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Huellas N.02, Febrero 1994

PORTADA

Acontecimiento o nada

Renato Farina

El budismo avanza en una época que ha reducido el cristianismo a sentimiento y a ideología. Divo Barsotti acusa: «Hemos traicionado la aventura de un encuentro real». Y relanza el misterio de la Extranjera

Ondea suavemente la seda naranja de la religiosidad. Esta parece ser la bandera de nuestro tiempo, fuera y dentro de la Iglesia: la búsqueda de una vía de sabiduría, atravesando impasibles guerras y males sociales en un clima de moderado y puro placer. El fenó­meno que caracteriza a esta época es el de El pequeño Buda de Bernardo Bertolucci: el tono rotundo y delica­do del hombre sabio llena las salas cinematográficas ofreciendo una fábula deliciosa. ¡Qué época la nuestra! De la utopía a la fábula; siempre que no sea realidad, lo cual sería demasiado para las capacida­des humanas de aguante.
Pero este año será también, y más que nunca, el año en el que las pre­guntas de la Extranjera, el grito de los desocupados de Eliot ( hay que leer de nuevo
Los coros de la roca, que cumplen sesenta años), intenta­rán agitar el espeso magma de esta paz espiritual tan falsaria. Esto es lo que aflora de esta conversación con Divo Barsotti. Este gran sacerdote vive en su comunidad sobre las coli­nas de Florencia. Es poeta. Se recuerdan de él, de entre su infinita producción espiritual, los ejercicios por él predicados que conmociona­ron, ante Pablo VI, al Vaticano.

Tras el miedo al Islam, aquí nos tienen disueltos en una infusión budista.
El Islam es una herejía cristiana. De una herejía se pasa más fácilmen­te al Cristianismo. Nos damos cuen­ta, sin ánimo de ofender, que es una revelación demasiado inferior. El de Mahoma es un Dios personal, pero no es un Dios que establezca una alianza; permanece una ruptura insal­vable entre el Creador y la criatura. Lo que más me asusta es el budismo. Y somos nosotros mismos los res­ponsables de su avance.

¿En qué sentido?
Porque la cultura moderna es cier­tamente inmanentista. No se permite en absoluto que el hombre dependa: el hombre se convierte en ídolo de sí mismo. El budismo no conoce a Dios, lo rechaza. ¿Comprende? Hace al hombre artífice de su destino y capaz de la propia salvación. Se apo­ya en el orgullo del hombre. Y aquí se une con esta cultura de la inmanencia... Esto permite que el budis­mo haga presa fácil.
Los budistas no saben explicarnos qué significa para ellos el nirvana, en qué consiste el hombre cuando desa­parece, cuando ya no hay sustancia, cuando todo es fantasmagórico, un flujo de sensaciones y pensamientos sin nada sustancial. Pero es cómodo. Se renuncia fácilmente a todo pro­yecto, al sentido de la ley y de la obligación interior de la conciencia. Uno se confía a los propios senti­mientos sin sentirse culpable suceda lo que suceda.
Es una benevolencia sin deseo, una ataraxia, el mantenerse en un estado en que nada te turba. Es esa paz interior que carece de pasión. Pero mira la figura de Buda, símbolo de la sabiduría satisfecha, de la con­quista alcanzada. Y luego mira a Jesucristo, ¡el Crucificado! Clavado en la cruz, en el sufrimiento extre­mo. Porque ama, porque vive. En cambio, en el budismo se eliminan todos los deseos para vivir solamen­te en el vacío. A esto le llaman liberación.

¿De qué?
De todo. Se vuelve a la Nada originaria.

Una vez más la abrogación del mal.
Recuerdo una poesía de Paul Valéry: «Lástima que las cosas sean. Porque cuando las cosas no existían, era la pureza absoluta». El Ser ha contaminado a la pureza de la Nada. Con tal de no reconocer al Ser, de no pedirlo, aceptan la Nada. Pero la Nada no se acepta, la Nada es nada. Es que se rechaza a Dios, se rechaza al Ser sin fin ni medida.

También entre los católicos existe cierta moda budista. Ser budista, dicen, es como tener el carnet de progresista. Después te inscribes donde te parece.
Imposible. Todo su camino se basa en negar la sustancialidad de cual­quier cosa, es el absoluto de la nada.

Esta postura del corazón, don Divo, ¿se halla en ciertas actitudes de los cristianos?
Sí. Así como en los primeros siglos de la Iglesia, la cultura griega era un gran peligro, pues proponía a un Dios, pero impersonal; proponía el Uno, la mística neoplatónica. Del mismo modo, hoy, no sabemos defendernos de doctrinas que proce­den de Asia y que estimulan el amor propio, dejando que el hombre crea que es el dueño de sí mismo. Es la fascinación de una tolerancia ostenta­da y de cierta grandeza de ánimo. Me decía una vez Raimundo Panikkar: puedes distinguir a un cristiano de un budista o de un hinduista por la mira­da. La mirada del cristiano se posa sobre las cosas, las personas, y se detiene en ellas. Sientes que te miran y tú mismo miras. La mirada de un budista te atraviesa. Tú no existes, no te toca, la mirada está suelta. Esta sería la libertad. Libres de cualquier condicionamiento, y por tanto libres de todo amor.

El cristiano, en cambio, es libre porque está ligado, unido. ¿Es así?
Nosotros hablamos de la Encarna­ción, que es algo inmenso. De este modo Dios se ha unido a nuestra aventura. Pero la encarnación es la condición de otra historia todavía más asombrosa. Que una niña de 15 años haya podido decir a su Dios «¡Hijo!». O, mejor aún: Dios ha teni­do que decirle a esta chiquilla: «Tú eres mi mamá». De algún modo, Dios no puede ser libre en el amor. Desde el momento en que ha elegido nacer de una mujer, debe querer a esa mujer. Esto es algo inmenso: decir que Dios debe. Pero desde el momento en que ha elegido nacer de María, debe amarla. Él es hijo verda­dero, a la fuerza tiene que quererla.

¿Cuál es el motivo de esta fragilidad ante las sugestiones del Oriente?
No se hace memoria de Cristo. Para mí la tentación más grave de estos años reside ahí: se ha converti­do el cristianismo en una ideología. En cambio es un Misterio. Con otras palabras: todo el cristianismo está en la relación, que acontece, que tiene, Dios con el hombre, contigo. Sin embargo se ha reducido a ideología, a ley. Es terrible cómo hemos redu­cido la aventura de un encuentro real, un encuentro del que viene una relación concreta, dramática. Se ha transformado a Cristo en un símbolo. Y a la vida espiritual en sabiduría: es terrible. Es mucho más hermoso ser pecadores. Y hay que reconocerse pecadores. Quien no quiere ser juz­gado termina por no tener un encuentro en toda su vida. Así pues, no se encuentra a uno que nos acoge, perdona, ama, a pesar de lo que somos. Es decisivo afirmar y vivir la relación yo-Tú. Poder decir: Tú, oh Dios. Además porque no se vive nunca una relación verdadera con otro hombre después del pecado. No vale sólo con los extraños, la extra­ñeza. Después del pecado, existe entre madre e hijo, marido y mujer, hay algo de absolutamente impene­trable. En la comunión con Cristo, que nos ha hecho cuerpo suyo, se derrota la extrañeza .

Y la vida se hace más humana.
Hace falta adquirir de nuevo este sentido dramático de un encuentro real con el Dios vivo. Se encuentra en la Iglesia. Que está presente en cada uno de nosotros. San Pedro Damián decía: «La Iglesia es una en todos, y es toda en cada uno». El peligro que nos amenaza es que hagamos del cristianismo una ideolo­gía que luego se vuelve gnosis. Ya no hay encuentros, no ocurre nada por­que nada ha ocurrido. En cambio, en este encuentro dramático con Dios la vida toma color: o reconozco, y exis­te esta comunión que da la alegría del Espíritu; o bien rechazo, blasfe­mo. Sin embargo, ¿qué cristianismo es, que religiosidad de estilo budista es esta vacuidad donde no existe ni blasfemia ni amor? Es el Reino de lo impersonal, donde tiene cabida un cristianismo que sea teología y ley, ambas como construcción nuestra a partir de principios, en vez de anclar­se en la intervención real de Dios en la historia del hombre. Esta presen­cia de Dios en la historia no puedo inventarla; debo solo reconocerla. Existe algo objetivo, y es la Misa. Parece un rito estúpido, mientras que es verdaderamente lo que la Iglesia pretende: el sacrificio de Cristo, el acto del Hijo que se ofrece como víctima y Dios que lo recibe de mí por la salvación de los hombres. Esto me asegura la misión de la Iglesia.
La Iglesia no salva por lo que hace, sin el Misterio hace reír. ¿Cuántas veces el Papa ha hablado de Bosnia a los dirigentes del mun­do? Y es como si no hubiera dicho nada. Pero la Iglesia a lo largo de los siglos ha salvado al mundo, porque la Iglesia hace presente el acto de Cristo que salva. No es una sabidu­ría, sino el Misterio.

Eliot, hace sesenta años, escribía de la Extranjera, de ese coro de desocupados que avanza.
¿Quiénes son? ¿Acaso no son todos los hombres? Ya no soportan el peso de su existencia. Y entonces están todos sin trabajo. Porque el verdadero trabajo es la construcción del ser. La obra del hombre es el hombre mismo. Pero el hombre ya no es capaz de realizarse a sí mismo. Ha perdido todas las referencias. Lo que hace no le implica, lo hace sólo por matar el tiempo, porque, si no, no sabe qué hacer. Hoy el trabajo es lo contrario del trabajo: una distrac­ción del verdadero trabajo. Y cuando uno se jubila tiene miedo y trata de volver al trabajo para distraerse. Nos afanamos porque no hay nadie que nos ofrezca el verdadero trabajo.

En cambio, ¡cuánto trabajo hay que hacer! Mucho por construir. Cada uno con su tarea.
La construcción... Y, sin embargo, no responden... Sí, la Iglesia sigue siendo la Extranjera. A la Iglesia le ha sido prometido todo, pero no en esta economía presente. Nosotros hemos de vivir como exiliados. Este mundo, no lo olvidemos, está en manos del maligno. Nosotros debe­mos luchar. Con nuestras acciones no podemos salvar nada. Todo lo que consigamos construir, mejorar, puede ser puesto en discusión un segundo después, o abatido -como dice Eliot.
No lograremos dar la paz a los hombres. La construcción de la Igle­sia es así: nosotros hemos de tratar de actuar, ¡ay de nosotros si nos dispen­sáramos de hacerlo! Pero sabemos que nunca conseguiremos la justicia perfecta. Nunca.

¿Es todo inútil?
Nuestra función, como decía Péguy, es la esperanza. Todo está en hacer que la Iglesia viva el acto supremo de su vida, lo que dice el Apocalipsis: «Ven Cristo». La Iglesia debe cultivar la esperanza. Esta espe­ranza sólo podrá ser superada por la intervención directa de Dios. Puede ser que sea en sentido catastrófico o bien no, no lo sé. Pero ciertamente los hombres alcanzarán su meta, que no es un retorno de Cristo, sino su mani­festación plena, como una explosión, de esta realidad. La gloria de Dios que a través de Cristo se derrama sobre el mundo y lo transforma.

Va a cumplir usted ochenta años.
Yo rezo, espero y confío. Me asal­ta la tentación de los primeros padres de la Iglesia: ¿Puedo aceptar mi sal­vación sin la salvación de los demás? Esto es hoy para mí un problema teo­lógico muy grave.
El acto de Cristo ha salvado ver­daderamente a todos. Y sólo una voluntad terca, loca, inhumana, pue­de negarlo. Además si Cristo me sal­va a mí, ¿cómo puedo ser salvado plenamente sin arrastrar en esta sal­vación a los demás que son parte, más aún, que están entrelazados den­tro de mi yo? Sé que no puedo por menos que tener la esperanza de que todos, absolutamente todos se salva­rán. Auque sé que el infierno existe, ¡vaya si existe! Hay que creerlo. Pero siento que debo tener esa espe­ranza que acompaña mis ochenta años. No, no espero como un budis­ta desatar mis vínculos, sino que haya muchos más. Amado y amante de todos en Cristo.

¿Cómo ve a la Iglesia?
Cristo a la Iglesia le ha prometido poquísimo. Ningún éxito garantiza­do, ningún pecado ahorrado. En el siglo X parecía inminente su desapa­rición. Y san Bernardino recuerda que en su tiempo los curas no se sabían ni la fórmula de la Eucaristía.
Pero tiene la promesa de que Cris­to no la abandonará nunca y las puer­tas del infierno no prevalecerán. Pienso que esto también es lo que ahora ve el Papa. Admirado y no seguido. Uno hace y como si nada. Este drama es la vida cristiana, no hay nada más humano.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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