En los últimos años ha aparecido un nuevo protagonista sobre la escena política, cultural y eclesial: la historia.
La circunstancia que ha favorecido la vuelta de la historia es de naturaleza eclesial. Una mano traidora ha difundido por las agencias de prensa un croquis anónimo preparatorio del consistorio de Cardenales. En él se dice que la Iglesia debería pedir perdón por los errores cometidos durante su milenaria historia.
Para la mayor parte de las personas se ha tratado de una noticia prácticamente sin importancia. Como ha dicho, de hecho, el cardenal Ratzinger, las jóvenes generaciones, sobre todo, «no necesitan entrar en discusión con un pasado de la fe... porque no les afecta». Sólo la pasión por algo presente es capaz de suscitar un interés por el pasado. El interés por el hecho cristiano no nace por el consenso sobre el pasado, sino por el encuentro imprevisible con un Evento que hoy se comunica como respuesta al deseo de verdad y belleza del corazón humano.
De hecho, muchos comentaristas laicos, tergiversando el mensaje, han encontrado en esta noticia materia prima para reavivar la propia aversión hacia la historicidad de la Encarnación. Han razonado poco más o menos así: si la Iglesia tiene una historia de la cual avergonzarse ante la moral de los hombres de este tiempo, significa que no podemos hoy aceptar aquella historia como presencia de Cristo en el mundo, como sin embargo pretende ser y que, probablemente, ni siquiera la historia actual de la Iglesia sea la continuación de aquella presencia. ¿Quién nos asegura que después de quinientos años no se pedirá perdón, ante la ética del momento, por cosas realizadas hoy?
Dichos comentaristas pueden deducir así que la historia de la Iglesia no es la misteriosa comunicación de lo divino a través de lo humano, sino que es lo mismo que un organismo cualquiera que predique un ideal ante el cual es imposible la coherencia, y que para recuperar crédito moral ante los hombres del momento (antes que a Dios) llame hoy errores, acciones que valoradas en su contexto histórico podían quizás no parecer tales.
Pero, incluso en este caso, es la pasión por el Evento presente lo que pone en la justa luz la relación con la historia.
La Iglesia de hoy es la misma de siempre, su contenido es el mismo: el anuncio de la Encarnación.
El estupor y la pasión por la iniciativa de Dios que se comunican en las vicisitudes humanas de la Iglesia, llenan de agradecimiento la mirada que dirigimos a los siglos de historia pasada. Es un agradecimiento que no se escandaliza por los errores de ayer y de hoy de los hombres de Iglesia, ni que adquiere vigor por el consenso del mundo. Aunque la historia de la Iglesia estuviera cien veces más llena de límites sería lo mismo, porque permanece inconmensurable el objeto de su mensaje. La verdadera mezquindad de nuestro tiempo (incluso entre los hombres de Iglesia) es la pérdida del sentido de tal valor inconmensurable del anuncio de Cristo. Es un agradecimiento lleno y cierto, porque a través de una humanidad normal, como la nuestra y por tanto llena de errores (como escribía Eliot en el Coro dedicado a la Cruzada: a través de «la íntegra fe de unos pocos, la fe parcial de muchos») el anuncio del Resucitado -el anuncio que más necesita la vida de los hombres- ha llegado desde los primeros que lo vieron hasta nosotros.
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