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Huellas N.01, Enero 1994

CULTURA

El filósofo y el realismo

Massimo Borghesi

Hace 25 años moría Romano Guardini, uno de los maestros del pensamiento católico contemporáneo. Massimo Borghesi lee en el centro de la obra de Guardini un legado: el realismo, es decir, el sentido de la Encarnación

El uno de octubre de hace 25 años moría en Munich, Baviera, Romano Guardini. Había nacido en Verana el 17 de febrero de 1885 pero, apenas con un año, se tras­ladó con su familia a Alemania. Allí, habiendo sido ordenado sacerdote en 1910, fue llamado en 1924 para enseñar Filosofía de la religión y visión católica del mundo en la Universidad de Berlín, cátedra que sería supri­mida por el régimen nacionalso­cialista en 1939. En la posguerra retomó la enseñanza en Tubinga y, posteriormente, en Munich. En el contexto del pensamiento cristiano Guardini se considera­ba como uno que «camina soli­tario» (Einzeganger), un outsi­der que se salía de los esquemas de escuela. Su elemento domi­nante fue la atención y pasión por la realidad, por una mirada plena sobre el ser. Los esquemas y los conceptos venían después; tenían la tarea de ayudar a abrir un tragaluz en el mundo, no a plegarlo violentamente a su arbi­trio. Si la realidad era compren­dida y mantenida en su concre­ción, entonces también la Reve­lación cristiana podía manifes­tarse con todo su espesor. Del mismo modo, a la inversa, sólo allí donde el cristianismo era real, el mundo podía ser acogido en su totalidad, sin censurar nada. Escribía en su diario: «En el cristiano lo que decide todo, absolutamente todo, es si la rea­lidad de Dios es percibida. Si Él está en la existencia como lo Real, como, en última instancia, lo único Real. Todo el resto vie­ne determinado por ello; o está vivo o es algo solamente pensa­do, más aún hablado». En un ensayo de 1935 sobre el Realis­mo cristiano, Guardini recogía con extraordinaria eficacia esta perspectiva. Se confrontaban en él dos «caminos» hacia Dios. Uno, que parte del sentido religioso constitutivo de todo hom­bre, es el camino que abando­nando el mundo, comprendido como lo efímero privado de valor, procede desde la interiori­dad del espíritu hacia el Absolu­to, lo Divino. Es el camino de las grandes religiones, de la filo­sofía, de la mística. Frente a este itinerario tenemos la otra vía, la descrita en los Evangelios, un camino que puede parecer más trabajoso. «Allí la amplitud filo­sófica, la grandeza ascética de los intentos, la profundidad mís­tica; aquí la opresión de lo coti­diano y el carácter accidental de cuanto va ocurriendo». En el modo como Cristo indica la tipología de la relación del hom­bre con Dios no subsiste la posi­bilidad de una «ascensión direc­ta a Dios, filosófica, ascética o mística», no existe una «vía directa» a Dios. Aquí es afirma­da una «ineludible ley de media­ción»: el hombre «alcanza al Dios vivo y verdadero no direc­tamente, sino sólo mediante Cristo». El hombre, subraya Guardini, no ve a Dios, pero este no ver «no sig­nifica sólo la insensibili­dad corpó­rea. Dios es también "invisible" para nuestro espíritu, para nuestro corazón. No se puede alcanzar a Dios por vía directa, porque Él está escondido». Sólo cuando Él se manifiesta, «sólo cuando Él muestra su rostro en la Revela­ción», se hace visible quién es Dios. Y sin embargo, tampoco frente a Cristo se nos permite dirigirnos directamente a Él. Dios no quiere porque «no quie­re que sea pasado por alto su mundo». En el cristianismo «el hombre es camino hacia Dios para el hombre -las personas que le son destinadas. ¿ Y cómo se convierten en camino para Él? Cuando está dispuesto y dispo­nible para acogerlas tal y como son: en la amistad, en el matri­monio, en el trabajo, en la res­ponsabilidad, en los encuentros de la existencia». En el «encuen­tro está la providencia y se con­tiene el camino al destino». Guardini insiste sobre este paso necesario a través de la realidad -hombres, cosas, destino- como conditio sine qua non para llegar hasta Dios, insiste hasta el punto de afirmar que incluso aunque «una persona se sumergiese en la palabra de la Escritura y la aplicase con toda su energía, pero diese de lado al hombre, que le ha sido asignado por el destino, por el deber, por la pro­fesión como prójimo, no com­prendería la autorrevelación de Dios». El hombre no puede elu­dir la realidad y llegar a Dios directa y privadamente, sino que debe recorrer el camino que pasa por la reali­dad de la creación. «Este es el realismo cristiano». Él está deter­minado por la «ley de la encarnación según la cual el Dios invi­sible y des­conocido no se nos manifiesta desde el abis­mo de nuestro ánimo, como exi­ge la mística absoluta; no a tra­vés de la suprema elevación del pensamiento, como quieren los filósofos; no en el esfuerzo de la aspiración moral y de la separa­ción del mundo, como afirma la ascesis autónoma -sino por el rostro del hombre y la palabra de Cristo».
Esta es una ley fundamental. «La palabra revelante de Cristo se hace clara sólo cuando acep­to al prójimo, y las cosas, el destino. La existencia cristiana no es algo absoluto, en sentido filosófico, algo místicamente separado, algo ascético en tér­minos sistemáticos, sino algo histórico. Como tal está funda­da en la encarnación, y esa liga­zón, ese vínculo con la cotidia­nidad que, proviniendo de la filosofía y de la mística absolu­ta creíamos percibir en el Nue­vo Testamento, es precisamente expresión de lo que importa».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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