El texto íntegro del diálogo de Bernhard Scholz, presidente del Meeting de Rímini, con Julián Carrón, responsable de CL, durante la special edition (20 de agosto de 2020)
Bernhard Scholz. Bienvenidos a este encuentro con Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Gracias, Carrón, por estar con nosotros esta noche.
¿De dónde nace la esperanza? En esta pregunta convergen otras muchas que han surgido en este dramático periodo de nuestra historia: «¿Qué puedo esperar? ¿Cuál es la diferencia entre esperanza y optimismo? ¿De dónde nace la capacidad de esperar?». Son preguntas que abordaremos en el diálogo de esta noche. Empezamos con una referida a tu libro publicado en pleno confinamiento, El despertar de lo humano (J. Carrón, El despertar de lo humano. Reflexiones de un tiempo vertiginoso, Huellas 2020). ¿Cómo se puede hablar de «despertar» en un momento lleno de limitaciones, de restricciones que nos obligaban a quedarnos en casa, sin poder ir a trabajar ni a clase?
Julián Carrón. Creo que ya estamos participando en un ejemplo de despertar de lo humano. En medio de una situación como esta, ¿quién habría soñado con poder hacer un Meeting de estas dimensiones, con ciento veinte sedes por todo el mundo, con una creatividad difícilmente imaginable? Es solo un ejemplo, pero demuestra que, cuando afrontamos una crisis con apertura ante la provocación que representa, podemos ver en acto el despertar de una creatividad y una capacidad de implicación que han sorprendido a muchos. No es un despertar –como a veces pensamos– a pesar de las dificultades, sino precisamente porque hay dificultades que nos obligan a buscar otros caminos, otras posibilidades, a expresar recursos ocultos que de otro modo no saldrían a la luz. Muchas de las novedades que hemos visto en este Meeting –que estamos viendo y que veremos– han nacido justamente gracias a la provocación de los últimos meses, sin la cual tal vez habríamos necesitado años para concebirlas y desarrollarlas. Empiezo por el Meeting porque un ejemplo es la manera más concreta de responder a tu pregunta. A pesar de todo, el despertar está sucediendo aquí, delante de nosotros.
Scholz. Para hablar de la esperanza, partamos de una observación de nuestra vida diaria. No pasa un día, ni una hora, en que no digamos: «Espero que suceda esto», «espero que esto otro salga bien», «espero que no suceda aquello». Nuestra vida está impregnada, plasmada en todas sus acciones y empresas, por una mirada hacia el futuro: esperamos que llegue algo bueno o que no llegue algo malo. Pregunto: ¿la esperanza es en cierto modo una constante de nuestra existencia?
Carrón. Sin duda. Pavese lo escribió de una manera imborrable para nosotros: «¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y entonces, ¿por qué esperamos?» (C. Pavese, El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992, p. 310). La genialidad de Pavese –siempre me ha llamado la atención– residía en captar como algo propio de la estatura humana –de la suya y por tanto de cada uno de nosotros– la espera y la esperanza. Ambas forman parte de nuestra naturaleza de seres humanos. Esperamos, aguardamos, porque aguardar, esperar, es constitutivo de nuestro ser humanos. Pero la cuestión se plantea cuando la realidad se vuelve implacable y desafía a esta esperanza nuestra llamémosla “natural”. Cuando la circunstancia se hace dura, contradictoria, se pone a prueba la consistencia de nuestra esperanza. «Mas si un discorde acento», decía Leopardi, «hiere el oído, en nada / se vuelve aquel paraíso en un momento» (G. Leopardi, «Sobre el retrato de una hermosa mujer», vv. 47-49, en Los cantos, Ediciones 29, Barcelona 1996, pp. 223-225).
Scholz. En este sentido, ¿cuál es la diferencia entre esperanza y optimismo?
Carrón. El optimismo es una disposición psicológica para ver el lado positivo de la realidad y decir que todo va bien, aun a condición de tener que cerrar los ojos. Es algo temperamental y a la vez pasajero: cambia el tiempo, llega un temporal y se acaba todo. Voltaire, burlándose de esta actitud, ante la pregunta: «¿Qué es este optimismo?», en el Cándido responde: «¡Ah! […] Es la manía de sostener que todo va bien cuando todo va mal» (F. Voltaire, capítulo XIX, en Cándido, o El optimismo, Edhasa, Barcelona 2004). «El optimismo», dice Bernanos, «es un sucedáneo de la esperanza» (G. Bernanos, La libertad, ¿para qué?, Encuentro, Madrid 2019, p. 11). ¿Por qué? La razón es sencilla: le falta la consistencia necesaria para poder resistir a los acontecimientos, no tiene la posibilidad de sostenerse ante las contradicciones. Así, cuando las dificultades superan nuestras fuerzas y el alcance de nuestros intentos, el sucedáneo se hace valer.
