El fin de los bloques, el empasse diplomático, las posibilidades que se abren. ¿Qué pasa en las «relaciones internacionales»?
Al comienzo de los años noventa el repentino e inesperado desmantelamiento del bloque oriental -a partir del derrumbe del régimen soviético había alimentado una difundida convicción de que la comunidad internacional se encontraría en vísperas de una nueva era de estabilidad y de paz. La imposibilidad de conciliar y la inevitable contraposición entre los sistemas ideológicos comunista y capitalista habían determinado hasta entonces un tipo de relaciones entre las dos superpotencias líderes que, implicando de lleno los destinos de las naciones que directa o indirectamente estaban bajo sus áreas de influencia, dejaba espacio, como mucho, a procesos de distensión parcial, directamente dependientes del cambio de su potencial político-militar. Si la primera regla de la guerra fría fue el continuo aplazarse de la confrontación final, el precio sin embargo fue la proliferación de los así llamados conflictos menores, ocasión para cada una de las partes de mejorar su propia posición estratégica. La inexistente solución a los problemas específicos locales en la raíz de aquellos conflictos, se convertía en condición para perpetuar en vez de resolver una situación de inestabilidad en la que las potencias hegemónicas podían introducirse con el peso del propio apoyo «decisivo» continuando así su propia confrontación. En la práctica, el desenlace de cualquier verdadero nudo político (nivel de desarrollo económico, equidad en las relaciones sociales, adquisición y mantenimiento de las libertades fundamentales) se suspendía y de todos modos no se resolvía definitivamente, dado que la misma validez del «modelo» de referencia era objeto de una confrontación mayor. La tan proclamada prioridad de los problemas de seguridad ha encubierto a la larga una política de pura remisión. La evidente inadecuación de las soluciones adoptadas en respuesta a los problemas concretos abiertos entre las diversas realidades sociales y políticas locales estaba justificada por las potencias líderes por la amenazante presencia del adversario en el campo contrario, por lo que para defenderse del mismo se drenaba buena parte de los recursos y de las energías disponibles.
La «pérdida del enemigo» ha constituido para todos -vencedores y vencidos- el venir a menos de un punto esencial en un sistema regulado sobre la lógica de la oposición. Mientras, el resurgir de los nacionalismos en los países ex-comunistas hacía emerger con cruda claridad el carácter impuesto de muchos vínculos de solidaridad nacional. Entraban significativamente en una crisis de identidad los sujetos que formaban parte plenamente del campo vencedor, costreñidos ahora a definirse no en contraposición a, sino en función de una perspectiva real y positivamente común, distinta de los vínculos creados por el miedo.
Es clamoroso el caso de la comunidad europea, que parece perderse en los amplísimos espacios de maniobra ofrecidos por el nuevo cuadro internacional, puesta en crisis -irónicamente- precisamente por haberse convertido en «enemigo» una parte del propio campo (los ex-alemanes orientales). Más impresionante aún es la verdadera debacle de la ONU, que pone de manifiesto la inconsistencia del mecanismo institucional que debería regir el gobierno mundial y ceñirse al objetivo originario de promover y construir la paz. Pero el mejor símbolo de las dificultades surgidas en este momento son, obviamente, los Estados Unidos. La guerra del Golfo, el papel desarrollado ( o no desarrollado) con ocasión de las crisis de Yugoslavia, Somalia y precisamente en estos días en Haití, demuestran la dificultad de convertirse en promotores de soluciones positivas inspiradas en el propio «credo ideológico», ahora ya no obstaculizado por el tradicional adversario soviético. El final del bipolarismo ha multiplicado los interlocutores de la escena internacional reclamando al gigante americano al difícil arte de «hablar lenguas».
Habiendo constatado que el propio modelo (la propia «lengua») no es asumido de forma indiscutible como referencia (lo que sería obvio por ser el presunto vencedor), llegan de los EEUU claros signos de una creciente voluntad de sustraerse, de retirarse a sus propias fronteras. Esto constituye, por otro lado, una constante en la historia de este país que siempre ha desarrollado una sensibilidad internacional sólo bajo la presión de situaciones que amenacen su seguridad, pero raramente atraída por la perspectiva de dar forma a hipótesis de un camino realmente «común y de participación de la responsabilidad directiva con realidades diversas a la suya. En resumen, no basta la sola presencia en el campo de un vencedor en el largo duelo de la guerra fría. En el balance está incluída la fallida preparación, por falta de tiempo, de instrumentos útiles para una confrontación eficaz entre el mundo occidental y el islámico, a la larga forzada a las angostas y desviadas categorías del contraste ideológico que subyacía en las relaciones este-oeste. Motivo de esperanza en este escenario es el asunto árabe-israelí. Es una certificación de cómo el clamor de la confrontación armada termina por ser el velo detrás del que se esconde la necesidad, que sin embargo es siempre oportunidad, de afrontar opciones políticas difíciles. La dificultad está en la responsabilidad que va surgiendo con el tiempo, con la dinámica lenta, exigente de cuidados y de fantasía propia de cualquier proceso creativo.
* Asistente de Historia de las Relaciones Internacionales en la Universidad
(Católica de Milán)
Diplomacia especial
El Vaticano dentro del nuevo des-orden
Desde que las posiciones diplomaticas de la Santa Sede no resultan ya instrumentabilizables por parte del bloque Occidental en contraposición al peligro rojo, parece acentuarse su «paradójica» característica de prestigio e impotencia. Una intervención que es prestigiosa, aunque impotente, provoca crecientes rumores y molestias entre los que se consideran dueños del juego mundial. No es casualidad que se den intentos «de desacreditar» el prestigio y la corrección de la diplomacia Vaticana. La Santa Sede sin embargo no escatima su compromiso implicado hoy en muchos frentes.
Los llamamientos contra la guerra del Golfo, la denuncia de la utilización en Yugoslavia y Somalía de pesos y medidas distintos y de la oportunidad de las «ingerencias humanitarias» en el caso del prolongarse de los trágicos conflictos regionales, están son las últimas etapas de la solicitud realista hacia zonas calientes del mundo. Las potentes diplomacias occidentales han pasado por alto estas posturas. Del mismo modo en situaciones menos notorias (por ejemplo en Vietnam) los llamamientos del Vaticano y los esfuerzos por la paz son ignorados porque estas zonas ya no interesan por motivos estratégico-militares. La exclusión de la Santa Sede del diálogo de paz entre Palestina e Israel (a causa de la suspensión de la actividad diplomática entre Jerusalén y el Vaticano todavía vigente, y quizás como castigo por su no-alineación en las últimas opciones americanas) no ha impedido su labor «desde fuera» por parte de altos exponentes de la Secretaría de Estado Vaticana.
En estos meses, ha tenido particular relieve el empeño sobre la cuestión china, donde vive una comunidad de cinco o seis millones de católicos a los que el gobierno impone una Iglesia nacional separada de Roma. También en este caso la acción diplomática de la Santa Sede no persigue un objetivo primariamente político, sino que se preocupa de la vida de sus comunidades de fieles dentro de las comunidades nacionales. Ahora bien, actuando así, asume un punto de vista sobre las distintas situaciones a menudo más comprensivo y atento a las necesidades de los pueblos que el de los estadistas y de los mediadores movidos por los intereses políticos y estratégicos.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón