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Huellas N.02, Febrero 1994

CULTURA

¡Qué virtud es la alegría!

Antonio Socci

En muchos estudios Dante ha sido banalizado. Sin embargo, el «placer» es uno de los motivos conductores de su gran poema. He aquí cómo el poeta hace de la felicidad el criterio de su camino, desde la selva oscura hasta Beatriz

Benedetto Croce preten­día «llamarse cristiano» por el solo hecho de haber nacido en Italia. Pero frente al Paraíso de Dante hacía aspavientos aparentando defenderlo de los románticos. De hecho ese relato de Dante es una aventura incomprensible para Croce y sus acólitos. Creí­an tener delante una exposición en verso de doctrina católica, de moral, ideas teológicas y, sin embargo, es bien distinto lo que Dante sigue y describe: «el pla­cer». Lo dice Virgilio entregán­dolo a Beatriz: «Lo tuo piacere omai prendi per duce» ( «Tu placer ahora toma como guía», Purgatorio XXVII, 131). Comienza así la aventura cris­tiana.
Para un hombre como Dante que había seguido siempre su cabeza y que había terminado en la densa oscuridad de la deses­peración, es -literalmente- otro mundo. De aquel «placer» le vienen las energías, la dignidad, la fuerza, en resumen, todas las virtudes. Lo dice san Pedro: «Questa cara gioia/ sopra la qua­le ogni virtú si fonda/ onde ti venne?» ( «Esta amada alegría/ sobre la cual toda virtud se fun­da/ ¿de dónde te vino?»).
De hecho, la obtusa incerti­dumbre de los comentaristas (incluso en las ediciones esco­lásticas de la Commedia) toca fondo en este verso: cambian «querida alegría» (ndt. en ita­liano el mismo término «gioia» se utiliza para indicar las pala­bras "alegría" y "joya") por un objeto de orfebrería y querrían hacernos creer que Dante y san Pedro conversan acerca de relo­jes, como administradores de dos negocios de orfebrería. ¿Cómo ha sido posible este colosal falseamiento del más grande poema cristiano? Probe­mos a releerlo. Un hombre, en el culmen de su vida, naufraga. Está perdido, desesperado: un hombre solo.
Se siente casi acosado en esta selva «oscura», «salvaje, áspera y fuerte» que es el mundo. Una tierra desolada de cinismo, «miedo», oscuridad: «tant'é amara che poco é piú morte» . ( «es tan amarga que poco más es la muerte»). El suyo es el extravío de muchos, al alba del siglo XIV, un momento análogo al que estamos viviendo hoy: elimina­da en pocos años la vieja Flo­rencia, descompuesta Europa, nuevos poderes, nuevas filoso­fías, nuevas clases sociales, un orden mundial entero parece arrollado, terminado para siem­pre, y en su lugar no se ve más que confusión, luchas entre diversas facciones y violencia.
En el oscuro terror de aque­lla selva sólo un presentimiento enciende por un instante el corazón de aquel «náufrago», como él mismo se define: exis­te al menos un lugar del mun­do, una pequeña colina, calen­tada e iluminada por los rayos del sol, donde se es feliz: «El delicioso monte/ que es princi­pio y "causa" de toda alegría». Quizás es un instante de sincera nostalgia de un hombre que ha nacido en el Duecento cristia­no, bautizado «en mi bel san Giovanni», con los recuerdos amados de rostros y lugares lejanos, del padre y de la madre, del olor del incienso, de la belleza de los mosaicos, de la dulzura, de la humanidad de la civitas christiana (del tiempo de Cacciaguida).

Helo aquí, con «afanoso ahínco», porque lleva a la espalda «el paso/ que no dejó jamás persona viva»: con un esfuerzo de la voluntad intenta volver allá con sus propias energías y por el camino que cree directo. Pero por tres veces, desastrosamente, debe batirse en retirada a causa de tres fieras: los propios límites, el tiempo que ha pasado que no vuelve. No se construye sobre sueños. Aquellos intentos de volver a subir al monte descri­tos en el primer canto de la Commedia se corresponden, en efecto, con ciertas decisiones de la vida de Dante: había ima­ginado recomponer un sentido para su vida con un esfuerzo moral, y un orden en el mundo con los grandes principios morales y el nostálgico ideal político de la Monarquía perdi­da: se dedicó también a refle­xionar y escribir acerca de esto, abandonando después esta senda. Luego se hizo la ilusión de reencontrar el camino y poder indicar al mundo la vía maestra con la reflexión filosófica y teo­lógica. Pero el remolino de la desesperación había ahogado estas iniciativas dejando sobre el campo hojas incompletas y un hombre solo en una selva oscura.
