Se muestran las restauraciones de la obra maestra de Miguel Ángel. El fondo es un azul espléndido e inquietante. Los cuerpos, tan discutidos, envueltos en el drama y en la gracia de la salvación.
El inmenso telón que cubre el Juicio Universal ha caído el 8 de abril. Una escena que se repite: tuvo lugar el 25 de diciembre de 1541. También entonces la tensión era la propia de los grandes acontecimientos. El inmenso fresco había sido celosamente escondido a los ojos de todos menos de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Pocos habían tenido el privilegio de acceder a los andamios. En diciembre de 1540 había subido el papa, Pablo III Farnese que, entusiasmado, había incluso distribuido propinas a los aprendices de Miguel Ángel. Poco tiempo antes había subido también Biagio de Cesena, maestro de ceremonias de San Pedro. Escandalizado por los excesivos desnudos pintados en la pared había intentado soliviantar al papa contra Miguel Ángel. Pésima idea: por toda respuesta se encontró representado en la imagen de Minosse, en lo profundo del infierno, también él desnudo, con una serpiente envolviéndole el cuerpo.
Miguel Ángel no era un buen public relation men. Y podía permitirselo. Sin embargo, para esta «segunda inauguración» del Juicio las autoridades vaticanas han preferido seguir un camino más suave. La restauración, realizada por el equipo de Fabrizio Mancinelli y Gianluigi Colalucci, ha sido propagada en todas sus fases. Algunas imágenes han aparecido en diarios y semanarios, a críticos y periodistas se les a concedido ver de cerca, antes de abrirlo al público, al nuevo Miguel Ángel. Y sin embargo el 8 de abril ha sido algo completamente distinto. Una cosa es ver el fresco de cerca, detalle por detalle. Otra cosa es el increíble golpe de vista del fresco en su conjunto, tan profundamente distinto de lo que durante siglos ha podido ver el visitante en las paredes de la Capilla Sixtina. Como ya ha ocurrido en la restauración de la bóveda (aunque aquel fresco, que Miguel Ángel había realizado treinta años antes del Juicio, fue descubierto paso a paso, a medida que avanzaban los trabajos), han sido los colores los protagonistas del Juicio. Donde estábamos habituados a ver el fondo oscurecido por el humo de las velas y por la suciedad del tiempo, encontramos un azul intensísimo: el célebre azul lapislazzuli que Miguel Angel mandaba comprar a propósito en Venecia.
Un color clarísimo que nunca habría usado en la bóveda, donde por orden del severo Julio II la adquisición del material corría a cargo del artista. Y no está sólo el azul: la gama de colores usada en el Juicio es vastísima. Insospechadamente variada para quien tenía en la mente el antiguo inmenso fresco, terrible y un poco oscuro que cubría la Capilla Sixtina. Junto a los colores han reaparecido algunas figuras «oscurecidas» por el tiempo. De este modo el censo completo de las figuras del Juicio ha alcanzado el número de 39 (obtenido tras 400 jornadas de trabajo). También han reaparecido algunos de los contestadísimos desnudos que, durante los siglos posteriores a la pintura mural, han sido poco a poco púdicamente recubiertos poniendo paños.
La cuestión de los desnudos nos lleva necesariamente a la atormentada historia del Juicio Universal. Las polémicas se desencadenaron inmediatamente bajo la complicidad de los formalistas de la curia y de tanta burocracia teológica. Las acusaciones a Miguel Ángel fueron de lo más variadas: desde haber quitado las alas a los ángeles hasta haber pintado a Cristo imberbe. Pero sobre todo hubo contestación frente a los desnudos. Y no se crea que los acusadores fueron sólo temerosos curiales. Ni mucho menos. La ofensiva fue emprendida, por envidias y celos, nada menos que por Pedro Aretino, maestro de libertinajes ( «esa pintura podría poner a Miguel Ángel entre los luteranos», escribió). A él se le añadió Galileo ( que consideró «obscenísima la actitud" de San Biagio y de Santa Catalina). Por la otra parte, defendiendo a Miguel Ángel, tenemos a quien menos podemos esperarnos: al inquisidor de Venecia que, en 1573, durante el proceso que tuvo Pablo Veronés por su Cena en casa de Leví ( este sí que es un cuadro escandalosamente lejano del episodio evangélico), defendió a Miguel Ángel. Tras sus desnudos, dijo el inquisidor, «había graves motivos de espíritu». Después San Carlos, entonces secretario de Estado, encargado de pacer operativos los decretos del Concilio de Trento en materia de imágenes sacras.
