La enseñanza a distancia se abatió sobre nuestra familia como un ciclón que, al menos en un primer momento, arrasó por completo con toda nuestra gestión familiar, ya de por sí bastante complicada.
Pasados los primeros días de confinamiento como dentro de una batidora, con nueve hijos, búsqueda de dispositivos para todos, organización de espacios, todo me parecía excesivo y desproporcionado en comparación con mis fuerzas.
A los pocos días nos avisaron –del colegio concertado al que van cuatro de nuestros hijos– del comienzo de las clases online.
El día establecido y con mucha antelación respecto al horario fijado, los niños se colocaron delante de la pantalla del ordenador, ansiosos por volver a ver a sus maestras y compañeros. Ese entusiasmo suyo me resultaba incomprensible e incluso excesivo. Yo solo deseaba que volvieran al colegio, no que se conectaran desde casa…
Al principio de la conexión, en la cara de mis hijos se dibujó una sonrisa un poco forzada. Una maestra les saludaba diciendo: «Ánimo, chicos, sigamos adelante sin miedo, lo importante es que vosotros estáis ahí y yo estoy aquí con vosotros». Luego empezó a sonar una cadena de: «Hola profe, soy… Estoy aquí, ¡te echo mucho de menos!».
La clase acabó al cabo de unos minutos, solo fue un breve aperitivo de lo que a partir del día siguiente se convertiría en un encuentro diario. La maestra se despidió, pero no se desconectó: ningún niño se iba y ella no quería dejarlos. A mí, enfadada y cansada como estaba, se me saltaron las lágrimas. El vínculo entre un profesor y sus alumnos es tan único y especial que su esencia no decae ni siquiera cuando tiene que pasar a través de un monitor.
Estos días me estoy imaginando la vuelta a clase de mis hijos, deseo con fuerza que sea una vuelta presencial. Soy consciente de los peligros que entraña, pero al mismo tiempo estoy segura de que no podemos esperar a tener una educación con riesgo cero para volver a vivir. Los niños necesitan el colegio y el colegio, para poder ser un lugar real de aprendizaje y educación, debe poder mirar a sus alumnos a los ojos.
Luisa Foti, Milán
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