«A ti te conviene emprender otro viaje», esto le dice un imprevisto rostro amigo, el pri­mer encuentro humano que tie­ne Dante en aquella selva. Debe seguir un camino no decidido ni imaginado por él, seguir aquel acento amigo. Virgilio es, para Dante, el poeta del peregrinar de Eneas de la IV Egloga. El acento de verdad que advierte en él se corresponde con la con­moción que experimenta un hombre moderno frente a cier­tas páginas de Leopardi, Pavese o Kafka. El descubrimiento de que un ser humano en la selva oscura de la vida puede sólo gritar, pedir auxilio y esperar. De hecho: «Miserere de mí le grité a él»: son sus primeras palabras.
Así es como emprende «un viaje distinto». Aquello que la crítica dantesca pasa por alto alegremente desde hace siglos es la finalidad de este camino, la finalidad del más grande poe­ma cristiano de la historia. ¿Por qué canta Dante a aquello que le ha sucedido? Responden al unísono los especialistas: «Es un poema alegórico-didascáli­co, que tiene el fin de "instruir­nos"». Y nos instruiría en for­ma de poesía para no ser pedan­te (si fuera así, sería un ridículo método Montessori ante litte­ram). Falso (y ridículo). Esta era la finalidad del Convivio (que de hecho se dejó incom­pleto), cuando todavía Dante tenía la ilusión de que, él y el mundo, podrían reencontrarse a sí mismos en la Filosofía y la Teología.
En la Commedia Dante cuenta simplemente lo que a él le ha sucedido, no lo que él ha imaginado. Su finalidad la ha escrito y bien claro, pero ningu­no parece molestarse en ir a leerlo: «El fin es sacar a los vivientes en esta vida del estado de miseria y conducirles al esta­do de felicidad». Subrayo: «en esta vida». No se subrayará nunca lo suficiente. Porque, como ya observaba Giacomo Leopardi, «la felicidad que el hombre desea naturalmente es una felicidad temporal, una feli­cidad material, que se pueda experimentar con los sentidos o con nuestro ánimo, tal como el hombre es en el presente y como nos percibimos; en resu­men, una felicidad de esta vida y de esta existencia, no de otra vida o de una existencia que nosotros sabemos que debe ser completamente distinta de ésta ( ... ). Es verdad que el hombre ... no puede definir exactamente, ni a sí mismo ni a los demás, cuál es la felicidad que desea ... Pero, no obstante, ... sabe bien y comprende -o mejor, siente­ que la felicidad que él desea es cosa terrena. Ese mismo infini­to al cual tiende nuestro espíri­tu ... es un infinito terreno, aun­que no pueda tener un lugar en este mundo». Aquello que Leo­pardi creía imposible es preci­samente la historia contada por Dante: «Un viviente conducido en esta vida del estado de mise­ria al estado de felicidad».
Esta abierta declaración de Dante es fácilmente tratada con desprecio por la mayoría, tanto por ignorancia como porque la Epístola a Can­grande (donde se encuentra escrita) ha sido descubierta muy recientemente. Sin embargo, se encuentra también - y decenas de veces- en la misma Commedia. El primer canto del Paraíso advierte claramente: «No se puede referir con pala­bras lo que es trashumanarse; así pues baste este ejemplo/ a quien tal experiencia dé la gracia». Dante sabe hablar de algo (tras­humanarse, el cambio del hom­bre) que no se puede «referir con palabras», explicar
con palabras, sino que puede ser comprendido sólo por quien haya hecho la misma experiencia, por gracia. Y aquí los expertos expían la congénita y abismal inconsciencia (suya y de su tiempo) de lo que es el acontecimiento cristiano.
He aquí sus tragicómicos esfuerzos, durante cuatro siglos, para borrar esta evidencia cla­morosa: que la gracia tiene el rostro carnalísimo, y para Dante tan turbador, de la mujer que él amó, de su primer y más grande
amor. Esta mujer tan verdadera que desde el primer encuentro se dirige a él con duras palabras, le echa en cara enérgicamente todas las traiciones y le recuer­da: «Arte o natura nunca te mostraron/ mayor placer, cuanto los bellos miem­bros donde/ me encerraron»; (Pur­gatorio XXXI,49-51 ). «Bellos miembros» y «sumo placer». ¡Esto no es ciertamente un sím­bolo de la Teología! Son «argu­mentos» -aquellas formas, aquellos ojos, aquella sonrisa­ que Dante bien conoce, pues le hacían latir con fuerza su cora­zón (y su pluma). A todos los «dantistas» que hablan de ale­goría, Beatriz que nos sale al encuentro en la Commedia con­tinúa repitiéndoles: «Daos cuenta al menos de cómo yo soy bella» ( «Ponete mente almen com'io son bella»). Subrayo «beatrice», que etimo­lógicamente significa aquella que da la felicidad. Y el mismo Dante repite un sinfín de veces aquel sustantivo (placer) tan unívoco y claro: «Mientras yo me andaba entre tantas primi­cias/ del eterno placer suspen­dido,/ y deseoso aún de más alegrías».
