«Yo no soy así»
Una sala semivacía. El juez, el secretario, los abogados, un par de curiosos entre el público. Y un chico negro sentado en el banco del jurado, no en el de los acusados. Allí es donde se colocan los imputados “bajo custodia”. Y él –lo llamaremos John– es el imputado. No ha hecho gran cosa, pero lo suficiente para estar en el calabozo y sentarse delante de un magistrado. John tiene 19 años y el rostro perdido. Tiembla y llora tras la mascarilla obligatoria. Tiene miedo. Sabe lo que le espera si tuviera que acabar en la cárcel. Y Mary, su abogada, lo sabe mejor que él. Es abogada de oficio y ha visto muchos casos de chicos como él. Clientes a los que ofrecer alguna esperanza mientras esperas a que te llamen de la “custodia” para saber cómo va su caso. Mary hace cuentas pensando en la semana que está acabando: lleva al menos veinticinco. Los llaman “casos”, pero son vidas. Vidas suspendidas entre el drama del presente y una enorme incógnita frente al futuro. Como la vida de John, ahí, delante de ella. Llama a su abogada con un gesto de la mano, que le pesa por las esposas. Ella se acerca y él le da una nota sin decir nada. Está mal escrita, con la caligrafía de un niño con problemas de aprendizaje que no está acostumbrado a usar el bolígrafo. Pero la frase es como un puñetazo en el estómago: «I am sorry, this is not who I am», lo siento, yo no soy así. «Podía decir “yo no era así”, o cualquier otra cosa», piensa Mary. En el fondo, es algo que hacen muchos cuando buscan atenuantes y clemencia en el tribunal. Él también estaba pidiendo piedad, pero con esas palabras tan auténticas: yo no soy así. No soy lo que he hecho, no soy solo eso. Un grito.
A Mary le vienen de golpe a la cabeza muchos acontecimientos de esos días tan extraños que rompieron todos los programas. Las protestas en la calle por el “Black Lives Matter”. La manifestación en la que ella también estuvo, enviada por su jefe, a pesar de que iba de mala gana porque «decir “no hay paz sin justicia” es poco, falta algo, falta la idea del perdón». El artículo que escribió sobre esas protestas el padre José («la respuesta a nuestra impotencia no es un poder sino una presencia») y el colega que se lo agradeció porque «ayuda a pensar». Hasta el cliente que la descolocó cuando le soltó una frase que había leído unos días antes, «tu grito ha encontrado escucha», a lo que el otro le respondió: «Sí, lo sé. Pero tengo miedo de que la respuesta no me guste». Mary se sintió identificada. «A mí me pasa lo mismo con Jesús: “Ayúdame”. Y si tu respuesta no me gusta, tiéndeme una mano para abrazarla…”». Un grito. Idéntico al de John en su nota. «Me conmoví», contó luego Mary a sus amigos.
John no acabó en la cárcel. «Unos días después encontramos una solución y volvió a casa». Caso ganado, «uno de los afortunados». Mary se quedó con la nota. Ese grito. Y un «solo plan, un gran plan», más importante que cualquier programa: «Rezar el Ángelus, preparar el café e ir a trabajar para hacer todo lo que Él me permita hacer».
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