En Uganda, son muy pocos los que tienen internet. Y la pandemia ha interrumpido toda relación entre alumnos y profesores. Pero cuando alguien encuentra nuevos caminos… Habla Matteo Severgnini, director de la Luigi Giussani High School de Kampala, que acoge a muchos jóvenes de los slum
Probablemente para las escuelas ugandesas este sea un “dead year”, un año muerto. En marzo, cuando la pandemia registró los primeros casos, el curso escolar había empezado pocas semanas antes y enseguida se interrumpió. Ahora que se acerca noviembre, el mes en que normalmente acaban las clases antes de tres largos meses de vacaciones, la posibilidad de retomar las clases, aunque sea solo por unas semanas, parece bastante irreal. «El cierre nos pilló por sorpresa porque aquí las cifras de contagio siempre han sido muy bajas», explica Matteo Severgnini, 39 años, director de la Luigi Giussani High School de Kampala, una escuela privada que acoge a muchos chavales de los slum gracias a las adopciones a distancia de AVSI. «Nos dieron 48 horas para cerrar la escuela y luego pusieron el toque de queda: todos blindados en casa desde las siete de la tarde hasta las seis de la mañana, con los servicios públicos y privados bloqueados».
En Uganda, donde son muy pocos los que pueden permitirse tener internet, el confinamiento hizo prácticamente imposible cualquier contacto entre la escuela y los alumnos. Tras las primeras semanas de asentamiento, Matteo y la junta directiva de la Luigi Giussani se reunieron para decidir qué hacer. «Antes de tomar cualquier decisión, el rector, Micheal Kawuki, quiso desempolvar los cuatro principios sobre los que se funda nuestra escuela: cada uno tiene un valor infinito, la realidad es la verdadera maestra, estamos hechos para la felicidad, solo el amor desvela nuestro verdadero yo. Nos preguntamos si estos pilares, que tantas veces damos por descontado, nos sugerían cómo movernos ante una circunstancia tan inédita».
Lo primero que indicaba la realidad es que los chavales estaban en casa con las manos vacías. Aquí no hay libros de texto, solo existe la lección en clase. «El primer movimiento fue entonces ponernos en contacto con nuestros docentes y pedirles que digitalizaran los apuntes de sus respectivas materias. Un trabajo de síntesis muy ambicioso, que nunca habíamos tenido la ocasión de hacer», explica Severgnini.
Así la escuela se transformó por unos días en una enorme copistería, donde el personal y la única fotocopiadora hicieron horas extraordinarias para conseguir el material que cada alumno necesitaba. Para recogerlo después, el rector pensó en su moto, único medio de transporte autorizado, que se convirtió en un medio de correo para la ocasión. Cada mañana, con la mochila a la espalda, se dirigía a una zona de la ciudad donde vivían alumnos. Concertaron algunos puntos de recogida, pero a veces tenía que llamar directamente a la puerta de las casas o buscarlos por las polvorientas calles de los slum. Las caras que encontraba mostraban una gran sorpresa. Unos decían: «Gracias, habéis venido a buscarme hasta aquí…». Otros, menos entusiastas, exclamaban: «¿Pero cómo habéis podido localizarme aquí?». «No importa la reacción» afirma Severgnini, «para nosotros era evidente que el corazón de la persona está hecho para ser “llamado”, buscado. A partir de esta conciencia empezamos a imaginar cómo seguir adelante, cómo no dejar de ser escuela».
La situación del país en los meses siguientes se hizo más dramática. A pesar de que los enfermos de Covid no llegaban al millar y las muertes estaban a cero, la emergencia económica asustaba tanto como la de los veinte millones de menores (la mitad de la población) que se quedaron sin clase. Muchas veces lejos de sus familias de origen por no haber podido llegar a sus respectivos pueblos, buscándose la vida. Por Kampala pululan chavales que, después de quitarse el uniforme escolar, se han puesto a vender cebollas y tomates por las calles. Eso en el mejor de los casos, porque el aumento de hurtos, actos violentos y embarazos juveniles es exponencial.
Para frenar este fenómeno, el Gobierno ha empezado a entregar a cada núcleo familiar, aparte de cuatro kilos de harina y tres de frijoles, una radio para que los alumnos puedan seguir las clases impartidas por el Ministerio.
«La radio sin duda es útil, pero tiene poco enganche si falta la relación didáctica, que para nosotros es un aspecto irrenunciable al educar», señala Severgnini. Por eso, después de pasar por los 500 alumnos, les tocó de nuevo a los profesores. «En cuanto hubo una reapertura parcial de las actividades, convocamos a los docentes para un encuentro sobre nuestra profesión y lo que habíamos aprendido durante el confinamiento». De cuarenta profesores, casi todos pudieron asistir. Algunos tardaron horas, haciendo el recorrido a pie o probando suerte por otros medios. «Me impactaron sus intervenciones porque lo que prevalecía no era la queja ni el miedo sino la gratitud por esas preguntas fundamentales que habían surgido en cada uno de ellos mientras todo se tambaleaba. Y porque era como si se sintieran generados de nuevo, volviendo a trabajar juntos. “La escuela, mis alumnos, todo vuelve a ser mío cuando parto de la pertenencia a este lugar, a vosotros”, decía un profesor».
Al término de la asamblea, el rector propuso a todos una formación interna sobre pensamiento crítico y competencias. «Los docentes se entusiasmaron. Son temas totalmente nuevos aquí y es una ocasión de oro para cada uno. Además, hemos sido una de las pocas escuelas privadas capaces de garantizar el sueldo estos meses, y los profesores quieren que el fruto de esto llegue a todos». Durante los avisos finales, la asamblea se vio interrumpida por la llegada de ocho militares. Alguien había llamado a las fuerzas del orden, denunciando una reunión dentro de la escuela. «¿Qué están haciendo aquí?», preguntó el que estaba al mando. En medio del silencio, saltó la secretaria: «Estamos queriendo a vuestros hijos, a los hijos de Uganda». Los rostros tensos de los soldados se relajaron y el jefe dijo: «Veo que respetan las distancias y que llevan las mascarillas, hasta nos han desinfectado el calzado al entrar… pero la próxima vez hagan grupos más pequeños». Luego, mientras el rector les acompañaba hacia la salida, uno de ellos preguntó: «¿Pero qué escuela es esta? ¿Puedo traer a mis hijos cuando se retomen las clases?».
Aquella pregunta puso ante los ojos de todos precisamente lo que acababan de decir en la asamblea. «La realidad irrumpe, da un vuelco a nuestros planes y nos llama por caminos nuevos», continúa Severgnini. «No podemos afrontar una situación tan inestable intentando solo prevenir problemas. Responder a lo que nos sucede es lo que nos hace realmente inteligentes. De hecho, tras la visita de los militares, reorganizamos la formación por grupos de diez, divididos por áreas disciplinares. Eso supone cuadruplicar el trabajo, pero se podrá profundizar más».
En el mes de julio se fijaron los exámenes para los alumnos de la Luigi Giussani, aunque el Ministerio exoneró a las escuelas de hacer evaluaciones. A sus 16 años, Bernadette, cuando abrió la puerta de chapa de su barracón y se encontró de nuevo con el rector, que llevaba en la mano los cuestionarios, le dio las gracias: «Cada vez que os veo, despertáis mi esperanza». No, no será un año muerto.
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