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Huellas N.03, Marzo 1994

CULTURA

Política y persona

Carlos Castillo Pereza. Entrevista con el presidente del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Acción Nacional mejicano (PAN)

La entrevista se hizo después que el Lic. Castillo había leído el texto de Giussani «Punto de vista sobre la política». Se puede considerar también una reacción a este texto.

Hay unos políticos y una corriente de pensamiento que afirman que en política no se puede dialogar con los adver­sarios. Tiene una idea «mesiá­nica» de la política o una idea «maniquea». Otros piensan que la política es «arte de com­promiso» para llegar a estable­cer las mejores condiciones posibles. ¿Usted qué piensa?
Me parece que la política va más allá del diálogo, aunque lo supone que salvo casos extre­mos, no puede ser abordada con criterios de «todo o nada» y que es también «arte del compromi­so» siempre y cuando el com­promiso -como el diálogo- res­peten ciertos valores y busque su encarnación en leyes, institu­ciones y actitudes.
Es preciso tener claro que el diálogo es precisamente con el adversario, es decir, con el que expresa en el ámbito político una cultura diferente de la pro­pia. El diálogo tienen como pro­pósito buscar una síntesis mayor que las partes y, en política, su objetivo es generar bienes públi­cos. La política no es el espacio en el que se define lo que el hombre es, sino el ámbito en que se crean las condiciones de justicia y libertad para que la discusión sobre lo que es el hombre se desarrolle sin riesgo de violencia, sin imperio de la fuerza. Es este sentido, lo que resulta intocable en el diálogo y el compromiso es precisamente la persona concreta y las formas en que las personas concretas viven su socialidad.
La historia muestra que quien quiere o pretende usurpar el carácter de Mesías -que es pro­pio únicamente para Jesús, el hijo de Dios- acaba por destruir la vida, la libertad, la socialidad de las personas. De allí que el Papa -recientemente en Sudán­haya proclamado y exigido la secularidad de la política y, con­trario sensu, el rechazo de toda teocracia. Sólo el Mesías puede decir «el que no está conmigo está contra mí» y «el que no recoge conmigo desparrama». El primer compromiso entre las partes de un todo político es el de aceptar que ninguna de ellas es el Mesías o, dicho de otro modo, que ninguna de ellas es Dios -con- nosotros. Todo tota­litarismo es mesiánico y todo mesianismo terrestre es totalita­rio. Sólo desde la perspectiva mínima de que no somos dioses -o desde la máxima de que sólo hay un Dios, padre de todos- es posible una política centrada en la persona y en el bien común temporal de las personas. Los regímenes totalitarios son teo­cracias sin Dios. Los democráti­cos mantienen una apertura a la trascendencia. Si la cierran, nau­fragan.

¿Cuál es la relación que debería de existir entre el Estado y la sociedad? En nuestra Patria estamos frente a un exceso de estatalismo que ahoga a la sociedad ...
El Estado Mexicano es hijo cultural de los totalitarismos de la primera mitad de nuestro siglo. Está marcado por la pretensión de identificar Estado-­gobierno-partido-sociedad-­nación-pueblo. De allí que sus voceros, durante muchos años incluso hasta la fecha, califiquen a lo que queda fuera de su con­trol como «anarquista», «antina­cional», «antimexicano», «anti­social», «antipopular» y «con­trarevolucionario». Calles, en Guadalajara, propuso en los años treinta que el Estado se apoderara de la conciencia de los mexicanos y Cárdenas llevó esta pretensión al artículo 3 de la Constitución. El partido o seu­dopartido del gobierno y del Estado se hizo corporativo. En 1982, esta pretensión estatizante, totalitaria, topó con su límite al decidir López Portillo la estati­zación de la banca. Desde enton­ces, se empezó a dar marcha atrás, en algunos casos indiscri­minadamente, casi negando la necesidad del Estado y, en otros, poniendo lo que antes fue estatal en manos de un grupo reducido fiel al grupo en el poder.
El fruto de este largo proceso ha sido lamentable: la desarticu­lación o dervertebración social. Apenas vamos saliendo de ésta. No porque el grupo en el poder lo quiera o lo propicie, sino por­que cada vez hay más personas que redescubren o descubren su dimensión social y sus responsabilidades sociales. Somos pre­cisamente las personas y los grupos de personas quienes tenemos la responsabilidad de darnos un Estado -leyes e insti­tuciones- y un gobierno que expresen a la sociedad, favorez­can su desarrollo, respeten sus valores y garanticen la legitimi­dad de las autoridades. Es la participación ciudadana la que «desestatiza».

¿Cómo ve la situación polí­tica en nuestro país, sobre todo con relación a los hechos graves de Chiapas y a las elec­ciones inminentes?
Miseria económica y opre­sión política han sido signos sensibles de la realidad mexica­na, especialmente en regiones como Chiapas. Ambos defectos se han visto exacerbados por el proceso emprendido por el gobierno para corregir los defectos del estatismo preceden­te, que, empero, descuidó las consecuencias que el proceso mismo tendría sobre los mexica­nos mas pobres y más oprimi­dos. Las cifras son aleccionado­ras: Chiapas es el Estado con más analfabetismo, con menos servicios, con más dinero envia­do y menos recursos converti­dos en obras y servicios públi­cos, con más marginación indí­gena, con menos católicos, con más protestantes y más ateos del país.
Puede decirse que, en Chia­pas, explotó todo el pasado mexicano y que la violencia que allí surgió ha ejercido un efecto fascinante sobre demasiados mexicanos. Siendo nuestro país tan culturalmente belicoso y guerrero, tan poco social y polí­tico, tan poco habituado al res­peto de la ley y tan comunemente proclive -canciones, murales, textos históricos, leyendas... lo confirman- a la violencia, en Chiapas encontramos todos una especie de fuente de la eterna juventud. Hispanistas e indige­nistas, republicanos y conserva­dores, revolucionarios y criste­ros, sesentayocheros y guaruras nos vimos como reivindicados en Chiapas. Evidentemente, la simpatía activa por la violencia es un fracaso para la política y puede poner en riesgo la vía política. Creo que es necesario que los ciudadanos demos la batalla cultural y política contra la violencia. Esto no significa ignorar, soslayar o callar la situación de opre­sión y miseria que la propician, sino exi­gir que los métodos para salir de aquella sean democráticos, tanto al gobierno como a quienes han recurrido a la vía clandestina y armada.

Usted es un católico com­prometido en el trabajo políti­co en un país como el nuestro en el cual muchos políticos, aún católicos, se avergüenzan de manifestar su fe: ¿cuál es, según usted, la responsabilidad que tienen los católicos en la situación política de México?
Soy católico. Un católico malo, con graves dificultades para vivir mi catolicismo, pero no niego serlo. Soy, como lo ha dicho otro católico que ha actuado en política, «un pecador standar». Me avergüenzan mis defectos, no mi catolicismo. Me pena no ser mejor católico, hago lo que puedo y soy cons­ciente de que no estoy a la altu­ra de los valores y de las exi­gencias que se derivan de mi fe y de mi pertenencia a la comu­nidad católica.
En un país mayoritariamente católico, lo bueno y lo malo que haya tiene que ver con nosotros. En la historia crecen juntos el trigo y la cizaña, como bien lo vio Maritain. Nuestra obligación no es arrasar con las malas plan­tas -lo dice el Evangelio- sino estimular el crecimiento de las buenas. Exigirnos a nosotros mismos el cumplimiento de nuestros deberes de ciudadanos es imperativo de vivir en presen­cia de Aquel que nos ama, nos convoca, nos une y nos juzga. En la política se le da dimensión social a la caridad. Actuar en la ciudad terrestre, no con el sueño mesiánico de hacer aquí el paraí­so, sino con entusiasmo compro­metido de convertir este mundo en habitable para los hombres es obligatorio. No importa si se es operario de la primera hora o de la undécima. Lo que vale es tomar el arado y no mirar atrás. Tenemos el deber» de utilizar el sufragio libre «para promover el bien común» (75); debemos pro­curar «no atribuir a la autoridad pública demasiado poder» y no exigirle «excesivas ventajas ni utilidades» para que no hagamos disminuir «la importancia de los deberes de las personas, familias y grupos sociales» (Id.). Debe­mos promover la paz «como obra de la justicia» (78).
Debemos tener presente que «para instaurar una viada políti­ca verdaderamente humana no hay nada mejor que fomentar el sentido interior de justicia, benevolencia y servicio del bien común y fortalecer las convicciones fundamentales sobre la verdadera índole de la comunidad política, así como sobre el fin, el recto ejercicio y los límites de la autoridad publica» (73)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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