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Huellas N.01, Enero 1994

SOCIEDAD

Bar Sarajevo

Tamara Jadrejcjc

Un reportaje inédito desde la capital bosnia asediada. Una noche, con dos muchachos en busca de un bar. Bajo el tiro de los francotiradores, en el silencio irreal que sigue a los bombardeos

Hoy han caído seiscientas treinta granadas. Sumergirse con paso lento y aparentemente no preocu­pado en la oscuridad irre­al de Sarajevo. Pienso que a esta hora el mundo de los vivos prepara la mesa para cenar. Y yo soy prisionera de un mie­do loco. Miedo a que algo completamente inevitable y terrible, una granada, un disparo de fusil, rompa esta silenciosa, angustian­te oscuridad. Bromean Samir y Ramiz, somos casi de la misma edad, con los que estoy caminando hacia los cafés más alejados de la capital bosnia. «Una media hora y estamos. Tranquilízate, estás con los mejores guías de la ciudad.» Y mientras tanto me indican por dónde debo cruzar la calle, dónde coger un atajo y acelerar el paso, en qué esquina acurrucarme al primer disparo, por qué pared debo pasar arrastrándome, qué calles evi­tar, cuáles son los cruces de donde no se sale vivo. Maldigo el momento en el que me dejé convencer para dar este absurdo paseo: tropiezo con montoncitos de basura, me resbalo sobre los escombros, ando mal por el asfalto agujereado por los proyecti­les, inclino la cabeza bajo el silbido de una granada... el estruendo... se me acaba el aliento (está lejos), des­pués siento de nuevo el corazón en la garganta al oír los disparos secos del fusil de un francotirador... Ramiz me abraza: «Tranquila. Esta noche no te matarán.»

Hombres y topos
Nos cruzamos sólo con sombras, fantasmas que arrastran tanques de agua sobre cochecitos, que cocinan en fogatas encendidas delante de los por­tales o en los balcones de las casas. «¿Lo has visto, Tamara? Topos, nos hemos convertido en topos», estalla amargamente Samir. Después sonríe y susurra: «Estamos en guerra, pero yo por primera vez en la vida me he ena­morado y soy feliz. ¿Entiendes? En este mar de sufrimiento yo soy feliz. Y esto me hace sentirme culpable». Pregunto a Ramiz si por casualidad no tendría posibilidad de conseguir un coche. Él, tranquilo, me explica que «el centenar de coches que todavía están en circulación son para los con­trabandistas, los periodistas extranje­ros, el personal humanitario y nues­tros políticos». En la feria del automó­vil de Sarajevo se exponen sólo viejos Golf diesel. Y es con moneda alemana con lo que se paga el poco carburante que está a la venta. «Cuesta entre 25 y 35 marcos el litro, diez veces el suel­do de un ciudadano cualquiera», dice Ramiz. ¿Por qué hay todavía gente que trabaja en Sarajevo? «Está claro. Es necesario hacer algo para no enlo­quecer, evidentemente con cinco mar­cos al mes no vive nadie. Pero aquí se trabaja para sobrevivir. En tu supervi­vencia, si te lo montas bien, si tienes un poco de suerte, piensan los contra­bandistas y las ayudas de la ONU. Levantarse, ir al baño, lavarse, peinar­se, salir, fingir tener algo útil que hacer, ir a algún sitio donde alguien te espera, son todas estratagemas. Te ayudan a creer que eres todavía un hombre». El primer bar donde entra­mos es un antro donde dos camareros lavan y rellenan vasos de Nescafé a la luz de una vela, o mejor, de memoria. Veo algunos taburetes y soldados soli­tarios que beben kleka, la grapa local. La mesita en torno a la que nos senta­mos está pegada al palacio de enfren­te, lo que explica el secreto de la supervivencia de este café: está en una callecita estrecha, al resguardo de los tiros de la artillería y de los francotira­dores. Ahora veo bien a Samir. Un típico muchacho eslavo, alto, pómulos pronunciados, ojos claros. Estudia idiomas y, dice, «temporalmente me ocupo de la carnicería de primera línea. Camillero. La primera vez reco­gí a un niño de seis años a trozos». Habla con un tono intencionadamente descarado, cínico y prepotente. Todas las dotes necesarias si se quiere sobre­vivir en este rincón de Europa. «La guerra te quita todo lo que tienes y aquellos que más quieres. Está siem­pre un paso por delante de ti. ¿Sabes qué esperaba una vez la gente de Sara­jevo? Que se encontraría antes o des­pués alguien en este mundo que ten­dría interés, quizá sólo político, en sacarnos de este infierno. Ahora todos se han resignado a la vida y a la muer­te. Como todas las cosas, hermosas y feas, también nuestras pequeñas felici­dades y grandes tragedias antes o des­pués pasarán». Samir busca mi com­prensión, o mejor, la comprensión de todos aquellos que como no viven en Sarajevo son, según dice él, personas normales.

Tres grapas
Veintiún marcos por tres grapas. El sueldo mensual de un empleado es menos de cuatro. Si no llegaran los paquetes de las limosnas humanita­rias, Sarajevo sería ya un gran cementerio. Una pierna de cordero vale treinta marcos, un kilo de pata­tas quince, ciento veinte un paquete de café, doce uno de cigarrillos. Por esto los jardines públicos, las terra­zas, los balcones, la tierra junto a las cruces de los cementerios, hospedan (o mejor, hospedaban, ahora hace demasiado frío), cultivos extraños de tomate, lechuga, pimientos, perejil. Al segundo café, cuya puerta princi­pal está inutilizada porque se encuen­tra bajo el fuego de los francotirado­res, entramos atravesando una aber­tura cavada con un pico en una pared lateral del edificio. Dos habitaciones bajo tierra iluminadas por la luz pro­ducida por un generador y cubiertas por una tienda de humo. Un gran pia­no negro y brillante permanece en silencio en el centro del local. «Hola muchachos, empezaba a pensar que os habían pillado los sniper...» Mira es una muchacha guapísima de ojos melancólicos y largos cabellos oscu­ros. Trabaja para los periodistas extranjeros, conoce una cantidad indeterminada de idiomas, gana cien marcos al día, y es ella quien abaste­ce a la prensa con el macabro informe cotidiano de las víctimas. «Hoy han muerto doce civiles, treinta y sie­te han sido heridos más o menos gra­vemente». Cuenta cómo ha descu­bierto «los infinitos recursos y capa­cidad de supervivencia de los seres humanos», cómo se llega, por cami­nos pavlovianos a adaptarse a los «estímulos» exteriores, cómo respon­der a las exigencias impuestas por la guerra. «Se puede soportar el frío, la oscuridad, el hambre. Todo excepto las granadas, y aquel silencio amena­zante que reina después de un bom­bardeo». Mira ha aprendido una lec­ción: «Nos asesinarán como a cone­jos. Ya no consigo creer en nadie. Tan solo sé que todo tiene fin». Una grapa más, otro cigarrillo, una carca­jada más para ahuyentar los fantas­mas de la guerra. Pienso en la docto­ra Erminia, una joven pediatra que he encontrado en el hospital Kosevo. Esta noche está de guardia y llevará al hospital también a sus dos niñas de ocho y diez años. Pienso en la luz que he visto en aquellos ojos que no se rinden frente al mal de los hom­bres. «Mi marido era un hombre gua­písimo», me ha dicho con el orgullo de una mujer enamorada. Erminia ha perdido a su hombre a principios de Septiembre. Los soldados bosnios lo subieron a un camión y lo bajaron en el frente para cavar una trinchera. Un francotirador lo dejó quieto para siempre. He visto cómo la doctora Erminia miraba a sus hijas, a sus pequeños heridos, aquellas víctimas inocentes de la locura de los hom­bres. En aquellas palabras de Erminia he presentido qué puede desear, con­tra todo y todos, el amor de una madre: «Nosotros nos iremos, pero ellos deben sobrevivir»

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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