Es lo que todos hemos visto cuando el Covid nos ha puesto contra las cuerdas: teniendo que afrontar el peligro o, en el mejor de los casos, quedándonos en casa, constreñidos a inventar nuevas formas de vivir las situaciones cotidianas, ha salido a relucir si nuestra esperanza era solo un optimismo que tenía las horas contadas, o si tenía la capacidad de hacernos afrontar dignamente la dureza de la circunstancia.
Scholz. Otra experiencia muy común es que, cuando nos encontramos en una situación complicada que no logramos resolver, entramos en una especie de stand by, esperando que pase con el tiempo. Pero mientras tanto no vivimos, estamos definidos por la expectativa de que esa dificultad –una enfermedad, un malestar u otra cosa– pase lo más rápido posible. En cambio, ¿es posible vivir con esperanza, estando presentes en primera persona, incluso en momentos así?
Carrón. Todo depende del punto de apoyo que tengamos para vivir. De hecho, la esperanza necesita fundarse sobre una razón. Cuando nos vemos desafiados más allá de nuestro tran tran, de lo ya conocido, de nuestras medidas, de nuestras fuerzas, de nuestros intentos, se ve si tenemos un punto de apoyo adecuado para afrontar con positividad lo que nos pasa. Si falta esto, solo podemos esperar a que pase la tormenta, no logramos estar delante de las provocaciones que la realidad nos ofrece, desviamos la mirada. Y esto no solo no resuelve sino que agrava la dificultad. Imaginemos a una persona que, durante el tiempo que ha tenido que quedarse en casa, haya vivido con el ánimo propio de alguien solo espera a que pase todo. ¡Qué fatiga levantarse por la mañana y esperar que pase otro día, y otro más! De este modo la situación no solo se vuelve aún más insoportable sino que se pierde la ocasión de aprender la novedad que toda circunstancia, cualquiera que sea, lleva consigo. Para captarla, solo hace falta una apertura ante lo que sucede. De hecho, te puede suceder algo o surgir una iniciativa, un movimiento que no teníamos previsto, podemos sorprendernos en acción de una manera que no creíamos posible. ¡Cuántas veces en estos meses, estando abiertos, hemos descubierto cosas insospechadas o conocido algo de nosotros mismos o de los demás que no sabíamos que existía! En este sentido, siempre me ha sorprendido este verso de Montale: «Un imprevisto / es la única esperanza» (E. Montale, «Antes del viaje», vv. 26-27, en Satura, Icaria, Barcelona 2000, p. 141).
Scholz. Has hablado de «punto de apoyo». ¿Cuál puede ser ese punto de apoyo que nos permite esperar incluso cuando la realidad no se corresponde con lo que esperamos? ¿Cómo no dejarse engañar por falsas esperanzas, e identificar en cambio una esperanza que nos haga ser realmente nosotros mismos incluso en situaciones que no desearíamos?
Carrón. Cada uno debe mirar qué le ayuda a ser realmente él mismo. Y no se puede entender en abstracto, sino solo midiéndose con las provocaciones de la vida. Es en ese momento, ante una provocación concreta, cuando uno verifica el camino que ha hecho. Por eso es esencial el impacto con la realidad. Como decía don Giussani, un individuo al que se le haya ahorrado la fatiga de vivir experimentará menos la vibración de su razón, de su creatividad, de su capacidad para entender [«Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad, porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón»; L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 145]. En cambio, quien se haya visto interpelado de muchas maneras será más capaz de reconocerse a sí mismo y lo que le ayude a vivir.