Ya antes, en su juventud, había usado aquellas palabras, «alegría», «placer», «gozo» cantando a su amada ( «la ale­gría del dulce rostro/ que es lo más parecido al paraíso»; «gran alegría tendrás si me tienes a tu merced»). Pasada la juventud y sus amores, dentro de los sue­ños se encuentra la pesadilla de la vida, la selva oscura. Hasta que sucede algo nuevo: una «gracia nueva» (Paraíso XIV, 90). Irrumpen eventos imprevis­tos e inimaginables, Dante se ve sorprendido por una «nueva ale­gría» (Paraíso XIV, 23). Aquí sí, finalmente, encuentra «la buena compañía que al hombre franquea» y que no terminará nunca: «Cuanto más dure la dicha/ del paraíso, tanto nuestro amor/ ha de irradiar en torno... » (Paraíso XIV, 37-39). Una alegría que sólo tiene un lejano (aunque pálido) parangón: aquella emocionante felicidad de joven en los prime­ros encuentros con Beatriz. Y como entonces cuando estaba enamorado, Dante es guiado por «el placer de los ojos bellos/ que si los miro, mi deseo encuentra reposo» (Para­íso, XIV, 131-132). Es todo ojos, y delante se despliega otro mundo distinto «gozoso de oír y ver» (Paraíso, XV, 37). Ya nunca más náufrago, desespera­do, asustado y solo. Un hombre feliz. No es el suyo un entusias­mo banal, un entusiasmo de todos los días, hecho de esas emociones artificiales y patéticas con las que a menudo se disfrazan la presunción y la frustración. Es una felicidad viril, llena de preguntas y curiosidad, que lleva encima todas las heridas, el dolor y la fatiga del vivir y del mal del mundo (el Infierno). Una felicidad lle­na de sorpresas. Todo aquello que había perseguido con esfuerzos prometeicos y patéti­cos (intelectuales y morales) se le muestra aquí delante de sus ojos: por sobreabundancia. El camino en el Paraíso va de gra­cia en gracia, de rostro en ros­tro, de un descubrimiento a otro: y siempre es una fiesta. «Me embriagaba el dulce canto./ Lo que veía me parecía una sonrisa del universo; porque mi embriaguez/ me entraba por el oído y por el rostro» (Paraíso, XXVII, 2-5). A menudo tene­mos la impresión de un hombre gue ponga a gritar de alegría: «¡Oh alegría! ¡Oh inefable gozo! ¡ Oh vida íntegra de amor y de paz!/ ¡Oh, sin ansia, segura riqueza!» (Paraíso, XXVII, 7- 9). Sin embargo, cuenta simple­mente la vida cristiana. Pero la alquimia de los «dan­tistas» ha llegado a lo imposible: falsear el sig­nificado de una palabra simple como «alegría» ( «gioia» ). Hay un verso bellísimo del canto XXIV del Paraíso, cuando san Pedro, el custodio de la fe católica, interroga a Dan­te. El viejo pescador gali­leo dice a este cristiano gue vive trece siglos des­pués que él, pero que como él, por un encuen­tro, un rostro, una mirada, ha sentido encender su corazón: «Esta querida alegría/ sobre la cual toda virtud se funda/ ¿de dón­de te vino?» (Dante con­testa: esa «querida ale­gría» es «la abundante lluvia/ del Espíritu San­to»).
Sapegno -un importante criti­co- escribe en una nota: «Cara gioia: gemma preziosa» ( «Que­rida alegría: gema preciosa»). Lo mismo pone la edición de la Divina Commedia a cargo de Bosco y Reggio. La misma acepción lleva la Enciclopedia dantesca. Imaginad la escena. Dante, que llega y se presenta ante san Pedro con un objeto de orfebrería bien confeccionado, que le ha costado un ojo de la cara en una tienda de Ponte Vec­chio. Y Pedro, que se informa del nombre del donante o del nego­cio («¿de dónde te vino?»). Los comentaristas, para evitar el ridí­culo, añaden luego que esta gema preciosa es la fe. Sí, en «teoría» se podría decir también así. Pero una «teoría» lejana miles de millas de la «experien­cia» contada por Dante, porque precisamente debería leerse este verso al pie de la letra. De una «querida alegría» vienen de hecho todas las virtudes, la moralidad, el milagro de una vida coherente. Aquí sería el momento de abrir los ojos y ore­jas, como recuerda Dante -iróni­camente- a sus lectores.
