Posiblemente el obispo que los había encargado se estremeció al oír los versos del poeta: «Los que habitan en una casa cuyo uso se ha olvidado: son como serpientes tendidas sobre escaleras ruinosas, satisfechas al sol». Comprendió que se referían a él y a sus fieles cristianos. De aquel poeta de aspecto tan moderado y académico un juicio así no se lo esperaba. En aquellos versos continuaba llamando a la Iglesia: «La Extranjera». ¿Quería justamente subrayar que ella había entrado en el mundo por iniciativa divina, es decir, afirmar su misterio, significaba también que se había convertido en «extranjera», en una cosa extraña para los hombres? Sin embargo, se estaba inaugurando una nueva parroquia, una nueva casa de Dios, en una zona de edificación popular de Londres. Aparentemente había motivo de optimismo, incluso de orgullo, en el obispo y en sus colaboradores.
Pero el poeta insistía: Y los otros corren alrededor como perros, llenos de iniciativa y dicen: "esta casa es un nido de serpientes, destruyámosla. Acabemos con las torpezas de los cristianos"».
Corría el año 1934; la gran crisis del 29/30 había dejado millones de parados y una situación social dramática. No por casualidad el poeta, T.S. Eliot, introduce en su obra los coros de los «obreros» y «parados»; entra en escena la Extranjera con una constatación llena de realismo: «el destino de los hombres es infinita fatiga... y sé que es fatigoso ser verdaderamente útiles». La Extranjera de los Coros anuncia que la Encarnación ha sucedido en un «momento del tiempo». Anuncia que hay un valor positivo, un significado presente para la existencia y la fatiga humana y por esto acompaña a los hombres para construir una sociedad que exalte lo más posible la dignidad de su existencia. Así, es «aquella que critica y que sabe hacer las preguntas», es decir desenmascara y contesta la mentira que los poderes usan para herir la vida humana y su búsqueda de significado. Pero «parece que la Iglesia no sea deseada», proseguía, hace sesenta años, el poeta...
Si aquel obispo viviera todavía hoy, probablemente se estremecería viendo lo proféticas que fueron aquellas duras palabras. Hoy, más que entonces, la Iglesia es extranjera, extraña a los hombres. No se trata de un relieve sociológico (para los sociólogos el porcentaje de los llamados «practicantes» sigue estable). Pero es innegable que para la mayoría ella es una «casa cuyo uso se ha olvidado».
Reducida a un lugar de ritos religiosos (que ejercen siempre una cierta fascinación sobre los hombres sensibles y sobre los intelectuales, pero de igual modo que otras religiones) y de pietismo dominical, parece que la Iglesia ya no tenga nada que ver con la fatiga cotidiana de la construcción de la propia vida y de la sociedad. Parece, como ya escribimos, que la Iglesia es castigada por esto. En estos años se ha dado la paradoja de asistir a una gran cantidad de discursos y de teorías sobre el llamado «empeño social y político de los católicos», mientras que de hecho aquel empeño perdía generosidad, organicidad y claridad en sus fines. Y seguramente no por una menor capacidad analítica o de ocasiones de poder, sino por una reducción «protestante» (ritos y pietismo) de la fe católica.
«Haced que la obra no sea retardada», reclamaba la Extranjera de Eliot. Cuando en la Iglesia está vivo el sentido del ideal encontrado, es decir «la piedra angular» (que es el adjetivo también social de Cristo) es reconocida en un acontecimiento presente, se advierte la urgencia de ponerse manos a la obra y a ser posible juntos.
El deseo es el de contribuir a una sociedad que sufra lo menos posible por la mentira y la injusticia, y que luche contra el «desierto» del sin sentido, ( «el desierto prensado en el tren del metro»). Es un deseo que no puede posponerse con análisis políticos sofisticados y vacíos, o con evocaciones de valores, lejanos de la realidad de las necesidades concretas. Estamos convencidos que a la obra de la Extranjera no le faltan instrumentos y puntos de referencia que la ayuden.
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