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Huellas N.04, Abril 1994

CULTURA

Tigres chinos

Ted Simmons

Capitalismo. El gobierno de Pekín habla de «socialismo de mercado». Además intenta frenar la tasa anual de crecimiento del PIB que está en ascenso continuo. Viaje al milagro económico (en riesgo de explosión) del Medio Imperio

El Ferrari Testarossa que campea por la plaza de Tian An Men, zigzageando por la calle de denso tráfi­co, suscita la admiración de taxistas y ciclistas. Sólo la ima­gen gigante de Mao, colocada en la entrada de la Ciudad Prohibida, permanece impasi­ble. Pero algún turista, que en este momento le hace una foto, asegura que, desde el momento del desarrollo, se perciben cam­bios en las líneas del rostro...
En el otro lado de la plaza está impasible, no le queda más remedio, el cadaver embalsama­do del Gran Timonel. Encerrado en su urna de cristal, sigue sien­do la meta de la peregrinación de millares de chinos. Todavía hay respeto por el personaje his­tórico y también curiosidad por la reliquia que, como se dice aquí, debería dar suerte.
En uno de tantos de los kara­okes no hace mucho abiertos en la ciudad, Bang, con su sonrisa, ayuda a los clientes a cantar. Pero sobre todo a beber. Y tam­bién ella bebe. Se queda con el veinte por ciento de las consu­miciones. A medianoche está borracha.
Fuera, en la Chang' An, luces de colores se rotulan sobre la fachada del Yao Han, el supermercado japonés. Como bolas de billar, rebotan insistentemente sobre las esqui­nas de la fachada con recurren­cia obsesiva que no puede no captar la atención de los consu­midores potenciales.

Boom Tian An Men
China hoy. Aun no hace vein­te años que la guardia roja estaba haciendo la Revolución Cultural. Es cierto que las grandes arterias que atraviesan la ciudad se hicie­ron entonces, cuando se demo­lieron centenares de «hutong», los antiguos callejones que se enroscaban entre los tugurios con techo de teja gris, imagen antigua de la capital china.
La política de apertura, introducida por Deng Xiao Ping a principios de los años ochen­ta, abrió un proceso de desarro­llo que, en los últimos tres años, ha tomado un ritmo verti­ginoso. Deng, y los gobiernos por él inspirados, se preocupa­ron de satisfacer las necesida­des esenciales de la población agotada por los «saltos de tigre» económicos proclamados por la propaganda del régimen y por los excesos nihilistas de la Revolución Cultural. Poco a poco habían avanzado llegando a asegurar, al menos hasta fina­les del pasado decenio, un nivel medio de vida ciertamente superior al que entonces tenía la ex-Unión Soviética. Pero la situación acabó escapándoseles de las manos.
La economía recalentada de 1988 requirió enérgicas medi­das correctoras. Pero la infla­ción y la corrupción eran ya cada vez más evidentes. En este malestar social se injertó fácil­mente el movimiento democrá­tico de mayo del 89, sofocado en sangre, un mes después, en la plaza Tian An Men.
Entonces hubo que volver a empezar casi desde cero. China, bajo la acusación del mundo entero, no se encerró sobre sí misma, sino que buscó justificar de algún modo los actos de sus responsables. Y no siempre lo hizo con argumentos convincen­tes. Pero sí que hizo ondear pragmáticamente ante los ojos de Occidente las ventajas de su gran mercado. En enero de 1992 Deng Xiao Ping ordenó acelerar el desarrollo. Las empresas extranjeras comenzaron a volver en masa a China. Y a invertir de un modo también masivo.
En tres años el nivel de vida de la población china ha crecido increíblemente. Restaurantes y comercios rebosan de productos de todo tipo. Hasta los rusos, desconcertados, vienen aquí a hacer negocios. Las últimas americanas «al estilo de Mao» se han convertido en artículos para coleccionistas. En los res­taurantes de moda los jóvenes con su teléfono portátil llevan ropa Pierre Cardin. Minifaldas y mallas han sustituido a los pan­talonazos grises, herencia del pasado reciente.

Fiebre de El Dorado
Con una tasa de crecimiento del 13% de media y que el gobierno, frenando el crédito y las inversiones, busca desespe­radamente bajar al 9%, pero que en las zonas meridionales y cos­teras salta alegremente hasta el 23%, los parámetros usados en las proyecciones de los inverso­res locales, y sobre todo extran­jeros, no pueden dar, como resultado, más que un horizonte rosa, cuando no radiante. Capi­tales que se multiplican, inver­siones con alta rentabilidad. En definitiva, un nuevo El Dorado. Se pueden incluso adquirir cha­lets de nueva construcción, dice en estos días un anuncio en el diario China Daily en lengua inglesa: bastan 25 millones. Es tan conveniente que en cinco años, aseguran, se recupera el capital. Pero no todos se han hecho ricos. Las inyecciones masivas de dinero se han hecho, obvia­mente, donde más conveniente eran. Y sobre todo en las así llamadas «Zonas económicas especiales» de Shenzhen y de Zhuhai, junto a Cantón, y en la ya famosa zona de Pudong, «el monumento a Deng», en las afueras de Shanghai.
En las grandes ciudades se han invertido en la construcción de grandes hoteles, semidesier­tos despues de junio del 89 y ahora rebosantes no sólo de extranjeros sino también de chi­nos ricos. Se ha dado la salida a un ejército de nuevos consumi­dores que, con la liberalización de las actividades comerciales han pasado en poco tiempo de la bicicleta al automóvil. Sólo ahora se están dando cuenta de que las infraestructuras ciudada­nas, las calles y los pasos supe­riores, no sólo ganaban la bene­volencia del Comité Olímpico Internacional de cara a hospedar los Juegos del 2000, sino que debían rehacerse para evitar los cuellos de botella en los que el flujo a alta presión del desarro­llo habría podido obturarse.

