Hace 25 años moría Romano Guardini, uno de los maestros del pensamiento católico contemporáneo. Massimo Borghesi lee en el centro de la obra de Guardini un legado: el realismo, es decir, el sentido de la Encarnación
El uno de octubre de hace 25 años moría en Munich, Baviera, Romano Guardini. Había nacido en Verana el 17 de febrero de 1885 pero, apenas con un año, se trasladó con su familia a Alemania. Allí, habiendo sido ordenado sacerdote en 1910, fue llamado en 1924 para enseñar Filosofía de la religión y visión católica del mundo en la Universidad de Berlín, cátedra que sería suprimida por el régimen nacionalsocialista en 1939. En la posguerra retomó la enseñanza en Tubinga y, posteriormente, en Munich. En el contexto del pensamiento cristiano Guardini se consideraba como uno que «camina solitario» (Einzeganger), un outsider que se salía de los esquemas de escuela. Su elemento dominante fue la atención y pasión por la realidad, por una mirada plena sobre el ser. Los esquemas y los conceptos venían después; tenían la tarea de ayudar a abrir un tragaluz en el mundo, no a plegarlo violentamente a su arbitrio. Si la realidad era comprendida y mantenida en su concreción, entonces también la Revelación cristiana podía manifestarse con todo su espesor. Del mismo modo, a la inversa, sólo allí donde el cristianismo era real, el mundo podía ser acogido en su totalidad, sin censurar nada. Escribía en su diario: «En el cristiano lo que decide todo, absolutamente todo, es si la realidad de Dios es percibida. Si Él está en la existencia como lo Real, como, en última instancia, lo único Real. Todo el resto viene determinado por ello; o está vivo o es algo solamente pensado, más aún hablado». En un ensayo de 1935 sobre el Realismo cristiano, Guardini recogía con extraordinaria eficacia esta perspectiva. Se confrontaban en él dos «caminos» hacia Dios. Uno, que parte del sentido religioso constitutivo de todo hombre, es el camino que abandonando el mundo, comprendido como lo efímero privado de valor, procede desde la interioridad del espíritu hacia el Absoluto, lo Divino. Es el camino de las grandes religiones, de la filosofía, de la mística. Frente a este itinerario tenemos la otra vía, la descrita en los Evangelios, un camino que puede parecer más trabajoso. «Allí la amplitud filosófica, la grandeza ascética de los intentos, la profundidad mística; aquí la opresión de lo cotidiano y el carácter accidental de cuanto va ocurriendo». En el modo como Cristo indica la tipología de la relación del hombre con Dios no subsiste la posibilidad de una «ascensión directa a Dios, filosófica, ascética o mística», no existe una «vía directa» a Dios. Aquí es afirmada una «ineludible ley de mediación»: el hombre «alcanza al Dios vivo y verdadero no directamente, sino sólo mediante Cristo». El hombre, subraya Guardini, no ve a Dios, pero este no ver «no significa sólo la insensibilidad corpórea. Dios es también "invisible" para nuestro espíritu, para nuestro corazón. No se puede alcanzar a Dios por vía directa, porque Él está escondido». Sólo cuando Él se manifiesta, «sólo cuando Él muestra su rostro en la Revelación», se hace visible quién es Dios. Y sin embargo, tampoco frente a Cristo se nos permite dirigirnos directamente a Él. Dios no quiere porque «no quiere que sea pasado por alto su mundo». En el cristianismo «el hombre es camino hacia Dios para el hombre -las personas que le son destinadas. ¿ Y cómo se convierten en camino para Él? Cuando está dispuesto y disponible para acogerlas tal y como son: en la amistad, en el matrimonio, en el trabajo, en la responsabilidad, en los encuentros de la existencia». En el «encuentro está la providencia y se contiene el camino al destino». Guardini insiste sobre este paso necesario a través de la realidad -hombres, cosas, destino- como conditio sine qua non para llegar hasta Dios, insiste hasta el punto de afirmar que incluso aunque «una persona se sumergiese en la palabra de la Escritura y la aplicase con toda su energía, pero diese de lado al hombre, que le ha sido asignado por el destino, por el deber, por la profesión como prójimo, no comprendería la autorrevelación de Dios». El hombre no puede eludir la realidad y llegar a Dios directa y privadamente, sino que debe recorrer el camino que pasa por la realidad de la creación. «Este es el realismo cristiano». Él está determinado por la «ley de la encarnación según la cual el Dios invisible y desconocido no se nos manifiesta desde el abismo de nuestro ánimo, como exige la mística absoluta; no a través de la suprema elevación del pensamiento, como quieren los filósofos; no en el esfuerzo de la aspiración moral y de la separación del mundo, como afirma la ascesis autónoma -sino por el rostro del hombre y la palabra de Cristo».
Esta es una ley fundamental. «La palabra revelante de Cristo se hace clara sólo cuando acepto al prójimo, y las cosas, el destino. La existencia cristiana no es algo absoluto, en sentido filosófico, algo místicamente separado, algo ascético en términos sistemáticos, sino algo histórico. Como tal está fundada en la encarnación, y esa ligazón, ese vínculo con la cotidianidad que, proviniendo de la filosofía y de la mística absoluta creíamos percibir en el Nuevo Testamento, es precisamente expresión de lo que importa».
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