al menos a través de tres sentidos. La razón últi­ma de la fe está en lo que acontece en la relación con tal objeto. En una reciente conversación, don Luigi Giussani ha expuesto esta situación con estas pala­bras: «El acontecimiento cristiano -dice- es un encuentro con una realidad humana que vehicula la evidencia de una corres­pondencia de lo divino que se ha inclinado hacia noso­tros y ha entrado en nuestra vida con lo que somos» (Es mi obra, Roma 1994). La evidencia, cómo ya se sabe, es ver como están las cosas sin necesidad de otras pruebas o demostra­ciones; en filosofía se dice que es el criterio de ver­dad. La evidencia de una correspondencia es, por lo tanto, ver, gracias al encuentro con algo real, la respuesta que nuestra natu­raleza humana espera. Ciertamente, esta evidencia es algo personal; sin embargo, no tienen nada de arbitrario. La ilusión aleja de la realidad. La evidencia introduce en ella.
Por este motivo, a un gran defensor de la racio­nalidad y de la utilidad del creer, san Agustín, deri­vando la palabra fides del verbo fieri (acontecer, suceder), le gustaba con­cluir que la fe es tal «por­que acontece lo que ella dice (quia fit quod dici­tur)» (Sermo XLIX, 2; Epist. LXXXII, 22).
Un buen auspicio para aquellos que, por el deste­llo de una evidencia, han empezado a creer.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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