Un reportaje inédito desde la capital bosnia asediada. Una noche, con dos muchachos en busca de un bar. Bajo el tiro de los francotiradores, en el silencio irreal que sigue a los bombardeos
Hoy han caído seiscientas treinta granadas. Sumergirse con paso lento y aparentemente no preocupado en la oscuridad irreal de Sarajevo. Pienso que a esta hora el mundo de los vivos prepara la mesa para cenar. Y yo soy prisionera de un miedo loco. Miedo a que algo completamente inevitable y terrible, una granada, un disparo de fusil, rompa esta silenciosa, angustiante oscuridad. Bromean Samir y Ramiz, somos casi de la misma edad, con los que estoy caminando hacia los cafés más alejados de la capital bosnia. «Una media hora y estamos. Tranquilízate, estás con los mejores guías de la ciudad.» Y mientras tanto me indican por dónde debo cruzar la calle, dónde coger un atajo y acelerar el paso, en qué esquina acurrucarme al primer disparo, por qué pared debo pasar arrastrándome, qué calles evitar, cuáles son los cruces de donde no se sale vivo. Maldigo el momento en el que me dejé convencer para dar este absurdo paseo: tropiezo con montoncitos de basura, me resbalo sobre los escombros, ando mal por el asfalto agujereado por los proyectiles, inclino la cabeza bajo el silbido de una granada... el estruendo... se me acaba el aliento (está lejos), después siento de nuevo el corazón en la garganta al oír los disparos secos del fusil de un francotirador... Ramiz me abraza: «Tranquila. Esta noche no te matarán.»
Hombres y topos
Nos cruzamos sólo con sombras, fantasmas que arrastran tanques de agua sobre cochecitos, que cocinan en fogatas encendidas delante de los portales o en los balcones de las casas. «¿Lo has visto, Tamara? Topos, nos hemos convertido en topos», estalla amargamente Samir. Después sonríe y susurra: «Estamos en guerra, pero yo por primera vez en la vida me he enamorado y soy feliz. ¿Entiendes? En este mar de sufrimiento yo soy feliz. Y esto me hace sentirme culpable». Pregunto a Ramiz si por casualidad no tendría posibilidad de conseguir un coche. Él, tranquilo, me explica que «el centenar de coches que todavía están en circulación son para los contrabandistas, los periodistas extranjeros, el personal humanitario y nuestros políticos». En la feria del automóvil de Sarajevo se exponen sólo viejos Golf diesel. Y es con moneda alemana con lo que se paga el poco carburante que está a la venta. «Cuesta entre 25 y 35 marcos el litro, diez veces el sueldo de un ciudadano cualquiera», dice Ramiz. ¿Por qué hay todavía gente que trabaja en Sarajevo? «Está claro. Es necesario hacer algo para no enloquecer, evidentemente con cinco marcos al mes no vive nadie. Pero aquí se trabaja para sobrevivir. En tu supervivencia, si te lo montas bien, si tienes un poco de suerte, piensan los contrabandistas y las ayudas de la ONU. Levantarse, ir al baño, lavarse, peinarse, salir, fingir tener algo útil que hacer, ir a algún sitio donde alguien te espera, son todas estratagemas. Te ayudan a creer que eres todavía un hombre». El primer bar donde entramos es un antro donde dos camareros lavan y rellenan vasos de Nescafé a la luz de una vela, o mejor, de memoria. Veo algunos taburetes y soldados solitarios que beben kleka, la grapa local. La mesita en torno a la que nos sentamos está pegada al palacio de enfrente, lo que explica el secreto de la supervivencia de este café: está en una callecita estrecha, al resguardo de los tiros de la artillería y de los francotiradores. Ahora veo bien a Samir. Un típico muchacho eslavo, alto, pómulos pronunciados, ojos claros. Estudia idiomas y, dice, «temporalmente me ocupo de la carnicería de primera línea. Camillero. La primera vez recogí a un niño de seis años a trozos». Habla con un tono intencionadamente descarado, cínico y prepotente. Todas las dotes necesarias si se quiere sobrevivir en este rincón de Europa. «La guerra te quita todo lo que tienes y aquellos que más quieres. Está siempre un paso por delante de ti. ¿Sabes qué esperaba una vez la gente de Sarajevo? Que se encontraría antes o después alguien en este mundo que tendría interés, quizá sólo político, en sacarnos de este infierno. Ahora todos se han resignado a la vida y a la muerte. Como todas las cosas, hermosas y feas, también nuestras pequeñas felicidades y grandes tragedias antes o después pasarán». Samir busca mi comprensión, o mejor, la comprensión de todos aquellos que como no viven en Sarajevo son, según dice él, personas normales.
Tres grapas
Veintiún marcos por tres grapas. El sueldo mensual de un empleado es menos de cuatro. Si no llegaran los paquetes de las limosnas humanitarias, Sarajevo sería ya un gran cementerio. Una pierna de cordero vale treinta marcos, un kilo de patatas quince, ciento veinte un paquete de café, doce uno de cigarrillos. Por esto los jardines públicos, las terrazas, los balcones, la tierra junto a las cruces de los cementerios, hospedan (o mejor, hospedaban, ahora hace demasiado frío), cultivos extraños de tomate, lechuga, pimientos, perejil. Al segundo café, cuya puerta principal está inutilizada porque se encuentra bajo el fuego de los francotiradores, entramos atravesando una abertura cavada con un pico en una pared lateral del edificio. Dos habitaciones bajo tierra iluminadas por la luz producida por un generador y cubiertas por una tienda de humo. Un gran piano negro y brillante permanece en silencio en el centro del local. «Hola muchachos, empezaba a pensar que os habían pillado los sniper...» Mira es una muchacha guapísima de ojos melancólicos y largos cabellos oscuros. Trabaja para los periodistas extranjeros, conoce una cantidad indeterminada de idiomas, gana cien marcos al día, y es ella quien abastece a la prensa con el macabro informe cotidiano de las víctimas. «Hoy han muerto doce civiles, treinta y siete han sido heridos más o menos gravemente». Cuenta cómo ha descubierto «los infinitos recursos y capacidad de supervivencia de los seres humanos», cómo se llega, por caminos pavlovianos a adaptarse a los «estímulos» exteriores, cómo responder a las exigencias impuestas por la guerra. «Se puede soportar el frío, la oscuridad, el hambre. Todo excepto las granadas, y aquel silencio amenazante que reina después de un bombardeo». Mira ha aprendido una lección: «Nos asesinarán como a conejos. Ya no consigo creer en nadie. Tan solo sé que todo tiene fin». Una grapa más, otro cigarrillo, una carcajada más para ahuyentar los fantasmas de la guerra. Pienso en la doctora Erminia, una joven pediatra que he encontrado en el hospital Kosevo. Esta noche está de guardia y llevará al hospital también a sus dos niñas de ocho y diez años. Pienso en la luz que he visto en aquellos ojos que no se rinden frente al mal de los hombres. «Mi marido era un hombre guapísimo», me ha dicho con el orgullo de una mujer enamorada. Erminia ha perdido a su hombre a principios de Septiembre. Los soldados bosnios lo subieron a un camión y lo bajaron en el frente para cavar una trinchera. Un francotirador lo dejó quieto para siempre. He visto cómo la doctora Erminia miraba a sus hijas, a sus pequeños heridos, aquellas víctimas inocentes de la locura de los hombres. En aquellas palabras de Erminia he presentido qué puede desear, contra todo y todos, el amor de una madre: «Nosotros nos iremos, pero ellos deben sobrevivir»
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