El más famoso de los directores polacos recuerda para Litterae la figura de Fellini. Una relación en la diversidad y la estima
Tan radicalmente distinto de mí, en temperamento y en fantasía, Fellini siempre me ha suscitado envidia. Como tantas veces le dije, con una expresión que no era sólo cortés, es más fácil admirar a un autor distinto de ti, que a uno parecido. Fellini sueña en color: sueños ricos, opulentos, espectaculares. Yo tengo sueños modestos, en blanco y negro. Si bien mi cine no es de un soñador, envidio admirado a quien sabe traducir un sueño en imágenes. Me impresiona quien, como Fellini, ha sabido usar un medio por naturaleza realista, para contar otra cosa. Desde este punto de vista, creo que Fellini tiene en común con Tarkovskij la capacidad de usar el cine contra su gravedad natural. Pasolini teorizó el hecho de que la materia linguística del cine fuese la materia del sueño. La fotografía contradice esta bellísima formulación. A diferencia de la pintura, que se puede permitir crear el mundo, el cine está limitado por la fotografía a la imagen obvia del mundo, está obligado a medirse con la realidad existente. Fellini es la prueba de que la intuición de Pasolini era justa. Se pueden reconstruir elementos de la realidad deformados inspirándose en la deformación del sueño.
Se puede recrear la realidad poética. Cuántas veces se dice: es una cara felliniana. Estas caras no han sido creadas por Fellini, existen en la naturaleza: él las ha encontrado y las ha mostrado como una invención suya. Fellini, cuyo lenguaje se acerca a la obra lírica, ha enriquecido el cine violentando su naturaleza. Usando este lenguaje suyo inimitable -porque nadie ha conseguido jamás hacer cosas semejantes en cine- Fellini restituye los fenómenos de transición de nuestro tiempo, del mundo y de los hombres. En él se reencuentra constantemente la búsqueda de algo absoluto, algo que Fellini ha perseguido en sus modos tan diferentes de narrar: tanto en el período en el que exaltaba el mundo sensual como en sus películas en las que estaba más explícitamente abierto a la trascendencia, es decir, las primeras, quizá las más desesperadas. Una película que me ha conmovido especialmente es Satyricón, a la que definiría como evangélica. Una película que se articula gracias a un principio muy conocido en lógica: la reductio ad absurdum. Fellini hace presente el cristianismo por ausencia. Algo que ocurre raramente. Raramente se encuentra un vacío tan evidentemente presente como en Satiricón, quizás porque la inspiración nace de un escritor verdaderamente pagano.
Privado de la alegría
Este mundo lleno de riquezas, pero privado de la alegría por estar privado de la esperanza, exalta en mí, cada vez, la esperanza de una salvación. También estimo mucho a Casanova, antipático y horrendo, donde el abuso de la carnalidad es ostentado con desprecio, con rabia y con un cierto autocomplacerse en la condena. Como ese Don Juan que nunca rodó, arquetipo del hombre que sufre por el abuso de su naturaleza y por la ausencia de amor. En mi memoria, Fellini existe desde La strada. La vi hace muchísimos años, antes de decidirme a ser cineasta. Quedaron impresas en mí muchas pequeñas falsificaciones que había en los subtítulos polacos de la película. Cuando se mencionaba al Señor, por ejemplo, la traducción era «este señor», con la ese minúscula, porque se quería evitar cualquier referencia religiosa. La película tuvo un enorme éxito en Polonia. Constituyó para mí el shock de descubrir lo que se podía hacer en cine. A continuación vi casi todo el resto de su obra; y a lo largo de los años me encontré con Fellini muchas veces. Entre tantos encuentros permanece en mí el recuerdo de un paseo por Roma. En Polonia ya estaba la ley marcial, debía ser hacia 1980. Estaba en Roma, residía en el hotel de Inglaterra y acompañé a Fellini en la vía Margutta. Me impresionó muchísimo que, como en sus películas, él era el amo de la calle. La gente lo saludaba, estaba tan integrado en el ambiente que éste parecía una creación suya. Sin embargo, se trataba de una integración del artista con su mundo, por él recreado. Creo que via Margutta es, de algún modo, obra de Fellini. Recuerdo que, en aquella ocasión, hablábamos de Tarkovskij y de Bergman. Fellini era un hombre cortés, le gustaba hacer muchísimas preguntas y quería comprender lo que sucedía en Polonia. Todavía estábamos en época comunista, y él me dijo algo que nunca he olvidado. Dijo que éramos, en cierto sentido, afortunados por estos problemas que constituían una verificación de nuestro trabajo.
Dijo que, gracias a este sufrimiento, habíamos sido más necesarios para nuestra saciedad que los artistas occidentales. También en el mundo descrito por Fellini había sufrimiento, pero la sociedad en cuanto tal estaba contenta de sí misma.
El momento oscuro
Hay un momento oscuro en el cine de Fellini. Un momento en el que comienza un monólogo del artista con él mismo y sobre sí mismo. La entrevista, por ejemplo, me parece una película nostálgica que repropone cosas ya vividas. Es una película que no he amado mucho, una película sin solidaridad, donde el artista acaba por expresar sus problemas consigo mismo, su arte, su imagen, de un modo que puede alienar al público. Falta esa sinceridad que construye la solidaridad entre el espectador y el autor. Muchos autores hablan de sí mismos, pero de un modo tal que se dan como sacrificio al público, cortando sus propios miembros para ponerlos sobre el altar en un ofrecimiento de sí mismos. En algunos momentos del cine de Fellini no hay ofrecimiento, sacrificio de sí: lo que hay es un ponerse como tema, como el monólogo de un hombre que se mira al espejo buscando la pose más bonita. Una suerte de narcisismo que constituye el enorme problema del arte de hoy y que es regularmente castigado por el público que no tiene ganas de participar en una actitud orientada hacia sí mismo. Creo que en algunos momentos el diálogo de Fellini con el mundo se hacía cada vez menos opulento y generoso, más avaro. Y esto podía deberse también a la reacción del público, que no le daba lo que cada artista espera. Creo que, no obstante su grandísima popularidad, el mundo nunca ha respondido suficientemente al humanismo de Fellini, a su gran amor por el hombre. Le han apreciado más por sus extravagancias, por su capacidad caricatural, que por su humanismo. Hay una necesidad profunda en el artista: realizarse a través del propio trabajo. No es sólo un problema financiero, no basta pagarlo: el arte es un diálogo. Era necesario dialogar con Fellini como es necesario dialogar con el mundo: si la gente rechaza el diálogo es porque rechaza la realidad. Fellini queda como una expresión elevadísima del estilo barroco que tan bien se refleja en el alma italiana. A menudo se dice que Italia ha inventado el barroco, un lenguaje que nadie ha podido ni tan siquiera imitar. Una expresión extrema, a menudo chocante, pero de gran belleza.
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