El riesgo de la URSS en China
En medio de un tráfico enlo­quecido, bloqueado por uno de los innumerables semáforos estropeados, los automovilistas esperan pacientemente a que el guardia acabe su interminable discusión con el desafortunado al que le ha caído la multa y que se suba a su podium y se ponga a desenrollar la intrincada madeja de coches. En las Cartas edifi­cantes y curiosas que los misio­neros jesuitas en China enviaban regularmente durante todo el siglo XVIII a sus superiores en Europa, repetidamente se alude al modo de ser paciente del pue­blo chino. El cual, no obstante, de vez en cuando explota. Como en 1900. O como en 1989.
Según el politicólogo americano Alvin Toffler, no hay que excluir que China acabe como la ex-Unión Soviética. Y las consecuencias serían devasta­doras, porque la crisis implica­ría a una población que es casi la quinta parte de la humanidad. La chispa podría saltar de la tensión insostenible que se está creando por la creciente distan­cia entre regiones ricas y regio­nes pobres, que induciría a las primeras, de momento obliga­das a sostener el desarrollo de las segundas, a buscar una auto­nomía política además de la económica. Esto podría ocurrir de modo doloroso. En cualquier caso continuará la nueva moda según la cual las revoluciones, hoy, tienen detrás a los ricos que quieren desembarazarse del peso de los pobres.

El péndulo de Mao
Por otra parte la historia de China ha tenido unas oscilaciones pendulares. Por limitarnos al pasado más reciente, al rápi­do desarrollo de las zonas meri­dionales y costeras, registrado sobre todo hacia mitad de los años treinta, le corresponde el retraso de las regiones occiden­tales, al norte del río Yangtse, que no pudieron engancharse a este desarrollo. No es casual que el Gran Timonel, persegui­do por los nacionalistas, encon­trara refugio en aquellas regio­nes, desde las cuales hizo recomenzar la lucha revolucionaria contra el régimen de Chang Kai Shek.
Han pasado ya cuarenta y cinco años desde la fundación de la República popular china. Aparte de las afirmaciones de la propaganda, el péndulo, al menos en los hechos, parece haber abandonado su movi­miento hacia la Revolución y parece ir ahora en la dirección opuesta: la de la apertura, del libre comercio y del beneficio individual. Sin dar demasiado peso al significado contradicto­rio de las propias definiciones, el gobierno chino ha admitido el principio de la realización de una «economía socialista de mercado».
Todos los días, en la esta­ción de Pekín los trenes derra­man millares de agricultores en busca de fortuna. Con un trozo de cartón colgado al cuello, sobre el que han escrito lo que saben hacer, esperan pacientes, sentados sobre las aceras, a que alguien los contrate. En el mejor de los casos son los capataces de las mejores cante­ras de la ciudad. Pero también pueden ser criminales que necesitan gente para su banda. Si no prostitutas, para sus bur­deles.

La familia según Zhang
La recluta de criminales es cada vez más difícil. Las lla­madas de los intelectuales y de los nuevos sindicalistas supe­ran cada vez más difícilmente las puertas de los karaokes. A menos que la inflación, que hoy es superior al 20%, y sobre la cual se injerta el fenómeno de la corrupción, no alimente un descontento capaz de hacer perder, a los más pobres, toda esperanza de participar en el desarrollo. Y entonces, quizás, las previsiones de Toffler no serían del todo infundadas. Al menos para indicar una tenden­cia. Porque el impulso autono­mista ya existe. Porque las pro­vincias ricas son cada vez más reticentes a compartir la recau­dación fiscal con el gobierno central, que retiene una parte y el resto lo da a las provincias pobres. Porque en la periferia, cuando se habla de dinero, la autoridad central es cada vez más contestada: como en el caso de los agricultores que han incendiado las oficinas postales que no aceptaban los bonos recibidos de los repre­sentantes del gobierno por la cuota anual de la recolección; o como cuando se han dado cuenta de que en muchas regio­nes uno de los oficios más peli­grosos es el de recaudador fis­cal.
«Quand la Chine s'éveillera tout le monde tremblera» ( cuando China despierte el mundo temblará). Lo dijo Napoleón, tras la ponderación, por parte de los ilustrados, de los aspectos positivos de la cul­tura del «Imperio Medio». Hay signos de un despertar. ¿Es como para temblar? «La frase ha de interpretar­se positivamente», me explica con mucha dificultad Zhang, un profesor universitario en la cuarentena con muchos ami­gos entre los disidentes. Cuan­do China, dejando de compla­cerse en su imagen, interrumpa su sueño de «ser un país que está en el ombligo del mundo» y, divulgando los propios conocimientos científicos y culturales, haga conocer las capacidades intelectuales de que dispone, los países avan­zados descubrirán que gozan, respecto a China, de unas ven­tajas en términos de civiliza­ción inferior a lo que pensa­ban. Y para recuperar terreno deberán, humildemente, volver a partir de los valores antiguos que fundamentan sus civiliza­ciones.
Los caracteres chinos desfi­lan en la pantalla mientras se desarrolla el videoclip del karaoke. Liu, acompañante turística, acaba de tomarse su último whisky. Mañana volará hacia París. Viajará con un grupo de ricos chinos que, tras los asuntos de negocios, disfru­tarán alegremente de las imá­genes del «Crazy Horse». Ella, sin embargo, irá de compras.
«Porque, dice, los foulards de Hermes cuestan lo mismo en Pekín que en París».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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