Descubrir este «punto de apoyo» es un camino humano, humanísimo. E implica una conciencia, una comprensión de lo que nos pasa. Por ejemplo, quien haya hecho un camino en medio de las dificultades de estos meses, al volver al trabajo, a las relaciones habituales con los demás, habrá sorprendido una novedad en su manera de estar ante la realidad, experimentando un asombro que antes no tenía por la existencia de la realidad y por la relación con los demás, una manera distinta de vivir el trabajo. Quien no lo haya hecho, quien no haya custodiado lo que le ha sucedido, poco después habrá vuelto al viejo tran tran. Me contaba un médico cuánto le había sorprendido volver a ver a muchos de sus colegas que se habían implicado sin reservas durante los momentos más dramáticos en el hospital: «Me quedé de piedra cuando, solo unas semanas después de la emergencia, casi ni nos saludábamos». ¿Cómo es posible que una experiencia tan intensa no deje huella? Depende del camino que uno haga, de la conciencia madura de lo que le ha pasado. Si no ha custodiado lo que ha vivido, una vez pasada la emergencia, vuelve a empezar de cero, sin haber aprendido nada, sin descubrir algo que le sirva para afrontar el futuro. Es como si la vida pasara sin hacernos crecer como personas, sin incrementar nuestra consistencia, nuestra autoconciencia. Por eso me parece perfecta la frase de Eliot: «¿Dónde está la Vida que hemos perdido viviendo?» (T.S. Eliot, “Coros de ‘La piedra’”, en Poesías reunidas 1909/1962, Alianza, Madrid 1995, p. 169). Podemos perder la vida viviendo o podemos ganarla. No la ganamos por ahorrarnos la relación con la realidad ni la perdemos porque la realidad nos ponga a prueba. La ganamos cuando aceptamos la provocación de la circunstancia, cualquiera que sea, y somos protagonistas en cada situación.
Scholz. ¿Qué nos permite ser protagonistas en esta situación?
Carrón. Aquí aparece la gran cuestión, que cada uno –insisto– debe interceptar personalmente. Solía poner este ejemplo a mis alumnos para mostrarles de dónde nace la esperanza. Imaginad que tenéis a una persona querida, muy querida, que sufre una enfermedad para la que aún no se ha encontrado remedio. Si un día, viendo casualmente la televisión o leyendo la prensa, os enteráis de que en algún lugar del mundo una persona que tenía esa misma enfermedad se ha curado, aunque la persona a la que amáis siga enferma y aún no haya recibido la medicina, afrontaréis el futuro de manera distinta, la miraréis de manera distinta. La esperanza empieza a manifestarse cuando sucede algo en el presente que hace posible una mirada distinta respecto al futuro. Pero esto, más allá de este ejemplo que se me ocurrió por las preguntas de mis alumnos, lo vemos suceder constantemente. En Un brillo en los ojos, (J. Carrón, Un brillo en los ojos. ¿Qué nos arranca de la nada?, Huellas 2020) citaba la carta de una persona que a los cincuenta años ya no esperaba nada nuevo de la vida. Un día, en el ámbito escolar de sus hijos, conoce a un padre como él pero a quien le brillaban los ojos, en quien la vida vibraba con una intensidad que ya no veía en sí mismo. Empezó a estar con él, a seguirle, a observar cómo vivía, hasta que aquella mirada también se hizo suya.
La esperanza nace cuando vemos suceder en el presente algo que abre de par en par la mirada. Pensábamos que se había acabado la partida, que ya no había nada que esperar, y en cambio todo vuelve a empezar. Justo ahí, no en otra parte, no después ni antes, no en nuestra imaginación sino ahí, en la situación que estamos viviendo, sucede algo que hace renacer la esperanza, que abre el futuro de la vida a algo distinto. Por eso decía don Giussani, con una frase sintética: «La esperanza es una certeza para el futuro en virtud de una realidad presente» (L. Giussani, texto del Cartel de Pascua 1996 de Comunión y Liberación). Puede no cambiar nada inmediatamente, pero lo importante es ver personas que afrontan una situación parecida a la nuestra con una novedad: «Si se hace mío lo que ellos viven, yo también podré mirar y afrontar las adversidades, las dificultades de la vida, con una esperanza en mis ojos».
Scholz. Pero la presencia de la que hablas, ¿es una presencia cualquiera o una presencia particular?
