Cuestión de experiencia. Del «no podemos no decirnos cristianos» al «nunca podemos decirnos cristianos». La fe, en lugar de una experiencia, corre el riesgo de verse reducida a categorías, valores, debate de ideas. Magdalena, ¿podía decirse cristiana?
No hay duda de que el cristianismo hablado (aquél que se asemeja a una filosofía, a una sociología y a una ética poco cautivadora, aquél que, como se suele decir, entra en el debate de las ideas) llena todavía páginas y páginas, horas de televisión y de pías reflexiones que van desde la política hasta la sexualidad.
Se podría llamar cristianismo virtual: su defecto no está sólo en la proliferación de discursos, sino sobre todo en el hecho de que parece consistir exclusivamente en la imaginación y descripción de cómo sería o debería ser un determinado aspecto de la vida «si» fuese verdaderamente cristiano -una política cristiana, una familia cristiana, una comida cristiana, una publicidad cristiana, etc ...
Es una distorsión del cristianismo donde sus representantes obtienen, en una época en la que reina la abstracción y la dialéctica inútil, puestos de importancia en los debates y senados de todo tipo. Se trata sobre todo de una distorsión mortificante para los sencillos de corazón: en efecto, el resultado es que del conocido y «abstracto» «no podemos no decirnos cristianos» (Croce) se ha pasado directamente al «nunca podemos decirnos cristianos». Como si se tratase de una experiencia difícil (casi imposible) de alcanzar.
Hoy «cristianos» se asemeja a una denominación de origen; la mayoría creen merecerlo al término de un curso de formación, tras haber superado un examen o después de haber franqueado un determinado umbral de activismo, de santidad o de preparación teológica.
Magdalena, en el instante inmediatamente posterior a haber encontrado y reconocido al Señor, ¿habría podido, queriendo, decirse cristiana? Entre los paganos había naturalmente mujeres más virtuosas que ella.
Y sin embargo, ¿dónde está la diferencia? Toda la diferencia está en haber reconocido como decisivo para la vida un encuentro. Es decir, en la experiencia de algo que objetivamente ha sucedido.
La experiencia, esta desconocida
En un mundo de televisión, de papel impreso, de imágenes y de palabras, también el cristianismo puede convertirse fácilmente en «virtual».
Ni Pedro ni los primeros de Jerusalén se definían «cristianos». Los Hechos de los Apóstoles narran que fueron los habitantes de Antioquía, curiosos ante la comunidad apenas nacida, quienes inventaron aquel extraño término.
Para los primeros discípulos ser cristiano significaba sencillamente formar parte de la comunidad de aquellos que lo habían encontrado y seguido, habiendo tenido contacto directo con El o con los suyos. Era la pertenencia a la comunidad y no una etiqueta lo que identificaba el ser o no cristianos. Toda la narración de los Hechos de los Apóstoles es una sencilla y aguda documentación de esto.
Una chica escribía a Andrea Mandelli (un joven de CL fallecido hace algunos años): «Si yo, frágil, inestable, débil, tengo la fe, es por el encuentro contigo».
Hace algún tiempo publicábamos la historia de una joven mujer que después de algunos años transcurridos de viaje por Europa, intentando encontrar respuestas a la propia existencia, vuelve a su pueblo natal y se encuentra con una compañera de trabajo de CL.
En esa amistad encuentra finalmente un lugar donde ser mirada por lo que es y donde descubrir una positividad no irracional para estar en el mundo.
Una madre ha contado a Litterae: «Cuando leí el manifiesto de mi hija en el que se hablaba de felicidad a los estudiantes, me puse a reír. La palabra felicidad me evocaba algo inalcanzable, irreal... ». Pero después de encontrar a los amigos de su hija: «Puedo decir que ahora "siento que vivo" y ésta no es sólo una expresión para dar una idea, es un hecho».
Una experiencia es real sólo si hace «crecer».
Hace pocas semanas, el director general de un gran grupo empresarial, preguntaba a uno de nosotros: «¿Pero cómo hacéis para educar a vuestra gente en la certeza?». Y para explicarse mejor no acudía a ejemplos extraídos de cuestiones políticas o eclesiásticas, sino que contaba lo que le sorprendía ver a algunos de sus empleados tan «distintos» en las relaciones humanas en su lugar de trabajo.
En un mundo en el que la vida práctica de la mayoría de la gente ya no se sostiene por conceptos, ideales o programas filosóficos, en una era que hemos llamado época del feeling, resulta todavía más evidente que el cristianismo tiene un presente (y un futuro) sólo como comunicación de una experiencia. El cardenal Ratzinger, en una reciente entrevista en Time, ha dicho: «En líneas generales, se puede ver que las nuevas generaciones no necesitan indagar un pasado de la fe... No necesitan rechazarlo porque es un pasado que no les toca».
Sólo un encuentro en el que se comunique una experiencia puede despertar de nuevo aquel deseo de autenticidad que en todo corazón yace, bajo un cúmulo de provocaciones siempre nuevas, preconceptos, distracciones y vaga aridez.
¿Cómo se puede resistir?
En Tracce de febrero escribía una chica de 17 años: «Cuando me fui estaba aterrorizada. Ir a vivir a Estados Unidos durante un año, lejos de mi familia, de mi comunidad, me asustaba. Perder u olvidar lo que he vivido en estos tres años de movimiento era uno de mis miedos. Me equivocaba: la experiencia de la fe no se desvanece con la lejanía».
¿Qué es lo que permite resistir a la lejanía, que es lo que da resistencia en una experiencia? ¿La posesión de una determinada estatura religiosa, de una determinada madurez ético-teológica? Pero a los diecisiete años cómo puede lograrse... Y, generalizando, cómo se puede resistir en un mundo dominado por la fragilidad y por la confusión de toda idea y de toda coherencia... Una experiencia de fe resiste sólo si es realmente una experiencia. Es decir si es una vida que se compara con un acontecimiento presente. Una experiencia cristiana resiste sólo si lo que la fundamenta es la memoria vivida del acontecimiento que la ha generado. La memoria vivida no es algo que exija «cultura» o fuerza: no es casual que su emblema popular sea la letanía, es decir la mirada sencilla a la historia de salvación que Dios ha iniciado. Una experiencia resiste y da pie a un «crecimiento» de la persona sólo si es alimentada por la comparación con algo objetivo y externo a lo que la persona es, a sí misma, capaz de inventar y de producir.
Por eso, como escribe don Giussani en Huellas de experiencia cristiana, «aparece claro cómo en una auténtica experiencia está comprometida la autoconciencia y la capacidad crítica (¡la capacidad de verificación!) del hombre, y cómo toda auténtica experiencia está bien lejos de identificarse con una impresión tenida o con una repercusión sentimental».
De la parte de Asprilla
Una mera repetición verbal del anuncio cristiano y de sus posibles influencias sobre todos los aspectos de la vida tienen hoy una escasísima posibilidad de ser comprendida. Tiene razón (si bien dentro de lo provocador de su gesto) Vittorio Messori cuando suplicó hace poco a las jerarquías eclesiásticas que no inundaran a los fieles con palabras y documentos. No hay nada menos fascinante que el cristianismo reducido a homilía, a práctica de ritos o a hobby para el tiempo libre de hombres honrados. No hay nada menos fascinante que un cristianismo que no sea experiencia posible, inmediata y para cualquiera.
El riesgo actual para muchos que se definen cristianos es convertirse en tipos como Maurizio Mosca: vivos (pero de una vivacidad abstracta) expertos y charlatanes. Un cristianismo virtual que se inclina fácilmente al sentimentalismo y al cinismo, engañosa herencia final de quien se llena la mente y la boca de cosas hermosas pero inexistentes.
Un amigo de la Romagna nos escribía: «Comunicar mi experiencia cristiana no significa comunicar una imagen idealizada de mi vida, sino comunicarla tal como es, es decir como he aprendido a juzgarla y a amarla mirando y aprendiendo lo que la comunidad me propone. La alegría por el encuentro hecho, la molestia por mi pecado, la tristeza y la tensión en la búsqueda de ayuda, el estupor por la positividad que va más allá de las dotes naturales y de las intenciones, son aspectos que, llamados y vividos por lo que son, componen la realidad del hombre vivo, y por tanto distinto, en un mundo de cosas dadas por descontado, es decir muertas».
En resumen, Asprilla juega al fútbol y mete goles, aunque a veces sea alocado y sin elegancia. Pero te entran ganas de entrar en el campo.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón