El tiempo de Cuaresma: una ayuda para adherirnos a la Presencia humana que nos realiza
La primera consecuencia de un encuentro que nos fascina es el deseo de adherirnos totalmente. Es tan humano, tan natural que la contrapartida por nuestra parte consiste en exclamar: ¡Qué bello! ¡ Voy contigo!
En el estupendo fragmento del Evangelio del domingo pasado (Le 5, 1-11), cuando Pedro, después de la pesca milagrosa, se arrodilla delante de Jesús y le dice: "Apártate de mí porque soy un pecador", en realidad, precisamente al decir esto, demuestra que Cristo ya le ha conquistado, le ha tomado en sus redes.
En efecto, san Lucas concluye: "Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron".
Este ímpetu espontáneo, estas ganas sinceras de adherirse al Bien, a lo Verdadero, a Cristo, se expresan en una bella oración antigua: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis; a vos, Señor, lo tomo. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta".
Sólo quien está enamorado puede hablar así; ¡otro no! Y éste es el ánimo cristiano. Es este ímpetu, estas ganas de ensimismarse totalmente, como Pedro, de dejar todo para seguirle.
Pero es necesario ser realistas: en nuestra naturaleza llevamos las consecuencias del pecado original. Con qué facilidad nuestra mente se confunde y pierde de vista lo esencial. Qué frágil, qué vulnerable es nuestra voluntad, qué expuesta está a los ataques de la pereza, del amor propio, de la impaciencia, de la comodidad, del placer.
Qué ambiguo es el corazón, qué fácilmente abre espacio a lo equívoco y se convierte en campo en el que luchan los sentimientos más opuestos.
Debemos ser realistas, como nos invitaba a serlo la oración inicial: "que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal". No debemos considerar estas palabras como simbólicas, no son una forma de hablar: es precisamente así. La adhesión a Cristo conoce también períodos de prueba, tiempos en los que el ímpetu sincero del inicio es atacado, paralizado por el miedo, por el orgullo y por la tentación siempre acuciante de vivir por nosotros mismos y basta.
Y es en este punto donde podemos comprender y apreciar el gran valor pedagógico de la Cuaresma: un tiempo en el que es más marcada, más subrayada la disciplina penitencial de la Iglesia.
¿Qué objeto tienen el ayuno, la oración más intensa, la abstinencia de carne, la aceptación serena de los sufrimientos cotidianos o las privaciones voluntarias, el ejercicio constante de una obra de caridad?
Son ayudas para la libertad, son un templar la voluntad, para reforzarla en su tensión hacia el Bien.
Consisten en hacer, sí, que el ímpetu del enamoramiento inicial no decrezca ante las dificultades, que el deseo de seguir a Cristo, de adherirse a Él pase del corazón a las obras, comience a influir, a transformar la vida concreta: la relación con Dios (oración), con uno mismo (ayuno), con los otros (caridad). (Maissana, 12.02.86, miércoles de Ceniza)
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