Con ocasión de la jornada de ayuno y de oración por la Paz en Bosnia, CL ha participado de las iniciativas diocesanas y ha celebrado la Santa Misa por las intenciones del Papa.
De la Audiencia General de Juan Pablo JI sobre la situación de los Balcanes. L'Osservatore Romano, 13 de enero de 1994.
Somos testigos de un proceso de muerte en los Balcanes y, por desgracia, testigos impotentes.
Cristo continúa muriendo entre los acontecimientos que ocurren en aquella parte del mundo. En la guerra de los Balcanes, la inmensa mayoría de las víctimas está constituida por personas inocentes. Y de entre los mismos militares, no son muchos aquellos que tienen la total responsabilidad de las operaciones bélicas. Lo mismo sucedió en el Gólgota, donde en realidad pocos eran los verdaderos culpables de la muerte de Cristo. Ni los autores materiales de su muerte ni todos los que gritaban «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Le 23,21) sabían lo que hacían y pedían. Por eso Jesús dice desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34).
Pero ¿es verdaderamente posible afirmar que las personas y los ambientes responsables de los trágicos acontecimientos de la ex-Yugoslavia no saben lo que hacen? En realidad, no pueden no saberlo. Quizá la verdad sea que tratan de encontrar justificaciones a su modo de actuar. Nuestro siglo, por desgracia, nos ha proporcionado no pocos ejemplos del género. Los totalitarismos, bien sean los de matriz nacionalista que los de matriz colectivista, han tenido en el pasado reciente una notable difusión, y se basaban todos en la obediencia a las ideologías «de salvación», que prometían el paraíso en la tierra para las personas y para la sociedad.
Se ha dicho que en los Balcanes los cristianos, por haber cedido a presiones ideológicas de varios tipos, han perdido credibilidad. Cada uno debe, en consecuencia, asumir su parte de responsabilidad. No obstante, la debilidad de los cristianos resalta aún más la potencia de Cristo. Sin Él no es posible resolver problemas que se complican día a día para las instituciones y las organizaciones internacionales, así como para los diversos gobiernos implicados en el conflicto. La Sede Apostólica, por su parte, no cesa de recordar el principio de la intervención humanitaria. No en primer lugar una intervención de tipo militar, sino todo tipo de acción que tienda a un «desarme» del agresor.
¿Cómo no pensar con viva aprensión en tantos núcleos familiares lacerados por la guerra en los países de la ex-Yugoslavia, donde el conflicto todavía asola y no parece demasiado vecina una reconciliación justa y equitativa? Mientras ruego encarecidamente a los responsables de aquellos pueblos a acallar las voces de las armas e invito a las autoridades internacionales a hacer todo esfuerzo ulterior posible de pacífica y eficaz mediación, quisiera pedir a los creyentes del mundo que imploren de Dios el don inestimable de la paz. Debemos continuar haciéndolo sin ceder jamás al desaliento.
Del Angelus del Tercer Domingo de Adviento. L'Osservatore Romano, 13 de diciembre de 1993.
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