Carrón. No es una presencia cualquiera. Porque no cualquier presencia es capaz de fundar esta esperanza, de hacernos estar con la cabeza alta ante todos los desafíos de la realidad. Cuando la prueba es más potente –pensemos en la enfermedad o en el momento final de la muerte, o en lo cotidiano que nos «paraliza» (C. Pavese, Dialoghi con Leucò, Einaudi, Turín 1947, p. 166), que a veces es el aspecto más fatigoso de la vida–, la cuestión es qué tipo de acontecimiento debe habernos sucedido, qué presencia tiene que haber entrado en nuestra vida para que podamos afrontar esa prueba con esperanza. Cada uno debe preguntarse: «¿Pero yo he encontrado una presencia así?». Los discípulos se toparon con una presencia –Jesús de Nazaret– en virtud de la cual, haciendo su vida normal o en medio de la tempestad, no esperaban simplemente a que pasara, dándose buenos consejos, sino que podían afrontarlo todo, hasta la tempestad, de una manera distinta, más verdadera, más humana. Vieron cómo estaba Jesús ante la enfermedad, la muerte, las dificultades, las contradicciones. Lo vieron acabar mal y Lo llevaron al sepulcro. Pero luego Lo vieron vivo, resucitado. Los que tenían esa Presencia en la mirada no podían dejar de decir –como san Pablo–: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rm 8,38-39).
A mis alumnos –de los que aprendí muchísimo porque eran un estímulo constante para darme razones de las cosas– les decía: «¿Pero tú crees que tu madre te quiere?». «Claro». «¿Estás seguro?». «Segurísimo». «Entonces, si estás tan seguro, ¿puedes pensar que haya algún momento, por algo que pase en la vida, en que tu madre pueda dejar de quererte?». «No, ¡claro que no!», me decían. ¿Por qué? ¿Dónde se fundaba esa certeza para el futuro? En un presente, en una experiencia presente. Por la experiencia de convivencia que tenían con ella, ni siquiera podían imaginar que pudiera decaer su amor hacia ellos. La sencillez de la experiencia de esta relación, que la tiene cualquiera, es idéntica a la que vivían los discípulos con aquella presencia excepcional. Con una diferencia: la madre no me puede liberar de la muerte ni de la enfermedad, solo me puede acompañar, mientras que los discípulos se toparon con una Presencia que introdujo en la historia una esperanza que, dice san Pablo, no defrauda. De hecho, así dice la fórmula de san Pablo: «Una esperanza que no defrauda» (Rm 5,5), en cualquier situación en que uno se encuentre.
Esto dice entonces que el problema de nuestra esperanza es nuestra fe. ¿Tenemos, respecto a la presencia de Cristo que hemos encontrado, la misma certeza que tiene un niño de la presencia de su madre? ¿Tenemos una certeza de su Presencia tan humana, tan verdadera, tan arraigada en las entrañas de nuestro yo, que en su compañía podemos mirar con esperanza cualquier cosa que suceda? Es decir, ¿tenemos la certeza de que, pase lo que pase, nadie podrá separarnos de esta Presencia?
Sin una Presencia que me ame tanto que yo, haga lo que haga, pase lo que pase, pueda mirar al futuro con una positividad indestructible, por la certeza de esa Presencia, por la experiencia vivida en relación con ella, al final la esperanza se reduce a una palabra vacía. Podemos darle las vueltas que queramos, pero sin una Presencia histórica, de un Hombre que murió y resucitó, y que por tanto está realmente presente y es contemporáneo a nuestra vida, la esperanza tendrá siempre una fecha de caducidad.
Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, presente aquí y ahora en una realidad humana, es el origen de nuestra esperanza. A Cristo se le encuentra hoy. Como le ha pasado a nuestro amigo Mikel Azurmendi –nos lo ha testimoniado en un video que hemos visto hace dos días–. Lo ha interceptado en personas de carne y hueso; escuchando a cierto periodista en la radio cuando estaba ingresado gravemente en el hospital, notó una diferencia en su manera de hablar de los acontecimientos, y luego conoció a otro que lo miró de una manera incomparablemente humana, y luego a otro, y otro más, constatando que todas estas personas tenían una manera tan humana de estar en la realidad que le atraía, le llenaba de admiración, le desafiaba profundamente (Cfr. M. Azurmendi, El abrazo. Hacia una cultura del encuentro, Almuzara, Córdoba 2018). En un momento dado se dio cuenta de que todos ellos estaban generados por el mismo encuentro, reconocían la misma Presencia. Así descubrió que Cristo –la Presencia de la que hablamos nosotros los cristianos– es real, ha resucitado, y por tanto sigue estando presente en la historia a través de esa diferencia humana que encontró. Cristo removió a alguien como él, que hacía cincuenta o sesenta años que había perdido su relación con la fe, permitiéndole redescubrir la vida en toda su intensidad. Viendo estas cosas, uno no puede dejar de quedar impactado por el hecho de que siga sucediendo en el presente la misma historia que empezó hace dos mil años.