El Borromeo, durante una predicación, defendió el Juicio: ese día estaremos todos desnudos, con la diferencia de que los cuerpos castos serán bellísimos y los lujuriosos serán horribles. Las polémicas sobre el fresco de Miguel Ángel durarán siglos. Hasta el punto de que en octubre de 1992 un editorial de Civiltá cattolica, la revista oficial de los jesuitas, imputó a Miguel Ángel el hecho de haber dado una interpretación angustiosa de la parusía, es decir, de la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. El fresco, escribieron los padres jesuitas, «no es una feliz interpretación de los datos bíblicos y teológicos». También en esta ocasión, en contra de los esquemas habituales, sale a defender a Miguel Ángel un abogado inesperado: Giulio Carlo Argan, crítico de arte marxista. El Juicio ha de ser leído en el contexto histórico de la Reforma, responde Argan. Semejante programa iconográfico no sale de la harina del saco de Miguel Ángel. El mismo papa Pablo III quiso que el fresco asumiera esta connotación terrible para subrayar el peso de la autoridad de la Iglesia católica. Probablemente hay verdad tanto en una interpretación como en la otra. La angustia que transparenta el Juicio es en parte hija de su tiempo. Recordemos que Roma, además de la ofensiva de la Reforma, acababa de sufrir su famoso saqueo. Y en parte es hija de ese espíritu trágico y libre que fue Miguel Ángel. Pablo III, más que determinar las opciones de Buonarroti, se adhirió a algo ya hecho. Tanto es así que antes de morir incluso pensó en hacer destruir el gran fresco. Y no es cierto que Miguel Ángel estuviese muy dispuesto a escucharlo si es verdad que, como él mismo decía con gran desenvoltura, los coloquios con el papa le producían «enojo y aburrimiento». (Miguel Ángel no se calló con los papas: casi aplaudió a la muerte de Alejandro VI, pontífice «extranjero», que con su proyecto de «austeridad ética» quería recubrir la bóveda de la Sixtina; mandó a paseo a Pablo IV que le había ordenado «adecentar» el Juicio Universal, mandando que Je dijeran: «que adecente él al mundo, que las pinturas se adecentan enseguida»).
Sería una ilusión pensar que la restauración apague los interminables debates en torno al gran fresco. Pero algunos puntos firmes, eso sí, se pueden poner. Y aquí conviene volver al azul, al color que no dejará de sorprender a los nuevos visitantes de la Sixtina. Ese azul nos devuelve un Juicio más claro pero, ciertamente, no más feliz. La nueva luz que aporta es una luz fría. El azul no parece el reflejo del esplendor del paraíso, sino eco de un abismo profundo. De un vacío. Miguel Ángel, en el tu a tu con el momento de la salvación, siente que la salvación se le escapa del pincel. Tan es así que no hay gran diferencia entre condenados y elegidos en su Juicio. Unos y otros parecen dominados por un gran terror: ojos dilatados, cuerpos expulsados por una fuerza centrífuga que parece alejarles del centro, donde está Cristo juez: como en el instante que precede al cataclismo, no hay diferencia entre quien está encima y quien está debajo. La misma María, como ha escrito Giorgio Vasari, «encogida en su manto, oye y ve tanta ruina». En el Juicio de Miguel Ángel lo que hay sobre todo es el drama de la salvación. El tormento del hombre llega hasta el umbral del último día. Y la única gracia que les puede acontecer es que alguien lo coja por los pelos y lo sostenga antes de la destrucción definitiva. Así se pinta a sí mismo Miguel Ángel en el Juicio: un pobre hombre lacerado que es arrancado de la condenación por San Bartolomé. Quizás es la imagen más conmovedora y verdadera de todo este gran fresco: el rendir cuentas de un genio que al final admite el propio fracaso.
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