Otro gran genio cristiano, Charles Péguy, dirá de una de las virtudes teologales: «La esperanza no va por sí misma. La esperanza no va sola. Para esperar, niña mía, hace falta ser muy feliz, hace falta haber obtenido, recibido, una gracia grande» (es la pequeña Espe­ranza la que arrastra a las otras dos hermanas mayores, la Fe y la Caridad).
Nada suena hoy más incom­prensible y áspero que esta des­cripción simple de la vida cris­tiana y que la constatación de que la «coherencia» es un mila­gro. Antes que Dante y Péguy, san Agustín, el más grande doc­tor de la Iglesia, había explica­do por qué y cómo sucede esto. No sólo al hablar de su conver­sión, también en los tratados.
En Contra duas epístolas pelagianorum lamenta: esos «con palabras elegidas con mucha astucia, alaban la ley contra la gracia». Y nunca estos «enemigos de la gracia, para oponerse más ásperamente a la gracia misma, traman insidias más camufladas que cuando alaban la ley ( ... ). Precisamente quieren hacer pasar la ley por gracia, como si recibiésemos del Señor la ayuda del conoci­miento para que conozcamos las obras que hay que hacer, ocultando así que recibimos la inspiración del afecto para que hagamos con santo amor las obras conocidas: y este amor es precisamente gracia». «El conocimiento de la ley hace del hombre un soberbio transgresor, mientras que por el don de la caridad el hombre se deleita al observar la ley». «La ley santa y justa y buena ni es gracia por sí misma, ni por medio de ella, se puede actuar rectamente sin la gracia».
En De spiritu et littera se lee: «Además de haber sido cre­ado con el libre arbitrio (de la voluntad), además de recibir la doctrina que le ordena cómo debe vivir, el hombre recibe ya desde ahora ( ... ) el Espíritu Santo, el cual suscita en su áni­mo el placer y el amor de aquel sumo e inmutable bien que es Dios. El hombre entonces, por la fuerza de esta especie de anticipo que le es dado por la gratuita liberalidad divina, arde en el deseo de obedecer al Cre­ador y se inflama en el propósi­to de acceder a la participación en la verdadera luz de Dios, de modo que de donde le viene el ser le viene también el bienes­tar. De hecho, incluso el libre arbitrio no sirve más que para pecar si permanece escondido el camino de la verdad. Cuando empieza a desvelarse lo que se debe hacer y hacia dónde se debe tender, si todo esto no lle­va al hombre también a ser feliz y a amar, entonces, no actúa, no sigue, no vive bien. Pero para que todo esto sea amado, la caridad de Dios irrumpe en nuestros corazones no por medio del libre arbitrio que sur­ge de nosotros, sino por medio del Espíritu Santo que nos es dado. Precisamente la doctrina de la cual recibimos el manda­miento de vivir sobria y recta­mente es letra que mata, si no nos asiste el Espíritu que vivifi­ca ( ... ). Pero cuando no ayuda el Espíritu Santo, suscitando en vez de la concupiscencia mala la concupiscencia buena, es decir derramando en nuestros corazones la caridad, entonces aquella ley, aun siendo buena, con su prohibición acrecienta el deseo del mal».
Y en De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvolorum: «Los hombres no quieren hacer lo justo por dos razones: porque permanece oculto lo que es justo y porque no da gusto. De hecho nosotros queremos algo tanto más fuer­temente cuanto mejor conoce­mos la grandeza de su bondad y cuanto más ardientemente nos hace felices ( ... ). Pero que se desvele lo que estaba escondido y resulte suave lo que no delei­taba es don de la gracia de Dios, la cual ayuda a la volun­tad de los hombres».
Son páginas desconocidas para los dantistas, que así aca­ban por hablar de relojes cuan­do leen «cara gioia» ( «querida alegría»). Pero no sólo para ellos. También en el tiempo de Dante -por lo que parece- los
eclesiásticos estaban más suje­tos al ansia de notoriedad que al deseo de dar a conocer esta Buena Noticia evangélica: «Per apparer ciascun s'ingegnia e face/ sue invenzioni; e quelle son trascorse/ da' predicanti e 'l Vangelio si tace» ( «Por aparen­tar cada uno se ingenia y hace/ sus invenciones; y esto es seguido/ por predicadores y el Evangelio se calla». Paraíso XXIX, 94-96)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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