Scholz. Entonces, la capacidad de estar dentro y delante de cualquier situación es la prueba de que uno tiene una esperanza que no defrauda. Confrontándose con las circunstancias, por difíciles que sean, ¿esta esperanza se refuerza, se confirma?
Carrón. ¡Por supuesto! Porque cuanto más se enfrenta uno a las dificultades, más pone a prueba –es decir, verifica– la consistencia de esta esperanza. Alguien podría decir: «Estas cosas son abstractas». No. ¿Por qué no? Porque –primera cuestión– lo que han encontrado Mikel Azurmendi o este amigo que a los cincuenta años pensaba que ya no podía esperar nada más que el paso de la vida son personas de carne y hueso, que se encuentran en el mundo, dentro de la vida, y que contestan a nuestro escepticismo, a nuestra medida, a nuestra resignación. Solo algo real, presente, puede devolvernos la esperanza, no una idea ni una abstracción. Eso no sirve, como hemos visto ante el miedo al coronavirus, igual que en otras situaciones. Hace falta una realidad carnal, histórica, que sorprende por el hecho de existir, para hacer renacer la esperanza. Se trata de personas en las que vemos encarnado un sentido adecuado para vivir, una promesa. Como decía Benedicto XVI, los conceptos más importantes del vivir se han convertido en carne y sangre [«La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito»; Benedicto XVI, Deus caritas est, 12]. Es decir, no necesitamos valores abstractos sino personas que vivan personalmente una esperanza, de un modo que nos fascine y desafíe.
Por tanto, nada de abstracciones sino algo real, que –segunda cuestión– genera un sujeto nuevo en la historia. Personas como las descritas por Azurmendi o nuestro amigo de cincuenta años, si uno las sigue de verdad, si se pone a seguirlas sencillamente, como los discípulos se pusieron a seguir a Jesús, son instrumentos que generan un tipo de sujeto capaz de resistir el embate de la realidad; no porque sean héroes –como pensamos tantas veces, reduciendo el cristianismo a moralismo–, sino porque han sido y son generadas por ese mismo acontecimiento, por esa misma Presencia, mediante otros encuentros y otras personas. La relación con Cristo vivo, presente aquí y ahora, genera un sujeto nuevo en la historia, que camina con esperanza. Quien lo encuentra y se deja aferrar por él vive, dice san Pablo, como un hombre «erguido», presente en primera persona, sin retirarse de lo real. Más aún, afrontar lo real, de la manera que nos salga al encuentro, representará para él una posibilidad de verificar la consistencia de su esperanza.
Para mí, el momento del confinamiento ha sido una ocasión preciosa para preguntarme: «Lo que vivo, lo que creo, aquello en lo que he puesto mi esperanza, ¿tiene consistencia para permitirme afrontar esta circunstancia?». Cada uno debe hacerse esta pregunta, de lo contrario será difícil estar delante de cualquier situación que supere nuestra medida. Aquí es donde se muestra decisiva la contribución que nosotros los cristianos podemos ofrecer a la sociedad actual. Muchos se sorprenden porque este año hemos hecho el Meeting. Es el primer gesto público después del confinamiento y muchos pensaban que no sería posible. ¿Cómo se ha podido hacer? Porque hay personas que no se rinden ante las dificultades, no tiran los remos de la barca por miedo y aceptan la provocación que les lanza la realidad. El Meeting existe por la esperanza que nos caracteriza: no por un mérito nuestro, que quede claro, sino por la gracia que nos ha acontecido y que deseamos comunicar a todos.
