Sale en Francia la novela autobiográfica de Albert Camus. Una juventud de aperturas y sobresaltos en una tierra que parece llena de espera
Franz Kafka, charlando con su amigo Max Brod, había dicho: «Existe una esperanza infinita, pero no para nosotros». La obra de Albert Camus, que fue intérprete apasionado de Kafka, podría leerse como una profundización de la paradoja kafkiana: si no es «para nosotros», ¿para quién entonces es esa esperanza? Y sobre todo ¿por qué desesperar y no, más bien, pedir y esperar? La espera y la petición, efectivamente, son el alfa y la omega de la esperanza camusiana, una esperanza que se niega a las abstracciones de tantas utopías contemporáneas, porque permanece anclada en la concreción del hombre y de la historia. Una confirmación de todos estos motivos nos viene hoy de Le Premier Homme (Gallimard, pp. 331, 110 FF), una novela autobiográfica de Camus publicada póstumamente el pasado 13 de abril en Francia. Asombra que una novela como ésta, casi perfectamente redactada y coherente en la trama, haya tenido que esperar treinta y cuatro años para ser publicada. En realidad, en el semanario francés L 'Evanement du Jeudi, la hija de
Camus, Catherine, nos ha recordado cómo el padre ha pagado con una vergonzosa damnatio memoriae su ruptura con Sartre: «Los comunistas se han encarnizado con él al igual que la izquierda más moderada. No se puede olvidar que Camus siempre ha manifestado un rechazo neto contra todo poder. Algo que nunca fue bien visto... » Le Premier Homme empieza con el nacimiento de Jacques (alias Albert) en 1913 y continúa hasta 1927, año de su inscripción en el liceo de Argelia. Entre ambas fechas Camus evoca su infancia argelina en el barrio popular de Belcourt. Su padre, cantinero en una finca vinícola, muere en el frente de Marne al año del nacimiento del hijo. El pequeño Jacques vive con la madre, el tío Ernest y la abuela materna. La madre trabajó de obrera y luego sirvió en distintas casas; fue una mujer resignada y siempre silenciosa. El tío Ernest es, sin embargo, una fuerza de la naturaleza, pero está completamente sordo y se expresa como un niño. La infancia de Jacques en esta familia pobre donde la palabra está ausente podría parecer a primera vista trágica. Pero no es así. Argelia no es la sórdida Inglaterra trágica de la revolución industrial relatada por un Dickens.
El clima, el sol, los árboles en flor, los inmensos espacios y el mar, captados por la mirada capaz de estupor del pequeño Jacques, suavizan sus miserias y le llenan de un inmenso deseo de vivir. Son extraordinarias las páginas sobre la «iniciación a la vida» de Jacques: las tardes en el cine, la lectura de l'Intrépide, las jornadas de caza con los amigos del tío, la espera de la famosa «mouna» (la pascua argelina) y, como coronamiento de todo, el inolvidable «primer beso». Pero la infancia de Jacques/Albert no es toda tan idílica, atravesada como está de sobresaltos inquietantes. Por ejemplo su relación ambivalente con su propia tierra nativa, inscrita en una suerte de limbo entre el deseo de permanecer fiel y el presentimiento de la distancia: de la fidelidad y del adiós los pensamientos de Jacques tienen la magia, la comunión, la gravitación del alma, las figuras luminosas de la lejanía.
Al final el Camus adulto confesará sentirse extranjero tanto en Argelia como en Francia, porque en todas partes advertía el sentimiento de una carencia, de una penuria no curable ni siquiera por el embriagarse de la creación artística o el vértigo intelectual. Pero, al menos, en la sencillez y en el silencio de su tierra y de su familia, Camus sabe que puede resurgir del olvido ese sentimiento de espera y de petición palpitante e inexhausta que había marcado su juventud.
Encastrado como una piedra preciosa, en el magma tan rico en matices de color de su novela, hay un capítulo memorable. Con un imprevisible salto en el tiempo, Camus nos lleva a sus cuarenta años.
Ya es el más célebre de los escritores franceses, está rodeado de honores y reconocimientos, y decide visitar la tumba de su padre, desconocido para él, que había muerto a los 29 años: ¡con once años menos de los suyos! En Camus la llegada de la madurez y de la gloria literaria parecen haber disuelto su capacidad de estupor, transportándolo de su soñadora sencillez africana a la «absurda» aventura humana e intelectual en Occidente. Pero Camus, sobre la tumba de su padre, logra un instante de amor puro, absoluto, vasto como el verano africano, lleno de presagios como las aguas murmurantes del Mediterráneo, en cuyo espejo el escritor ya no ve reflejarse la vida como una absurda fatiga de Sísifo, sino que capta los resplandores, todavía tenues, de algo que merece la pena esperar. Esta espera estupefacta Camus la ubica en el corazón de un niño, con un gesto puramente cristiano: sinites parvulos... Un niño que no ha conocido nunca a su padre y no sabe nada del prometeico subjetivismo ni de la heroica soledad del hombre en rebeldía. ¿Asistimos en Camus al paso de un confuso sentir y de la conciencia de un estar en jaque a una iluminación mística? No. Simplemente la memoria de la infancia restituye a Camus una mirada «ingenua» y libre, sustrayéndolo momentáneamente de una vida plagada de angustia. Al estupor de este primer hombre se adaptan muy bien los últimos versos del segundo de los Four Quartets de T. S. Eliot: «El alba se levanta y otro día/ está pronto para el ardor y el silencio./ Fuera, sobre el mar, el viento del alba/ se arruga y corre. Yo estoy aquí/ o allí, o más allá./ En mi principio».
LA TARDE TERMINABA...
Leyó las dos fechas, «1885-1914», e hizo un rápido cálculo: veintinueve años. El tenía cuarenta. El hombre sepultado bajo aquella piedra, y que debía ser su padre, era más joven que él... A los veintinueve debía de ser frágil, sufrido, testarudo, voluntarioso, sensual, soñador, cínico y valiente. Ciertamente todo esto y mucho más, había estado vivo: un hombre en definitiva. En cualquier caso él no había pensado nunca en el hombre que allí reposaba como en un hombre vivo, sino como en un desconocido que había pasado una vez sobre la tierra (...). La tarde terminaba... Tenía que irse, allí ya no tenía nada que hacer. Pero no podía separarse de aquel nombre y aquellas fechas. Aquel hombre bajo aquellas piedras no era más que polvo y cenizas. Pero, para él, su padre estaba de nuevo vivo, con una extraña vida silenciosa, y sentía que le habría abandonado de nuevo, dejándole proseguir, también aquella noche, la interminable soledad en la que ya le había abandonado.
(de Le Premier Homme, pp. 31-32)
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