El budismo avanza en una época que ha reducido el cristianismo a sentimiento y a ideología. Divo Barsotti acusa: «Hemos traicionado la aventura de un encuentro real». Y relanza el misterio de la Extranjera
Ondea suavemente la seda naranja de la religiosidad. Esta parece ser la bandera de nuestro tiempo, fuera y dentro de la Iglesia: la búsqueda de una vía de sabiduría, atravesando impasibles guerras y males sociales en un clima de moderado y puro placer. El fenómeno que caracteriza a esta época es el de El pequeño Buda de Bernardo Bertolucci: el tono rotundo y delicado del hombre sabio llena las salas cinematográficas ofreciendo una fábula deliciosa. ¡Qué época la nuestra! De la utopía a la fábula; siempre que no sea realidad, lo cual sería demasiado para las capacidades humanas de aguante.
Pero este año será también, y más que nunca, el año en el que las preguntas de la Extranjera, el grito de los desocupados de Eliot ( hay que leer de nuevo Los coros de la roca, que cumplen sesenta años), intentarán agitar el espeso magma de esta paz espiritual tan falsaria. Esto es lo que aflora de esta conversación con Divo Barsotti. Este gran sacerdote vive en su comunidad sobre las colinas de Florencia. Es poeta. Se recuerdan de él, de entre su infinita producción espiritual, los ejercicios por él predicados que conmocionaron, ante Pablo VI, al Vaticano.
Tras el miedo al Islam, aquí nos tienen disueltos en una infusión budista.
El Islam es una herejía cristiana. De una herejía se pasa más fácilmente al Cristianismo. Nos damos cuenta, sin ánimo de ofender, que es una revelación demasiado inferior. El de Mahoma es un Dios personal, pero no es un Dios que establezca una alianza; permanece una ruptura insalvable entre el Creador y la criatura. Lo que más me asusta es el budismo. Y somos nosotros mismos los responsables de su avance.
¿En qué sentido?
Porque la cultura moderna es ciertamente inmanentista. No se permite en absoluto que el hombre dependa: el hombre se convierte en ídolo de sí mismo. El budismo no conoce a Dios, lo rechaza. ¿Comprende? Hace al hombre artífice de su destino y capaz de la propia salvación. Se apoya en el orgullo del hombre. Y aquí se une con esta cultura de la inmanencia... Esto permite que el budismo haga presa fácil.
Los budistas no saben explicarnos qué significa para ellos el nirvana, en qué consiste el hombre cuando desaparece, cuando ya no hay sustancia, cuando todo es fantasmagórico, un flujo de sensaciones y pensamientos sin nada sustancial. Pero es cómodo. Se renuncia fácilmente a todo proyecto, al sentido de la ley y de la obligación interior de la conciencia. Uno se confía a los propios sentimientos sin sentirse culpable suceda lo que suceda.
Es una benevolencia sin deseo, una ataraxia, el mantenerse en un estado en que nada te turba. Es esa paz interior que carece de pasión. Pero mira la figura de Buda, símbolo de la sabiduría satisfecha, de la conquista alcanzada. Y luego mira a Jesucristo, ¡el Crucificado! Clavado en la cruz, en el sufrimiento extremo. Porque ama, porque vive. En cambio, en el budismo se eliminan todos los deseos para vivir solamente en el vacío. A esto le llaman liberación.
¿De qué?
De todo. Se vuelve a la Nada originaria.
Una vez más la abrogación del mal.
Recuerdo una poesía de Paul Valéry: «Lástima que las cosas sean. Porque cuando las cosas no existían, era la pureza absoluta». El Ser ha contaminado a la pureza de la Nada. Con tal de no reconocer al Ser, de no pedirlo, aceptan la Nada. Pero la Nada no se acepta, la Nada es nada. Es que se rechaza a Dios, se rechaza al Ser sin fin ni medida.
También entre los católicos existe cierta moda budista. Ser budista, dicen, es como tener el carnet de progresista. Después te inscribes donde te parece.
Imposible. Todo su camino se basa en negar la sustancialidad de cualquier cosa, es el absoluto de la nada.
Esta postura del corazón, don Divo, ¿se halla en ciertas actitudes de los cristianos?
Sí. Así como en los primeros siglos de la Iglesia, la cultura griega era un gran peligro, pues proponía a un Dios, pero impersonal; proponía el Uno, la mística neoplatónica. Del mismo modo, hoy, no sabemos defendernos de doctrinas que proceden de Asia y que estimulan el amor propio, dejando que el hombre crea que es el dueño de sí mismo. Es la fascinación de una tolerancia ostentada y de cierta grandeza de ánimo. Me decía una vez Raimundo Panikkar: puedes distinguir a un cristiano de un budista o de un hinduista por la mirada. La mirada del cristiano se posa sobre las cosas, las personas, y se detiene en ellas. Sientes que te miran y tú mismo miras. La mirada de un budista te atraviesa. Tú no existes, no te toca, la mirada está suelta. Esta sería la libertad. Libres de cualquier condicionamiento, y por tanto libres de todo amor.
El cristiano, en cambio, es libre porque está ligado, unido. ¿Es así?
Nosotros hablamos de la Encarnación, que es algo inmenso. De este modo Dios se ha unido a nuestra aventura. Pero la encarnación es la condición de otra historia todavía más asombrosa. Que una niña de 15 años haya podido decir a su Dios «¡Hijo!». O, mejor aún: Dios ha tenido que decirle a esta chiquilla: «Tú eres mi mamá». De algún modo, Dios no puede ser libre en el amor. Desde el momento en que ha elegido nacer de una mujer, debe querer a esa mujer. Esto es algo inmenso: decir que Dios debe. Pero desde el momento en que ha elegido nacer de María, debe amarla. Él es hijo verdadero, a la fuerza tiene que quererla.
¿Cuál es el motivo de esta fragilidad ante las sugestiones del Oriente?
No se hace memoria de Cristo. Para mí la tentación más grave de estos años reside ahí: se ha convertido el cristianismo en una ideología. En cambio es un Misterio. Con otras palabras: todo el cristianismo está en la relación, que acontece, que tiene, Dios con el hombre, contigo. Sin embargo se ha reducido a ideología, a ley. Es terrible cómo hemos reducido la aventura de un encuentro real, un encuentro del que viene una relación concreta, dramática. Se ha transformado a Cristo en un símbolo. Y a la vida espiritual en sabiduría: es terrible. Es mucho más hermoso ser pecadores. Y hay que reconocerse pecadores. Quien no quiere ser juzgado termina por no tener un encuentro en toda su vida. Así pues, no se encuentra a uno que nos acoge, perdona, ama, a pesar de lo que somos. Es decisivo afirmar y vivir la relación yo-Tú. Poder decir: Tú, oh Dios. Además porque no se vive nunca una relación verdadera con otro hombre después del pecado. No vale sólo con los extraños, la extrañeza. Después del pecado, existe entre madre e hijo, marido y mujer, hay algo de absolutamente impenetrable. En la comunión con Cristo, que nos ha hecho cuerpo suyo, se derrota la extrañeza .
Y la vida se hace más humana.
Hace falta adquirir de nuevo este sentido dramático de un encuentro real con el Dios vivo. Se encuentra en la Iglesia. Que está presente en cada uno de nosotros. San Pedro Damián decía: «La Iglesia es una en todos, y es toda en cada uno». El peligro que nos amenaza es que hagamos del cristianismo una ideología que luego se vuelve gnosis. Ya no hay encuentros, no ocurre nada porque nada ha ocurrido. En cambio, en este encuentro dramático con Dios la vida toma color: o reconozco, y existe esta comunión que da la alegría del Espíritu; o bien rechazo, blasfemo. Sin embargo, ¿qué cristianismo es, que religiosidad de estilo budista es esta vacuidad donde no existe ni blasfemia ni amor? Es el Reino de lo impersonal, donde tiene cabida un cristianismo que sea teología y ley, ambas como construcción nuestra a partir de principios, en vez de anclarse en la intervención real de Dios en la historia del hombre. Esta presencia de Dios en la historia no puedo inventarla; debo solo reconocerla. Existe algo objetivo, y es la Misa. Parece un rito estúpido, mientras que es verdaderamente lo que la Iglesia pretende: el sacrificio de Cristo, el acto del Hijo que se ofrece como víctima y Dios que lo recibe de mí por la salvación de los hombres. Esto me asegura la misión de la Iglesia.
La Iglesia no salva por lo que hace, sin el Misterio hace reír. ¿Cuántas veces el Papa ha hablado de Bosnia a los dirigentes del mundo? Y es como si no hubiera dicho nada. Pero la Iglesia a lo largo de los siglos ha salvado al mundo, porque la Iglesia hace presente el acto de Cristo que salva. No es una sabiduría, sino el Misterio.
Eliot, hace sesenta años, escribía de la Extranjera, de ese coro de desocupados que avanza.
¿Quiénes son? ¿Acaso no son todos los hombres? Ya no soportan el peso de su existencia. Y entonces están todos sin trabajo. Porque el verdadero trabajo es la construcción del ser. La obra del hombre es el hombre mismo. Pero el hombre ya no es capaz de realizarse a sí mismo. Ha perdido todas las referencias. Lo que hace no le implica, lo hace sólo por matar el tiempo, porque, si no, no sabe qué hacer. Hoy el trabajo es lo contrario del trabajo: una distracción del verdadero trabajo. Y cuando uno se jubila tiene miedo y trata de volver al trabajo para distraerse. Nos afanamos porque no hay nadie que nos ofrezca el verdadero trabajo.
En cambio, ¡cuánto trabajo hay que hacer! Mucho por construir. Cada uno con su tarea.
La construcción... Y, sin embargo, no responden... Sí, la Iglesia sigue siendo la Extranjera. A la Iglesia le ha sido prometido todo, pero no en esta economía presente. Nosotros hemos de vivir como exiliados. Este mundo, no lo olvidemos, está en manos del maligno. Nosotros debemos luchar. Con nuestras acciones no podemos salvar nada. Todo lo que consigamos construir, mejorar, puede ser puesto en discusión un segundo después, o abatido -como dice Eliot.
No lograremos dar la paz a los hombres. La construcción de la Iglesia es así: nosotros hemos de tratar de actuar, ¡ay de nosotros si nos dispensáramos de hacerlo! Pero sabemos que nunca conseguiremos la justicia perfecta. Nunca.
¿Es todo inútil?
Nuestra función, como decía Péguy, es la esperanza. Todo está en hacer que la Iglesia viva el acto supremo de su vida, lo que dice el Apocalipsis: «Ven Cristo». La Iglesia debe cultivar la esperanza. Esta esperanza sólo podrá ser superada por la intervención directa de Dios. Puede ser que sea en sentido catastrófico o bien no, no lo sé. Pero ciertamente los hombres alcanzarán su meta, que no es un retorno de Cristo, sino su manifestación plena, como una explosión, de esta realidad. La gloria de Dios que a través de Cristo se derrama sobre el mundo y lo transforma.
Va a cumplir usted ochenta años.
Yo rezo, espero y confío. Me asalta la tentación de los primeros padres de la Iglesia: ¿Puedo aceptar mi salvación sin la salvación de los demás? Esto es hoy para mí un problema teológico muy grave.
El acto de Cristo ha salvado verdaderamente a todos. Y sólo una voluntad terca, loca, inhumana, puede negarlo. Además si Cristo me salva a mí, ¿cómo puedo ser salvado plenamente sin arrastrar en esta salvación a los demás que son parte, más aún, que están entrelazados dentro de mi yo? Sé que no puedo por menos que tener la esperanza de que todos, absolutamente todos se salvarán. Auque sé que el infierno existe, ¡vaya si existe! Hay que creerlo. Pero siento que debo tener esa esperanza que acompaña mis ochenta años. No, no espero como un budista desatar mis vínculos, sino que haya muchos más. Amado y amante de todos en Cristo.
¿Cómo ve a la Iglesia?
Cristo a la Iglesia le ha prometido poquísimo. Ningún éxito garantizado, ningún pecado ahorrado. En el siglo X parecía inminente su desaparición. Y san Bernardino recuerda que en su tiempo los curas no se sabían ni la fórmula de la Eucaristía.
Pero tiene la promesa de que Cristo no la abandonará nunca y las puertas del infierno no prevalecerán. Pienso que esto también es lo que ahora ve el Papa. Admirado y no seguido. Uno hace y como si nada. Este drama es la vida cristiana, no hay nada más humano.
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