Scholz. Me gustaría profundizar un momento en el hecho de que la esperanza siempre se pone en juego en un contexto histórico. En los debates públicos se suele hablar, comparándolo también con la situación actual, de la posguerra. Si nos fijamos en lo que pasó en aquel momento, veremos que todas las energías que una persona empleaba laboral e intelectualmente servían para mejorar la situación. Había un crecimiento continuo, sostenido también por el progreso tecnológico. La esperanza coincidía casi con algo automático, al menos por lo que se refiere a las circunstancias materiales de la vida. Luego, en 2008-2011, hubo por primera vez una ruptura. Ya no había un crecimiento continuo sino que había que enfrentarse al hecho de que nuestra situación podía empeorar, que el estándar de vida adquirido no estaba garantizado, que tal vez el futuro de nuestros hijos pudiera no ser mejor que el nuestro, incluso tal vez peor. Entonces cambió también –digamos– la manera de afrontar la espera de la que hablábamos al principio. Entonces la esperanza o se hacía más consistente o acababa en resignación. Entre otras cosas, he leído un artículo que, repasando la última década, habla de una «epidemia de desesperación» (Ilsole24ore.com, 16 de agosto de 2020), de un aumento de las depresiones no por motivos patológicos sino justamente como señal de una mentalidad que calificaría de resignada. Por eso te pregunto: ¿cómo incide el contexto histórico que vivimos en nuestra esperanza, en nuestra manera de concebir la esperanza, especialmente en este momento de pandemia? De hecho, no vivimos aislados sino en un contexto social, cultural, que también incide en la manera en que nos concebimos nosotros mismos dentro del mundo.
Carrón. Creo que estos hechos –la crisis económica y ahora la pandemia– han puesto a prueba nuestro concepto de esperanza y sobre todo la experiencia de la confianza. Ha habido una ruptura –como dices– en la confianza que teníamos en un progreso continuo, casi mecánico, en el ámbito económico, sanitario, etcétera. Hemos visto que no es cierto. Siempre me sorprende una frase de Benedicto XVI, según la cual todo progreso es acumulativo. Aunque esto solo vale para ciertas realidades, digamos mecánico-científicas, pero en todo lo que se refiere a la vida humana siempre hace falta un nuevo inicio [«Un progreso acumulativo solo es posible en lo material. (…) En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio»; Benedicto XVI, Spe salvi, 24]. Lo hemos visto. En cuanto se pone en peligro la confianza, las familias empiezan a ahorrar, ya no se invierte, el futuro da miedo, solo se piensa en cómo afrontar la situación inmediata. Entonces, cuando empieza a pasar esto, ¿cómo se sale? Lo que tú dices de la desesperación es un riesgo siempre al acecho porque, una vez que la confianza se rompe, no es que al día siguiente se pueda pasar página como si nada. Recuperar la confianza, cuando se han introducido la sospecha y la desconfianza, no es algo inmediato. Por eso hay que poner realmente a prueba el tipo de esperanza que tenemos, es decir, si tenemos un punto de apoyo para nuestra vida que no nos deje a merced de una crisis u otra. Solo podremos volver a empezar a partir de las cenizas, sea cual sea la situación en que nos encontremos, si nuestra consistencia se apoya en algo más potente que todas las crisis. De otro modo será difícil volver a empezar de verdad. Lo que estamos viviendo aquí, estos días juntos, es un ejemplo –visible– de que es posible volver a empezar. Pero en Italia y en el mundo podrán aparecer otras muchas iniciativas nuevas que documenten la creatividad y nos rescaten de la situación en que nos encontramos. Así que tengamos los ojos abiertos.
Nuestro único problema es nuestra consistencia. Nuestros abuelos estuvieron más probados que nosotros por guerras y situaciones económicas dramáticas, pero tenían una consistencia que muchas veces nosotros ni soñamos. No lo digo por mirar al pasado sino para subrayar el alcance que tiene esta cuestión para nuestros hijos. Solo si tenemos una esperanza que comunicar podremos no inyectarles el miedo en vena. A menudo les inoculamos nuestras preocupaciones en vez de acompañarles para que se den cuenta de los recursos que tienen, de sus posibilidades. Aquí está en juego el partido del futuro, como decía Mario Draghi al inaugurar el Meeting. Si los jóvenes encuentran personas que les acompañen para afrontar la realidad con una hipótesis de significado, en vez de inculcarles miedo, podrán crecer y construir, atravesar las situaciones que se les presenten. Pero necesitarán la presencia significativa de adultos que les testimonien que siempre es posible no solo no retirarse de la realidad sino construir, incluso en situaciones imprevisibles y llenas de obstáculos.
Scholz. Profundicemos en este aspecto, que me parece decisivo en este momento. Ante un futuro tan incierto, ¿cómo hay que mirar a los hijos?
Carrón. Creo que los padres tienen dos maneras de relacionarse con sus hijos, o los educadores con los jóvenes. Por un lado, hay quien trata de ahorrarles su relación con la realidad, pensando que así los defienden de los imprevistos, de las dificultades, de todas las cosas que perciban como una amenaza. Es como si se interpretara el mundo como una gran amenaza de la que el adulto debe proteger a sus hijos. De esta manera, incluso inconscientemente, les transmite una desconfianza. Por otro lado, hay quien –familias, educadores–, en vez de inyectarles a los chavales el miedo en vena, en vez de ahorrarles su impacto con la realidad, los introduce en ella, poco a poco los invita a arriesgar ante las dificultades, ofreciéndoles –sobre todo mediante su manera de vivir– una sugerencia, una hipótesis, una iniciativa que tomar. Así un joven ve personas que no se rinden delante de las dificultades.
Hoy esto es absolutamente imprescindible: testimoniar a los jóvenes –que muchas veces, siendo jóvenes, se pueden asustar– una posibilidad positiva de relacionarse con los problemas, circunstancias, contradicciones, mostrando, como adultos, que se puede mirar al futuro con una esperanza fundada, no invadidos por el miedo, no determinados por las dificultades, que siempre las hay. Para devolver a los jóvenes el entusiasmo necesario para conocer, hay que comunicar, mediante la manera de dar una clase, la esperanza que uno vive, una confianza que les permita sacar todos los recursos de los que disponen, con una creatividad que nos sorprenderá incluso a nosotros. Cuanto más animas a un chaval a que se posicione, valorando sus posibilidades, más sale a la luz su valor, para su sorpresa y la nuestra. Muchas veces, cuando les oigo hablar, me digo: «Si estos chicos se dieran cuenta de la grandeza de lo que dicen, ¡se quedarían asombrados!». A veces no se dan cuenta y nuestra capacidad educativa reside en hacerles conscientes de todo lo que hay dentro de su experiencia, de todo lo que dicen, de manera que puedan descubrir los puntos de apoyo que sostienen el camino de su vida, que les permiten no rendirse, que hacen posible una mirada al futuro llena de esperanza. Este es el camino educativo.
Scholz. Tal vez algún joven podría educarnos a nosotros mismos viviendo con esta inmediatez.
Carrón. ¡Por supuesto! Yo aprendo muchísimo de ellos. Muchas veces nos adelantan por la derecha y por la izquierda por su característica falta de filtros en su relación con la realidad. A veces –como decía– no se dan cuenta del alcance que tiene lo que dicen, y me encuentro repitiendo durante años lo que he oído y aprendido de ellos, mientras que a ellos tal vez ya se les ha olvidado. El problema es que para poder conservar algo en la memoria, para custodiar lo que sucede, hay que darse cuenta del significado que tiene para la vida.
Scholz. Históricamente, sobre todo en la modernidad, se ha acusado al cristianismo de desviar la atención de la vida terrena, de los problemas reales, y consolar a la gente con el más allá. Lo que le impediría incidir en la búsqueda de una mayor justicia social, plasmar el mundo para convertirlo en una morada mejor para el hombre. En definitiva, el cristianismo, como decía Marx, sería «el opio del pueblo», que nos distrae de nuestro compromiso con la realidad. Es cierto que hoy ya no se da tanto esta acusación pero –pregunto– ¿no corremos el riesgo de que uno viva la esperanza cristiana a la baja, es decir, retirándose, creando una especie de mundo reconciliado –tal vez con un estándar de vida menos bueno que antes pero sustancialmente encerrado dentro de un círculo donde se está más o menos bien–, cuando la esperanza que tú has descrito es una esperanza que lleva al compromiso, a asumir riesgos, a crear, a plasmar la realidad? ¿Dónde está la diferencia entre estos dos tipos de esperanza?
Carrón. ¡En el tipo de cristianismo que uno vive! Hay un cristianismo que no es capaz de despertar al hombre que encuentra, y entonces le remite al más allá porque le da miedo el más acá. Y hay un cristianismo que despierta todo lo humano, toda la capacidad de un hombre, toda su energía, toda su creatividad, toda su inteligencia, toda su libertad, haciendo que el hombre desee meter las manos en la masa. ¡Nada de huir al más allá! Un cristianismo que distrae de la realidad es lo contrario de un cristianismo auténtico.
La cuestión es que muchas veces podemos correr el riesgo de vivir la fe según una modalidad que no es la que Jesús introdujo en la historia. Al principio todos se sorprendían ante alguien que no se retiraba, que se relacionaba con todo de manera distinta. Hasta tal punto que decían: «Nadie ha hablado nunca como este hombre, nadie ha actuado nunca como este hombre, ¡nunca hemos visto a nadie igual que Él!». No pensaba en el más allá, como esperando a que todo acabara; estaba tan comprometido en cualquier encuentro que tuviera, en cualquier situación en que se encontrara, en cualquier circunstancia que le provocara, y correspondía tanto al corazón la manera en que miraba y trataba a las personas y a las cosas, que todos quedaban asombrados: «Nunca hemos visto una cosa igual» (Mc 2,12). Esto es el cristianismo cuando es cristianismo, y si no es así no es cristianismo, no el cristianismo que nos ha dejado el Evangelio. «Quien me siga [...] recibirá cien veces más aquí abajo» (Mt 19,29), decía Jesús, es decir, quien lo sigue empieza a experimentarlo todo aquí abajo –¡aquí abajo!– cien veces más: una capacidad de creatividad, de energía, una capacidad de amar, de entregarse, de caminar en medio de las dificultades, de recuperarse de cualquier derrota, que normalmente es imposible. Lo humano, ¡cien veces más humano!
No sé qué cristianos se habrá encontrado alguien que acusa así al cristianismo. Pero también es responsabilidad nuestra, porque si no testimoniamos que el cristianismo no es una superestructura que se añade a la vida del hombre desde fuera sino un acontecimiento que salva y cumple al hombre en su estructura más elemental, es decir, en su espera, en su sed de significado y cumplimiento, será difícil que hoy el cristianismo siga interesando a alguien. En cambio, un cristianismo que sea capaz de despertar toda mi humanidad, que haga cada vez más atractivo el ímpetu de meter las manos en la masa, de modo que uno no ve la hora de implicarse –porque la vida es bella cuando se dedica al bien de los demás, al bien de todos–, ¡eso sí que interesa! Solo la presencia de personas que documentan una intensidad de vida así hace evidente la contribución que el cristianismo puede ofrecer al hombre de hoy. Nuestra esperanza es una certeza que nos permite mirar al futuro sin huir al más allá: la presencia de Cristo permite afrontar cualquier futuro, por desafiante que sea, con una certeza en los ojos. Precisamente por lo que vemos suceder en el presente, podemos esperar también en el más allá.
Scholz. Retomemos de nuevo, para terminar, la pregunta inicial. ¿De dónde nace la experiencia de la esperanza? ¿Es algo que debemos hacer nosotros o es un don que recibimos?
Carrón. Es un don que recibimos. Como decía Montale, «un imprevisto [un don] / es la única esperanza». Pero es un don que solo podemos recibir encontrándonos con alguien, no es algo que caiga del cielo. Es un don que uno puede ver, igual que Juan y Andrés, que lo recibieron al encontrarse con un hombre; o Mikel Azurmendi, que lo interceptó oyendo en la radio a un periodista que hablaba de manera distinta; o un estudiante impactado al ver a un profesor que se involucra con él de una manera especial; o una persona enferma que ve a un médico que se implica con él de manera diferente. Solo personas en las que se documenta “algo distinto” que ha sucedido en sus vidas y que las ha generado se convierten –lo entiendas como lo entiendas– en factor de esperanza para nosotros; pero solo si estamos dispuestos a dejarnos tocar y atraer por ellas, por lo que hay en ellas que corresponde a nuestro deseo de cumplimiento. Estamos hechos para este cumplimiento, no para reducir nuestra hambre y sed de plenitud.
Quien ha encontrado, mediante el encuentro con una cierta realidad humana, Algo que lo despierta constantemente y vuelve a buscar, porque lo necesita para vivir, la convivencia con ciertas personas que vuelven a ponerlo en marcha, es alguien que está realmente en camino: es un hombre que camina –decía antes– erguido, derecho, atravesando cualquier circunstancia.
Scholz. Creo que esta noche ha sido un don que ha reforzado e intensificado nuestra esperanza en un momento altamente dramático que, sin esta esperanza, correría el riesgo de volverse trágico. Vivido con la esperanza que Julián Carrón nos ha testimoniado, puede convertirse en un momento fecundo, creativo, que nos permita aprovechar la oportunidad que este cambio de época, tan acelerado por la pandemia, representa. Si lo miramos con «un brillo en los ojos», como dice el título de su último libro recién publicado, se revelará como una posibilidad insospechada.
¡Muchas gracias, Carrón!
Carrón. ¡Gracias!
(notas revisadas por los autores)
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón